Authors: Ken Follett
─Muy bien, señor ─respondió el sargento.
Diether subió la escalinata acompañado de Stéphanie, cruzó la impresionante puerta y entró en el amplio vestíbulo. El espectáculo lo dejó sin respiración: suelo de mármol rosa, altas ventanas con magníficas cortinas, paredes con motivos etruscos en escayola que destacaban sobre desvaídos fondos rosados y verdes, y techo decorado con borrosos querubines. En otros tiempos, se dijo Diether, la estancia debía de estar amueblada con lujosas piezas: consolas bajo altos espejos, aparadores con incrustaciones de similor, primorosas sillas de patas doradas, pinturas al óleo, enormes jarrones y diminutas estatuillas de mármol. Por supuesto, no quedaba nada de eso. El vestíbulo estaba lleno de hileras de centralitas con sendas sillas y de un sinfín de cables, enroscados en el suelo como nidos de serpientes.
Al iniciarse el tiroteo, las operadoras debían de haberse puesto a cubierto en los terrenos de la parte posterior del edificio; ahora unas cuantas permanecían ante las puertas de cristal, con los auriculares puestos, preguntándose sin duda si ya era seguro entrar. Diether hizo sentarse a Stéphanie ante una de las centralitas y llamó a una telefonista de mediana edad.
─Madame, por favor ─le dijo en francés con tono a un tiempo amable y firme─.Tráigale una taza de café caliente a la señorita. La mujer se acercó y lanzó una mirada de odio a Stéphanie. ─ Muy bien, monsieur.
─Y un coñac. Está conmocionada.
─No tenemos coñac.
Tenían, pero la mujer no estaba dispuesta a malgastarlo con la querida de un alemán. Diether lo dejó correr.
─Entonces, sólo café, pero dése prisa si no quiere tener problemas.
Le dio unas palmaditas en el hombro a Stéphanie y la dejó sola. Cruzó una puerta de doble hoja y se dirigió hacia al ala este. El palacio consistía en una sucesión de recibidores comunicados entre sí, al estilo de Versalles. Las habitaciones estaban llenas de centralitas, que no obstante tenían un aspecto menos provisional que las del vestíbulo; los cables, cuidadosamente recogidos, desaparecían por agujeros practicados en el suelo que comunicaban con el sótano. Diether supuso que el desorden del vestíbulo se debía al hecho de que había sido puesto en servicio como medida de emergencia tras el bombardeo del ala oeste. Algunas ventanas estaban permanentemente tapiadas, sin duda como precaución contra un ataque aéreo, pero otras tenían descorridas las pesadas cortinas, y Diether imaginó que las telefonistas se resistían a trabajar con luz artificial.
El ala este acababa en el rellano de una escalera. Diether tomó el tramo descendente. Al llegar abajo, vio una puerta de acero. La abrió y asomó la cabeza. En el cuarto había un pequeño escritorio y una silla, y supuso que era un puesto de guardia. El soldado de servicio debía de haberlo abandonado para sumarse a la defensa del palacio. Diether entró y tomó nota mentalmente de aquel fallo de seguridad.
El ambiente del sótano era muy distinto al que reinaba en la majestuosa planta baja. Originalmente ideadas para servir como cocinas, despensas y dormitorios de las docenas de sirvientes que debían de trabajar en el edificio tres siglos antes, las dependencias del sótano tenían techos bajos, paredes desnudas y suelos de piedra o, en algunos casos, de tierra batida. Diether avanzó por un ancho pasillo. Las puertas ostentaban pulcros rótulos en alemán, pero las abrió todas. A su izquierda, en la parte delantera del edificio, se hallaba instalado el complejo equipo de la central telefónica: un generador, enormes baterías y cuartos llenos de enmarañados cables. A su derecha, hacia el fondo del palacio, estaban las dependencias de la Gestapo: un laboratorio fotográfico, una amplia sala de radio para interceptar las conversaciones de la Resistencia y celdas con mirillas en las puertas. Todas las ventanas estaban tapiadas, los muros, cubiertos de sacos de arena y los techos, reforzados con hormigón y vigas de acero, obviamente para evitar que los bombarderos aliados inutilizaran las instalaciones telefónicas.
La puerta del final del pasillo tenía un letrero con la leyenda «Centro de interrogatorios». Diether la abrió. La primera habitación tenía las paredes desnudas y pintadas de blanco, potentes luces y el mobiliario habitual en una simple sala de entrevistas: una mesa barata con un cenicero y sillas resistentes. La atravesó y entró en la siguiente. Las luces eran menos potentes y las paredes, de ladrillo visto. Había un pilar manchado de sangre con ganchos para atar a los prisioneros; un paragüero con una selección de porras de madera y barras de acero; una mesa de operaciones similar a las de un hospital con una abrazadera para inmovilizar la cabeza de la víctima y correas para las muñecas y los tobillos; una máquina para aplicar electrochoques; y un armario cerrado con llave, que probablemente contenía drogas y jeringas hipodérmicas. Era una cámara de tortura. Diether había estado en muchas parecidas, pero seguían poniéndolo enfermo. Tuvo que decirse una vez más que la información obtenida en sitios como aquél ayudaba a salvar las vidas de jóvenes soldados alemanes, que podrían volver a la patria para reunirse con sus mujeres y sus hijos en lugar de morir en el campo de batalla. No obstante, la sala seguía produciéndole escalofríos.
