Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (26 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Nació en 1889 en Moritz (inútil buscar en el mapa), cerca de Riesa (tampoco el mapa resuelve), en la Sajonia alemana, hijo de una familia de obreros agrícolas que trabajaban en un molino. Max Hölz fue otro de los jóvenes alemanes que entraron con el fin de siglo en un mundo agrario y trataron de huir de él, sólo para ser atrapados por la sociedad industrial que pretendió moldearlos a golpes de martillo.

A los dos años, la familia, cargando con el joven vástago, se mudó a Hirchstein a la búsqueda de aires nuevos y sólo encontró aires más rancios, y trabajo de peones en las tierras de un latifundista. A los catorce años, Max celebró el arribo a la adolescencia con una fuga del hogar que duró poco. Al mes regresó a la casa familiar gravemente enfermo, con un envenenamiento en la sangre que casi provoca que le tengan que amputar un brazo. Sin embargo, esta fuga inicial le revela su vocación de tránsfuga, Max Hölz ya no podrá detenerse. Sus años de juventud hacen historias que pueden contarse sin dificultad y en las que no hay tragedia ni encanto, sólo vagabundeo constante. Un ir y venir por los empleos, las ciudades, los oficios, los destinos truncados. La supervivencia como sentido de la vida. Ni siquiera puede hacerse de una profesión.

Trabaja como sirviente en varios lugares de Sajonia. No hace el servicio militar por estar tuberculoso. Va a dar a Falkenstein, una villa industrial en el Vogtland que años después será escenario de sus mejores hazañas, pero que hoy se le presenta como un cementerio. Trabaja por las noches en un cine (¿ahí se fabrican los futuros sueños?). Más tarde será aprendiz de chófer. Luego, para seguir moviéndose, aceptará una proposición que termina llevándolo a Inglaterra. Todo es huir, cambiar de empleo sin encontrar oficio, cambiar de vida sin encontrarla. En Inglaterra se hace evangelista, probablemente por motivos estrictamente económicos. Se queda sin empleo fijo. Con un poco de suerte encuentra pequeños trabajos temporales en los que pule suelos y lava ventanas. Finalmente encuentra trabajo en una empresa de construcción de piezas de ferrocarril. En Chelsea asiste como estudiante externo a unos cursos de educación técnica para obreros. No los termina. El tiempo va pasando junto a él. En diez años ha huido de todas partes, ha tenido veinte empleos, ha paseado su miseria por dos países. Ya no hay sueños. Poco antes de iniciarse la guerra mundial, Max regresa a Sajonia. Se establece en Falkenstein y se casa con Clara. Tiene veinticinco años. Cuando en 1914 se inicia la contienda, es un excelente candidato para ser ocupante de una más de las anónimas tumbas que habrán de ser cavadas en Francia al borde de una trinchera.

Los mismos que lo declararon inepto para el servicio militar por la tuberculosis, hoy lo reclutan de inmediato. La guerra traga todo, consume seres humanos, cosechas de trigo, toneladas de acero. Engulle todo lo que le permite mantener en activo la carnicería.

Max tiene veintiocho años cuando en 1917 es destinado al frente occidental. Una buena edad para morir.

Como se ha visto, no hay biografía previa. No hay indicios de dónde saldrá la sobrehumana audacia, la habilidad para burlar la muerte jugando al escondite, la terquedad y la tozudez. Sólo los niños de la aristocracia y la pequeña burguesía ilustrada, y por razones diferentes, obtienen biógrafos que narren las hazañas de la infancia. En el mundo proletario no hay recuento de amores infantiles, de primeras locuras, de masturbaciones precoces o señas de heroísmo. No hay ni siquiera reloj que indique cómo el adolescente Hölz aprendió en la infancia el arte de la puntualidad en el encuentro con la revolución.

La historia empieza a los veintiocho años.

La rutina de la masacre se rompe un día. Un oficial le ordena al soldado Hölz que mantenga bajo vigilancia, pero sin dirigirle la palabra, a un «traidor»; ese tipo que ha sido enviado al frente como prisionero porque se opone a la guerra. Max incumple la orden. Unas primeras palabras con Georg Schumann y la conversación ya no puede detenerse. Georg es un socialista, editor de la
Leipziger Volkszeitung
, ansioso de romper el infierno de silencio al que ha sido condenado. Hölz lo coloca ante su pasado, Schumann lo reexplica, lo desenvuelve, le habla de leyes sociales, de clases, rompe con la buena y la mala suerte. Reinterpretada por Schumann, la historia de Hölz se vuelve parte de un paisaje público de explotación e injusticia social; la historia privada se vincula con la historia de los otros, con la gran historia de Alemania, con los accidentales desastres de la historia del vecino, con los fríos del compañero de turno, con las angustias del camarada que viaja con uno en el tranvía. Max se ve bombardeado por un alud de nuevas ideas.

