Alto Riesgo (9 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: Alto Riesgo
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─No sé... La mayoría de los soldados son chavales hambrientos de sexo que se fijan en cualquier mujer que tengan cerca. Me extrañaría que los alemanes del palacio no tontearan con las limpiadoras, por lo menos con las jóvenes.

─Vi entrar a esas mujeres anoche, y desde luego no me pareció que tontearan.

─Aun así, parece poco probable que los soldados no noten que todas las limpiadoras son nuevas.

─Confío en ello lo bastante como para correr el riesgo.

─De acuerdo. ¿Y los franceses de dentro? Las telefonistas son mujeres del pueblo, ¿me equivoco?

─Algunas sí, pero la mayoría llegan de Reims en autobús.

─No todos los franceses comulgan con la Resistencia, lo sabes mejor que yo. No falta quien está a favor del ideario nazi. Dios sabe que también en Inglaterra sobraban los idiotas convencidos de que Hitler ofrecía el tipo de gobierno fuerte y renovador que todos necesitábamos, aunque hoy en día parezca que se los ha tragado la tierra.

Flick meneó la cabeza. Percy no había estado en la Francia ocupada.

─Los franceses han soportado cuatro años de dominio nazi, no lo olvides. Allí todo el mundo espera la invasión desesperadamente. Las chicas de las centralitas mantendrán la boca cerrada.

─¿A pesar del bombardeo de la RAF?

Flick se encogió de hombros.

─Puede que haya unas cuantas hostiles, pero se guardarán mucho de enfrentarse a la mayoría.

─O eso esperas.

─Insisto en que el riesgo merece la pena.

─Seguimos sin saber cuántos hombres custodian ese sótano. 

─ Eso no nos impidió intentarlo ayer.

─Ayer disponías de quince combatientes de la Resistencia, algunos bastante curtidos. La próxima vez tendrás a un puñado de mujeres que no pasaron las pruebas o arrojaron la toalla.

Flick decidió jugarse el todo por el todo.

─Mira, pueden fallar montones de cosas. ¿Y qué? El coste de la operación es mínimo, y arriesgamos las vidas de mujeres que no están contribuyendo a la guerra de ningún otro modo. ¿Qué perdemos?

─A eso iba. Mira, a mí me gusta el plan. Voy a defenderlo ante el jefe. Pero creo que lo rechazará, por algo de lo que todavía no hemos hablado.

─¿Qué?

─Ese equipo sólo lo puedes mandar tú. Pero el viaje del que acabas de llegar tenía que ser el último. Sabes demasiado. Llevas yendo y viniendo cuatro años. Has entrado en contacto con la mayoría de los circuitos del norte de Francia. No podemos mandarte de vuelta. Si te capturan, podrías delatarlos a todos.

─Lo sé ─dijo Flick muy seria─. Por eso llevo una píldora letal.

El general sir Bernard Montgomery, comandante del 21° Grupo del Ejército, que estaba a punto de invadir Francia, había instalado su cuartel general provisional en el oeste de Londres, en una escuela cuyos alumnos habían sido evacuados a un edificio más seguro en el campo. Casualmente, era la escuela a la que Monty había asistido de niño. Las reuniones se celebraban en el aula de modelado, y todo el mundo se sentaba en los duros pupitres de madera de los escolares, generales, políticos y, en cierta ocasión memorable, el rey en persona.

A los británicos les parecía un detalle simpático. Paul Chancellor, de Boston, Massachusetts, opinaba que era una gilipollez. ¿Qué les habría costado poner unas cuantas sillas? Por lo general, los ingleses le caían bien, pero no soportaba que se las dieran de excéntricos.

Paul pertenecía al grupo de colaboradores personales de Monty. Mucha gente lo atribuía al hecho de que su padre fuera general, pero era una suposición injusta. Paul se sentía como pez en el agua entre militares de alto rango, en parte por ser hijo de su padre, pero también porque antes de la guerra el ejército estadounidense era el principal cliente de su negocio, que consistía en la grabación y comercialización de discos educativos para gramófono, principalmente cursos de idiomas. Valoraba virtudes tan militares como la obediencia, la puntualidad y el rigor, aunque también era capaz de pensar por su cuenta; y Monty había acabado por concederle toda su confianza.

Su área de responsabilidad era el servicio de información. Era un organizador. Se aseguraba de que Monty tuviera sobre la mesa del despacho los informes que necesitaba cuando los necesitaba, eliminaba los que llegaban tarde, le concertaba entrevistas con gente importante y llevaba a cabo las investigaciones especiales que le encargaba su jefe.

No era la primera vez que realizaba trabajos clandestinos. Había pertenecido a la Oficina del Servicio Estratégico, el servicio secreto estadounidense, y actuado como agente encubierto en Francia y los países francófonos del norte de África. (De niño, había vivido en París, donde su padre era agregado militar de la embajada de Estados Unidos.) Hacía seis meses, Paul había resultado herido en Marsella en un tiroteo con la Gestapo. Una bala se le había llevado casi toda la oreja izquierda, pero sólo había dañado su aspecto. La otra le había destrozado la rodilla derecha, cuyo uso nunca recuperaría completamente, y era el auténtico motivo de que ahora trabajara tras la mesa de un despacho.