Oyó un ruido a sus espaldas y dio un respingo. Giró rápido. Cuando vio lo que había en el umbral tuvo que retroceder un paso, aterrado.
─¡Dios santo! ─murmuró.
Una silueta rechoncha permanecía inmóvil ante sus ojos, con el rostro en sombras debido a la intensa luz del cuarto inmediato, que lo iluminaba desde atrás.
─¿Quién es usted? ─preguntó Diether, que percibió el miedo en su propia voz.
La silueta dio un paso hacia la luz y se transformó en un individuo vestido con el uniforme de sargento de la Gestapo. Era bajo y grueso, de rostro mofletudo y pelo rubio ceniza, tan corto que lo hacía parecer calvo.
─¿Qué está haciendo aquí? ─preguntó el sargento con acento de Frankfurt.
Diether se tranquilizó. La cámara de tortura había conseguido ponerlo nervioso, pero, recuperando su habitual tono de autoridad, respondió:
─Soy el mayor Franck. ¿Y usted?
─Becker, señor, a su servicio ─contestó el sargento en tono respetuoso.
─Traiga a los prisioneros aquí abajo en cuanto sea posible ─le ordenó Diether─. Los que puedan andar deberían estar aquí de inmediato; los otros, en cuanto los haya visto un médico.
─Muy bien, mayor.
Becker dio media vuelta y se marchó. Diether volvió a la sala de entrevistas y se sentó en una de las sillas. Se preguntó cuánta información conseguiría obtener de los guerrilleros. Sus conocimientos podían limitarse a la ciudad en que vivían. En el peor de los casos, si su sistema de seguridad era bueno, puede que cada individuo sólo estuviera al tanto de lo que le afectaba en su propio circuito. Inevitablemente, pocos elementos tendrían amplia información sobre su célula y quizá sobre otras. El sueño de Diether era que un circuito lo condujera a otro y así sucesivamente, en cadena, lo que le permitiría causar un daño irreparable a la Resistencia en las semanas previas a la invasión aliada.
Oyó pasos en el corredor y alzó la vista. Los soldados traían a los prisioneros. La primera en aparecer fue la chica que llevaba una metralleta Sten oculta bajo la chaqueta. Diether se felicitó. Que entre los prisioneros hubiera una mujer siempre resultaba útil. Sometidas a interrogatorio, las mujeres podían ser tan duras como los hombres; pero a veces la mejor forma de hacer hablar a un hombre era golpear a una mujer ante él. Aquélla, para colmo, era alta y atractiva, lo que no hacía sino mejorar todavía más las cosas. No parecía herida. Diether detuvo al soldado que la escoltaba con un gesto de la mano y se dirigió a la joven en francés:
─¿Cómo se llama? ─le preguntó en tono amistoso. Ella le lanzó una mirada desafiante.
─¿Por qué iba a decírselo?
Diether se encogió de hombros. Aquel nivel de oposición era fácil de vencer. Utilizó una respuesta que le había dado buenos resultados en numerosas ocasiones.
─Sus parientes podrían preguntar si está detenida. Si sabemos su nombre, podremos confirmárselo.
─Me llamo Genevieve Delys.
─Un hermoso nombre para una hermosa joven ─dijo Diether, e hizo ademán de que se la llevaran.
El siguiente era un hombre de unos sesenta años, que cojeaba y sangraba por una herida en la cabeza.
─Es usted un poco mayor para tanto ajetreo, ¿no le parece? El hombre lo miró con orgullo.
─He sido yo quien ha puesto las cargas ─respondió desafiante. ─¿Nombre?
─Gaston Lefevre.
─Sólo le pido que recuerde una cosa, Gaston ─dijo Diether en tono amable─. El dolor durará lo que usted quiera. Acabará en cuanto decida ponerle fin.
Al imaginar lo que le esperaba, el miedo asomó a los ojos del prisionero.
Diether asintió satisfecho.
─Llévenselo.
A continuación entró un muchacho de no más de diecisiete años, calculó Diether, un chico bien parecido que estaba muerto de miedo. ─¿Nombre?
El joven, que parecía conmocionado, titubeó. Tras pensárselo un momento, respondió:
─Bertrand Bisset.
─Buenas tardes, Bertrand ─dijo Diether en tono agradable─. Bienvenido al infierno.
El chico lo miró como si acabara de abofetearlo. Diether ordenó que se lo llevaran.
En ese momento, apareció Willi Weber. Becker le pisaba los talones como un perro de presa sujeto con una cadena. ─¿Cómo has entrado aquí? ─preguntó Weber con brusquedad.
─He llegado dando un paseo ─respondió Diether─. Tu seguridad apesta.
─¡Memeces! ¡Acabas de vernos repeler un ataque!