Mientras tanto, en el frente oriental se producen acontecimientos que van a transformar la vida del soldado Hölz. En Rusia estalla la revolución. Febrero, octubre, soviets, obreros armados (¿cómo son las calles de Petrogrado? ¿Trotski tiene barba? ¿Qué dice exactamente el decreto sobre la guerra? ¿Van a tener capataces en las fábricas? ¿Son necesarios los chóferes en el socialismo? ¿Los porteros de los cines?). Schumann se las arregla para mantenerse informado y comparte con Max las gloriosas nuevas.

Cuando la comprensión del mundo en que ha vivido se está reordenando en la cabeza de Max, el mundo exterior se vuelve loco. Se inicia la ofensiva del otoño del 18. Toneladas de obuses caen sobre las trincheras. Los cadáveres pasan ante él arrastrados por camilleros sonámbulos que chapotean en el lodo. Hölz es afortunadamente alcanzado por una bala que lo hiere en un pie, y la herida permite que lo saquen de la carnicería y su evacuación a un hospital en el sur de Alemania. Queda incapacitado para luchar, Max piensa que ha terminado su vida de soldado. No anticipa que esa incapacidad no le impedirá combatir militarmente otra guerra de carácter radicalmente diferente, que se iniciará en los siguientes años. Le dan una pensión de cuarenta marcos y lo envían a casa.

II

Su regreso de Alsacia hacia Sajonia coincide con el desmoronamiento de la monarquía alemana. El 4 de noviembre se inicia la revuelta de los marinos de Kiel, el 9 abdica el káiser. Entre estas dos fechas que señalan el comienzo de la revolución alemana de 1918, Hölz inicia el regreso al hogar. Viaja en un tren que es ocupado por millares de desertores. Tiene que meterse en el baño junto con otros compañeros para encontrar un lugar donde dormir y pasar las horas. El espectáculo en cada estación de los militares insurrectos lo va llenando de júbilo:

«Comencé a sentir el enorme poder de la multitud, que era capaz de marchar hacia adelante y actuar sin oficiales», escribiría años después.

Quiere detenerse y compartir las tareas de derribar al viejo régimen, pero sabe que su esposa Clara se encuentra enferma y le urge llegar a Falkenstein. En las estaciones donde el tren se detiene, Hölz ve formarse los primeros Consejos de soldados: Frankfurt, Kassel, Halle...

Un Max Hölz derrengado y enfebrecido llega a Falkenstein el 9 de noviembre de 1918 para dar inicio a una nueva historia. Antes de ir a su casa, en la estación del tren, pregunta si existe ya un consejo de obreros y soldados. Por esos rumbos nadie ha oído hablar de tal cosa. Sin perder tiempo, Max hace carteles a mano convocando a una reunión para formar el consejo, los pega en la estación y en el ayuntamiento. Luego marcha a ver a Clara.

En la tarde, respondiendo a su llamado, treinta soldados se reúnen; entre ellos el dirigente local del Partido Socialdemócrata Independiente Alemán (USPD), Storl. El consejo se integra, pero Max y Storl se enfrentan; ambos reclaman la iniciativa. Max por haber convocado al consejo, Storl por ser el presidente local del USPD. La reunión concilia y los nombra a ambos presidentes del Consejo de Obreros y Soldados. Exigen y obtienen una oficina en el ayuntamiento. Hölz se traslada a Leipzig con un grupo de hombres para conseguir armas. Obtiene de los miembros del Consejo local algunos rifles. Cuando regresa a Falkenstein, ha sido destituido por su copresidente. Pero Hölz es ya un nuevo personaje, de esos que, como dice Nazim Hikmet, han sido arrojados a la superficie desde el fondo del océano por la tormenta. Toda su energía tiene un sentido: la revolución. Si no lo quieren en el Consejo de Obreros y Soldados, hay otras muchas cosas que hacer. Se pone a disposición del diario del USPD, el
Vogtländishche Volkszeitung
. Su trabajo es conseguir suscripciones. De las que obtiene se le paga un mísero sueldo. Se traslada a Plauen, se afilia al USPD. Organiza mítines para la campaña electoral. Organiza secciones en los pueblos de la comarca. Trabaja para una revolución que ha dejado de serlo. La revolución de los consejos se ha convertido en una democracia parlamentaria que negocia con el capital, pero no por eso hay que rendirse. Aunque la revolución se escurra, se le esté escabullendo, ocultando, escapando de las manos, como una esperanza hecha agua. Los socialistas mayoritarios (SPD) la están escamoteando. Los consejos que ellos controlan ceden el poder a una república burguesa. En enero de 1919 se produce el primer gran enfrentamiento. El ala más radical del movimiento obrero se levanta en armas en Berlín. Los espartaquistas declaran la insurrección. Hölz se maldice, debería estar en Berlín y no en Sajonia. La revolución fracasa, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht son asesinados. Hölz se enfurece, se enfrenta con los dirigentes locales del SPD, la discusión termina a golpes. No hay debate más convincente. De poco sirve: la revolución se ha perdido. Un socialista mayoritario, Ebert, es electo el 11 de febrero presidente del Reich, los socialistas son los cancerberos (los perros de caseta, si uno no es adepto a las fórmulas mitológicas tan en boga en esos días) de la república burguesa. Los socialistas independientes no se atreven a romper con ellos.