El trabajo era fácil, en comparación con la azarosa vida del agente encubierto, pero nunca resultaba aburrido. En aquellos momentos, estaban preparando la Operación Overlord, la invasión que pondría fin a la guerra. Paul estaba entre los pocos centenares de personas que conocían la fecha en todo el mundo, aunque muchas otras estaban en condiciones de figurársela. En realidad, se barajaban tres días, dependiendo de las mareas, las corrientes, la luna y las horas de luz natural. La operación necesitaba que la luna saliera tarde, de modo que la oscuridad amparara los primeros movimientos de tropas, pero también que luciera más tarde, cuando los paracaidistas saltaran de los aviones y los planeadores. La marea debía estar baja al amanecer, de modo que los obstáculos con que Rommel había sembrado las playas quedaran al descubierto. Y era necesario que volviera a estar baja antes del anochecer, para facilitar el desembarco de la segunda oleada de tropas. Tales requisitos dejaban un estrecho margen temporal: la flota podía hacerse al mar el siguiente lunes, 5 de junio, el martes 6 o el miércoles 7. La decisión definitiva la tomaría en el último minuto el comandante supremo de las fuerzas aliadas, el general Eisenhower, basándose en las condiciones meteorológicas.

Tres años antes, Paul habría removido cielo y tierra para hacerse un hueco en las fuerzas invasoras. Se moriría de ganas por entrar en acción y de vergüenza si tenía que quedarse en tierra. Ahora era tres años más viejo y más sensato. Por una parte, consideraba que había cumplido: en el instituto había capitaneado el equipo ganador del campeonato de Massachusetts, pero no volvería a patear un balón con el pie derecho. Pero, sobre todo, sabía que su talento como organizador podía hacer mucho más por la victoria de los aliados que su entusiasmo como tirador.

Lo entusiasmaba formar parte del equipo que planeaba la invasión más formidable de la Historia. Por supuesto, el entusiasmo no estaba exento de angustia. Las batallas nunca se desarrollan según lo previsto (aunque una de las debilidades de Monty era creer lo contrario). Paul sabía que cualquier error que cometiera ─un lapsus al correr de la pluma, un detalle pasado por alto, un informe mal interpretado─ podía acarrear la muerte a soldados aliados. A pesar del formidable contingente de las fuerzas invasoras, el desenlace de la batalla era difícil de prever, y el menor descuido podía inclinar la balanza.

Ese día, Paul había programado quince minutos sobre la Resistencia francesa para las diez en punto. Había sido idea de Monty La minuciosidad era el rasgo más sobresaliente de su carácter. El mejor modo de ganar una batalla, solía decir, era no entablarla hasta tenerlo todo atado y bien atado.

Simon Fortescue entró en el aula de modelado a las diez menos cinco. Era uno de los jefes del M16, el servicio secreto británico. Alto y vestido con traje oscuro de raya diplomática, emanaba calma y competencia, aunque Paul dudaba que supiera mucho sobre el día a día del trabajo clandestino. Tras él apareció John Graves, un individuo nervioso, funcionario civil del Ministerio de Economía de Guerra, el departamento gubernamental responsable del EOE. Graves llevaba el atuendo característico de Whitehall: chaqueta negra y pantalones grises a rayas, «pantalones neceser», como los llamaban los ingleses. Paul frunció el ceño. No lo había invitado.

─¡Señor Graves! ─exclamó de inmediato─. Ignoraba que lo hubieran invitado a acompañarnos...

─Lo explicaré en un segundo ─replicó Graves, y, sentándose en uno de los pupitres, se limitó a abrir su maletín.

Paul estaba irritado. Monty odiaba las sorpresas. Pero no podía echar a Graves del aula.

Monty llegó de inmediato. Era un hombre bajo de nariz puntiaguda, pelo ralo y rasgos muy pronunciados a derecha e izquierda del fino bigote. Tenía cincuenta y seis años, pero aparentaba más. Paul lo apreciaba. Era tan meticuloso que mucha gente perdía la paciencia con él y lo llamaba «abuelita». En opinión de Paul, las chinchorrerías de su jefe salvaban vidas humanas.

Lo acompañaba un norteamericano a quien Paul no conocía. Monty lo presentó como el general Pickford y se volvió hacia Paul.

─¿Dónde está nuestro amigo del Ejecutivo? ─le preguntó con viveza.

─Me temo que ha sido llamado por el primer ministro ─ respondió Graves─. Me ha pedido que les transmita sus disculpas. Espero serles de alguna ayuda...

─Lo dudo ─replicó Monty con brusquedad.

Paul maldijo para sus adentros. Era un jotapeuve, y le iban a tirar de las orejas. Pero allí ocurría algo más. Los británicos se traían algo entre manos. Los observó detenidamente tratando de obtener alguna pista.

