Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (27 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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A partir de esta experiencia deliciosa, Hölz y sus hombres comienzan a multar a los capitalistas de la región con la amenaza de aplicarles la acción directa si no pagan. Con el dinero obtenido se financia el reparto de comida para los desocupados. Las cocinas colectivas florecen en la región de Vogtland. Grupos de revolucionarios recorren las casas de los obreros despedidos entregando dinero, carbón, ropa y comida. Se reparten cerca de un millón de marcos obtenidos de las multas al capital.

La experiencia libertaria, el doble poder, llega a su fin. El 3 de julio de 1919 un regimiento del ejército invade Falkenstein. Con el pretexto de que al entrar en la ciudad se ha disparado contra ellos, registran las casas de los comunistas. El blanco de la operación es Max Hölz, el dirigente del consejo. Cien soldados cercan su casa, tiran bombas de mano en el jardín, ametrallan la chimenea. Max los observa desde una loma cercana. Sin sonreír, pero sin angustia. Es mucho mejor que se ametralle una chimenea que a un hombre.

Durante varias semanas se desata contra él una tremenda persecución policíaca. Permanece clandestino en la zona, cambiando de casa constantemente, viviendo en los hogares de sus amigos, obreros sin trabajo. Habla en mítines en otras poblaciones de la Alemania Central utilizando un nombre falso. Cuando se encuentra en Falkenstein o en sus inmediaciones evade fácilmente al ejército.

Pasa ante los soldados, que no lo conocen, con la complicidad del pueblo. Es un fantasma ante cientos de ojos que simulan ceguera (¿el pez en el agua?, ¿el nuevo rey mago que reparte billetes entre sus súbditos?). Tiene un rostro vulgar, sin distintivos. Es un obrero que parece obrero. Cara tosca, bigote que se deja y quita, pero hirsuto, cubierto por una gorra, una boina bajo la cual sólo de vez en cuando la cara anodina muestra una sonrisa; rasgos fuertes, cuadrado de estampa, levemente encorvado de tanto barrer suelos, meterse de cabeza en las trincheras, palear nieve.

El 21 de julio el ejército abandona Falkenstein tras haber fracasado en su ocupación de tres semanas. Menos tardan los camiones militares en irse que Max en movilizarse. Al atardecer, Max Hölz se presenta en el ayuntamiento con un grupo de amigos, minutos después se celebra un mitin con cientos de desempleados.

El «estilo Hölz» se precisa: sus mayores cualidades, la velocidad con la que reacciona frente a los sucesos, su conocimiento del pueblo y del terreno, su increíble audacia. La milicia local, integrada por la pequeña burguesía de la ciudad, comete el error de atacar el mitin, y es derrotada por los obreros y los desempleados que no sólo los hacen correr, sino que les quitan las armas.

Se abren conversaciones. El gobierno exige que se disuelva el Consejo de Desempleados o amenaza con dejar permanentemente en Falkenstein un destacamento del ejército y perpetuar el estado de sitio. Max peca de inexperiencia, descuida la espalda mientras negocia. Cuando las comisiones están discutiendo en el ayuntamiento, las tropas entran nuevamente en la ciudad y cercan la plaza Mayor. Se proclama la ley marcial. Los soldados bajan de los transportes fusil en mano y entran en el ayuntamiento para arrestar a Max Hölz. Los obreros salen al encuentro, se llega al cuerpo a cuerpo. No hay disparos, por ahora sólo empujones, discusiones agrias, forcejeos; los obreros presionan a los soldados. Hölz es arrestado, la multitud lo libera. Como si la lucha de clases se hubiera trocado en una comedia de Laurel y Hardy, se multiplican los equívocos: idas y vueltas, manifestaciones, negociaciones, abundantes forcejeos, conatos de violencia, pistolas que salen a relucir pero no se disparan. Max es rescatado y en medio de la multitud sacado del centro de la ciudad. Tiene que huir.