Hölz busca desesperadamente un punto de apoyo. Le escribe a su amigo Georg Schumann, que se ha convertido en espartaquista; le pide que venga a Sajonia a hacer mítines. Quiere que le explique a la gente lo que él no puede explicar con claridad: que eso, esto, lo que hoy existe, tiene que ser destruido para dar paso a una república de trabajadores. No es el único que piensa así. En abril y mayo, comunistas, anarquistas, socialistas independientes, declaran la república de los consejos en el sur de Alemania, en Baviera. Pero esa revolución también muere ante las bayonetas de los ejércitos blancos y la complicidad del gobierno del SPD.

III

En la primavera de 1919, un Max Hölz buscando cada vez más un proyecto propio funda la sección local del Partido Comunista de Alemania (KPD) en Falkenstein. El KPD había nacido en los últimos días de 1918 fusionando a los espartaquistas y a los nuevos seguidores de la Revolución rusa. No es suficiente. Hölz se desespera, el KPD de Falkenstein tiene que actuar.

Max Hölz vuelve la vista en torno a sí. Contempla una zona industrial destruida, en quiebra, millares de obreros desocupados. En la región, tres o cuatro mil al menos. Es invitado a intervenir en un mitin de trabajadores despedidos. El ambiente es tenso. En ese invierno han muerto obreros de hambre y frío. Max invita a la acción directa, a pasar al combate, al lenguaje de los actos. De la palabra vertiginosamente transita a la organización de una manifestación en las puertas del salón donde se celebraba el acto. La marcha avanza sobre el ayuntamiento y lo toma. Se crea el Consejo de Trabajadores Desempleados de Falkenstein. Se exige carbón, comida. Y se exige amenazando con tomarlos. El alcalde reacciona y pide ayuda militar a Dresde. Hölz es acusado de incitar al motín. Años más tarde diría: «Me vi obligado a intervenir más emocional que radicalmente en acciones que estaban bastante alejadas de las tradiciones burguesas». No hay tal cosa; en esos llamados incendiarios, en anteponer la acción, se encuentra el nacimiento del «estilo Hölz».

El ejército impone el estado de sitio, toma la ciudad, son detenidos varios miembros del Consejo de Desempleados. Hölz se escabulle, pero no se aleja demasiado. Nuevamente el «estilo Hölz». Siempre hay que estar cerca de donde la acción puede resurgir, en la huida siempre hay que mantener la vista y la distancia corta, no hay que alejarse de los compañeros, aunque sí de la policía. Toda una teoría de las distancias en esto de la lucha social.

Las autoridades fijan una recompensa de dos mil marcos por la captura de Hölz. Max decide pasar al contraataque; a la cabeza de un grupo de desempleados que ha reunido precipitadamente, avanza cantando sobre el ayuntamiento que ha puesto precio a su libertad. En la puerta los soldados han montado un par de ametralladoras. Actuando como si el poder se encontrara en sus manos, Max le pide aclaraciones al oficial a cargo del estado de sitio, acusa al alcalde de haber inventado lo del motín, exige al ejército que abandone el pueblo, no hay razones para que Falkenstein se encuentre ocupado militarmente. El oficial desconcertado solicita dos horas para poder consultar con sus superiores. La multitud se ha reunido mientras tanto y ha cercado el ayuntamiento. Hölz dirige un asalto que mucho tiene de operístico. Los obreros tiran al suelo las ametralladoras, fraternizan con los soldados, los rodean, y a varios les quitan los fusiles (¿de buena manera?, ¿sonriendo?, ¿haciendo válida la máxima de que la muchedumbre es sabia?, ¿o dando con el codo y enseñando la culata de la pistola en el bolsillo?). El ejército se retira, el pueblo amotinado detiene al alcalde. Se exige la liberación de los miembros del consejo de desempleados, el alcalde es rehén de la petición. Desde las ocho de la mañana en que se produce la ocupación del ayuntamiento hasta las seis de la tarde en que liberan a los presos, los obreros son dueños de la ciudad. Se produce un empate y con él una tregua. El consejo se hace cargo de la distribución gratuita de carbón y comida a los desempleados, en colaboración forzosa con el ayuntamiento. Luego seguirán varias semanas de paz. Pero Hölz y sus muchachos van más allá y confiscan comida en los hogares de los patrones para distribuirla en las casas de los miserables. No basta. Hölz y los militantes del consejo comienzan a llevar la organización hacia los pueblos vecinos. Durante un mitin en Treuen, un viejo granjero se acerca titubeando a los oradores para pedir ayuda. Lo invitan a subir al estrado. Narra que el propietario de la granja donde trabaja le rebajó el salario. Cuando protestó, el patrón contestó: «¡Ve y pídele a Hölz el dinero!».

Max disfruta la respuesta del burgués. Esa misma noche le escribe una carta al terrateniente diciéndole que le entregue instantáneamente al mensajero diez mil marcos, dinero que será usado para aumentar el salario de sus peones; «le escribí que si desobedecía nuestras órdenes sacaríamos sus caballos de los establos, los venderíamos y usaríamos el dinero para pagar a sus peones. El latifundista envió el dinero de inmediato».

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