─Estoy seguro de que podré cubrir los huecos ─dijo Fortescue con aplomo.

Monty parecía colérico. Le había prometido una sesión informativa al general Pickford, y el individuo clave no se había presentado. Pero no perdió el tiempo en recriminaciones.

─En la batalla que se avecina ─dijo sin más preámbulos─, los momentos más peligrosos serán los iniciales. ─Era impropio de Monty aludir a momentos peligrosos, se dijo Paul. Su estilo era hablar como si todo fuera a ir como la seda─.Tendremos que agarrarnos con las uñas al borde de un acantilado durante todo un día. ─O dos, pensó Paul, o una semana, o más─. Será la ocasión del enemigo. No tiene más que aplastarnos los dedos con el tacón de la bota.

Así de fácil, se dijo Paul. La Operación Overlord era la acción militar más ambiciosa en la historia de la Humanidad: miles de barcos, centenares de miles de hombres, millones de dólares, decenas de millones de balas... El futuro del mundo dependía de su desenlace. Sin embargo, esa fuerza descomunal podía ser rechazada con una facilidad pasmosa, a poco que se torcieran las cosas durante las primeras horas.

─Todo lo que podamos hacer para retardar la respuesta del enemigo será de crucial importancia ─concluyó Monty, y se volvió hacia Graves.

─Bien, la Sección F del EOE tiene más de cien agentes en Francia ─empezó diciendo Graves─; en realidad, prácticamente todos nuestros hombres están allí. Y a sus órdenes, por supuesto, hay miles de combatientes franceses de la Resistencia. Durante las últimas semanas, les hemos arrojado en paracaídas cientos de toneladas de armas, municiones y explosivos.

Era la respuesta de un burócrata, pensó Paul; lo decía todo y no decía nada. Graves no había acabado, pero Monty lo atajó con una pregunta clave:

─¿Hasta qué punto son efectivos?

El funcionario titubeó, y Fortescue no perdió la oportunidad de meter baza:

─Mi expectativas son modestas ─dijo─. Los resultados del Ejecutivo son, como mucho, desiguales.

Aquello tenía una doble lectura, comprendió Paul. Los espías profesionales a la antigua usanza odiaban a los recién llegados del EOE y su estilo de aventureros. Cuando la Resistencia atentaba contra alguna instalación alemana, desencadenaba investigaciones de la Gestapo que a menudo dejaban fuera de circulación a agentes del M16. Paul estaba con el Ejecutivo; a fin de cuentas, la guerra consistía en darle al enemigo donde más le dolía.

¿De eso se trataba? ¿De un rifirrafe entre el M16 y el EOE? ─ ¿Algún motivo en particular para su pesimismo? ─preguntó Monty a Fortescue.

─El desastre de anoche, sin ir más lejos ─respondió Fortescue sin darle tiempo a acabar─. Un grupo de la Resistencia al mando de un agente del Ejecutivo atacó una central telefónica próxima a Reims.

El general Pickford tomó la palabra por primera vez:

─Creía que habíamos decidido no atacar las centrales telefónicas. Nos van a hacer mucha falta si la invasión tiene éxito.

─Efectivamente ─le respondió Monty─. Pero Sainte-Cécile es caso aparte. Constituye un nodo de acceso para la nueva ruta de cable hacia Alemania. La mayor parte de las comunicaciones por teléfono y teletipo entre el Alto Mando en Berlín y las fuerzas alemanas de Francia pasa por ese edificio. Inutilizarlo no nos causaría gran perjuicio, teniendo en cuenta que no es a Alemania a donde necesitaremos llamar; en cambio, desbarataría completamente el sistema de comunicaciones del enemigo.

─Utilizarán la comunicación por radio ─observó Pickford.

─Exacto ─dijo Monty─. Lo que nos permitirá leer sus mensajes.

─Gracias a nuestros especialistas en códigos de Bletchley ─ terció Fortescue.

Paul era una de las contadas personas que sabía que el servicio secreto británico había descifrado los códigos que usaban los alemanes, lo que le permitía interpretar buena parte de los mensajes por radio del enemigo. El hecho era motivo de orgullo en el M16, por más que el mérito no correspondía al personal de inteligencia, sino a un grupo informal de matemáticos y entusiastas de los crucigramas, muchos de los cuales habrían sido arrestados si hubieran entrado en una dependencia del M16 en otros tiempos. Sir Stewart Menzies, el aristocrático director del servicio secreto, odiaba a los intelectuales, los comunistas y los homosexuales, grupos que podían reivindicar con idéntico derecho a Alan Turing, el genio matemático que coordinaba al equipo de criptógrafos.

No obstante, Pickford tenía razón: si los alemanes se veían imposibilitados de usar las líneas telefónicas, tendrían que comunicarse por radio, y los aliados se enterarían de sus conversaciones. Destruir la central telefónica de Sainte-Cécile proporcionaría a los aliados una ventaja crucial.

Pero la misión había fracasado.

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