─¡De una docena de hombres y un par de chicas!
─Los hemos vencido, eso es lo único que cuenta.
─Piensa en ello, Willi ─dijo Diether recobrando la compostura─. Han sido capaces de desplegarse en las cercanías del palacio sin que lo advirtierais, entrar en la explanada y matar al menos a seis buenos soldados alemanes. Sospecho que el único motivo de que los hayáis vencido es que pensaban que erais menos. Y he entrado en este sótano sin que nadie me diera el alto, porque el guardia había abandonado su puesto.
─Es un alemán valiente y ha querido unirse a la lucha.
─Que Dios nos asista ─murmuró Diether exasperado─. Un soldado no abandona su puesto para unirse a la lucha. ¡Obedece órdenes!
─No acepto que me des lecciones de disciplina militar.
Diether decidió zanjar la discusión, por el momento.
─Ni yo pretendo dártelas.
─Entonces, ¿qué pretendes?
─Hablar con los prisioneros.
─Eso es cosa de la Gestapo.
─No seas ridículo. El mariscal de campo Rommel me ha pedido a mí, no a la Gestapo, que limite la capacidad de la Resistencia para dañar nuestras comunicaciones en caso de invasión. Esos prisioneros pueden proporcionarme una información trascendental. Tengo intención de interrogarlos.
─No mientras estén bajo mi custodia ─replicó Weber con terquedad─. Los interrogaré personalmente y enviaré un informe al mariscal de campo.
─Los Aliados van a invadirnos este verano con toda probabilidad...
─¿No va siendo hora de que dejemos de ponernos zancadillas? ─ Nunca es hora de renunciar a una organización eficiente.
A Diether le dieron ganas de gritar. Desesperado, se tragó su orgullo e intentó llegar a una solución de compromiso.
─Interroguémoslos juntos.
Creyendo haber vencido, Weber sonrió.
─De ningún modo.
─Eso significa que tendré que pasar por encima de ti.
─Será si puedes.
─Por supuesto que puedo. Lo único que conseguirás será hacerme perder el tiempo.
─Ya lo veremos.
─Maldito idiota... ─rezongó Diether, rabioso─. Que Dios proteja a Alemania de patriotas como tú.
Dio media vuelta y se marchó.
Gilberte y Flick abandonaron Sainte-Cécile y tomaron una carretera comarcal en dirección a Reims. Gilberte conducía tan rápido como le permitía la estrecha calzada. Flick clavaba los ojos con aprensión en el final de la cinta de asfalto. Ascendía y descendía colinas bajas y serpenteaba entre viñedos trazando sinuosas líneas entre pueblo y pueblo. Los numerosos cruces, si bien ralentizaban la marcha, hacían imposible que la Gestapo bloqueara todas las carreteras procedentes de Sainte-Cécile. No obstante, Flick se mordía los labios temiendo que los detuvieran en un control rutinario. No había forma de explicar que llevaran a un hombre herido de bala en el asiento posterior.
Al pensarlo detenidamente, Flick comprendió que no podía llevar a Michel a su casa de Reims. Tras la rendición de Francia en 1940 y su consiguiente desmovilización, Michel había decidido no reincorporarse a su puesto en la Sorbona y había regresado a su ciudad natal para ocupar una plaza de subdirector de instituto y ─sobre todo─ para organizar un circuito de la Resistencia. Se había instalado en el domicilio de sus difuntos padres, una casita preciosa cercana a la catedral. Pero Flick decidió no llevarlo allí. Era un sitio demasiado conocido. Aunque por regla general los miembros de un grupo de la Resistencia ignoraban dónde vivían sus camaradas ─por motivos de seguridad, sólo lo daban a conocer para una entrega o una cita─, Michel era el jefe, y la mayoría de sus hombres conocían la casa.
Lo más probable, se dijo Flick, era que algún integrante del grupo hubiera sido capturado con vida. No tardarían en interrogarlo. A diferencia de los agentes británicos, los partisanos no llevaban encima píldoras letales. Lo único seguro de un interrogatorio era que todo el mundo acababa hablando. En ocasiones, la Gestapo perdía la paciencia y mataba al prisionero en un exceso de entusiasmo; pero si eran cuidadosos y estaban decididos a obtener resultados, podían conseguir que el individuo más firme traicionara a sus mejores camaradas. Nadie soporta el dolor eternamente.
En consecuencia, Flick tenía que actuar como si el enemigo conociera el domicilio de Michel. ¿A qué otro sitio podía llevarlo?
─¿Cómo está? ─preguntó Gilberte con preocupación.
Flick volvió la cabeza hacia el asiento posterior. Su marido tenía los ojos cerrados, pero respiraba normalmente. Por suerte, se había quedado dormido. Necesitaría que alguien se ocupara de él, al menos durante uno o dos días. Flick se volvió hacia Gilberte. Siendo joven y soltera, debía de seguir en casa de sus padres.
─¿Dónde vives? ─le preguntó.
─A las afueras de la ciudad, en la carretera de Cernay. ─¿Sola?