IV

Han pasado apenas ocho meses desde que Max Hölz se bajó del tren en Falkenstein, cojeando por una herida en el pie y vestido con el uniforme de un ejército que se trocaba en una fuerza de la revolución. Tan sólo ocho meses. ¿Cuál es el balance? ¿Cuentan más las victorias que las derrotas? ¿En las historias de los eternos derrotados, los momentos de gloria valen doble? ¿Quién puede quitar la memoria a los que la adquirieron? ¿Se huele aún la sopa de aquellas cocinas colectivas? Por ahora hay que tomar distancia. Primero varias semanas en la cercana localidad de Auerbach. Tiene que volver a huir. La policía y el ejército se acercan demasiado. El nuevo destino es la ciudad de Hof en la Baviera del sur de Alemania, donde aún están frescas las huellas de la matanza que acabó con la república de los consejos. Max, en el anonimato, busca un empleo, enlaza con algunos camaradas, ronda como sonámbulo por la ciudad. No resiste mucho tiempo encerrado en la soledad, busca a la multitud como se busca a la tribu, la familia. Asiste a un mitin de los socialistas independientes; debería quedarse callado, pero lo suyo no es el silencio, toma la palabra y propone que se boicotee a las empresas mineras del Ruhr, en la zona de ocupación francesa. Los desempleados no deben acudir allá a trabajar en las minas cuando la zona hierve de desempleo; y si van, no deben aceptar salarios inferiores a las tarifas fijadas por los sindicatos locales. Y desde luego ofrece una respuesta al desempleo: no buscar trabajo en otras partes de Alemania; algo más simple, organizar a los desempleados y pasar a la acción directa. Los socialistas del USPD lo acusan de provocador policíaco, lo denuncian. Es un agente al servicio del capital. Revelan su identidad al descubrirlo: ¡Es Max Hölz! La cobertura que lo mantiene clandestino vuela hecha pedazos. Una hora más tarde la policía lo detiene. Para su fortuna, en el lugar donde está cenando hay varios obreros que lo reconocen y lo rescatan de manos de los agentes, le cubren las espaldas mientras corre por las calles de Hof.

Una nueva lección. Si va a abrir la boca en un mitin debe tener garantizada la salida, o la fuerza de las pistolas, para sostener sus palabras. Una variante de la lección: no se te ocurra ir a comer a restaurantes de clase media, allí no habrá obreros que te rescaten.

Poco después, en Hof hay elecciones para el consejo obrero local. Los comunistas derrotan por 1303 votos de delegados al USP, que sólo tiene 264, y a los socialistas mayoritarios del SPD, que se quedan con 209. Hölz no puede regresar a gozar esta victoria indirecta; está vigente la recompensa de dos mil marcos que ha ofrecido el gobierno de Sajonia, y los policías de Baviera quieren cobrarla.

Hölz va a dar al pueblo de Oberhotzau, ahí se esconde. Cuando está a punto de volverse loco a causa de la soledad y el aislamiento, de la inacción, aparece como una bendición su gran amigo de Falkenstein: Paul Popp, uno de los mejores combatientes del Consejo de Desempleados; viene comisionado por el KPD con papeles falsos para Max, que le ofrecen dos nuevas personalidades: puede ser Werner o Sturm (todo un lujo ese doble juego de documentación ilegal). Con los nuevos papeles, Max recorre la Alemania central dando mítines para el KDP. Pronto es desenmascarado por los socialistas del SPD y señalado el falso Sturm como Max Hölz. En Leuna, durante uno de esos actos, la policía intenta arrestarlo. Cuando siente sobre su brazo la mano de uno de los agentes se suelta, sube a un banco y grita:

«¡Trabajadores! ¿Van a permitir que me arresten?».

En el motín que se organiza a continuación, se fuga.

Vieja lección reaprendida: nunca se está solo. La multitud no está formada por rostros anónimos vistos desde un estrado. Son tipos como uno, listos a intervenir y a pasar de espectadores a actores.

Se acaba la tregua, hay que volver a ocultarse. Tiene que abandonar la Alemania central. En Halle se entrevista con el dirigente comunista Otto Rühle, miembro del ala izquierda del KPD, quien le ordena se tome unas «vacaciones teóricas». Max, el hombre de acción, tiene que aprender la teoría luminosa de la revolución. El partido lo incorpora a un curso de formación para militantes comunistas que se realiza en el pueblo de Walsrode, impartido por el propio Rühle. Durante seis semanas, Hölz disfruta (¿goza o se le impone?) de una extraña paz. Mientras tanto, aumenta de precio: en el Vogtland y la Alemania Central la recompensa por su detención ha aumentado a cinco mil marcos.

Al fin el curso termina. Max no hablará mucho en sus memorias (más bien nada) del rollo teórico recibido en esos días. No hay recuerdos de Marx, Engels o Lenin, no hay reflexiones sobre plusvalía o imperialismo; no hay registro de la teoría del valor o la negación hegeliana.

Decide prolongar las vacaciones y visita a su familia en Ilten, pero una indiscreción de su esposa Clara conduce a la policía hasta el domicilio. Lo detienen. No hay nadie ahora a quien apelar.

Max es encerrado en la prisión de Burgdorf cerca de Hannover, a la espera de ser trasladado a Plauen, donde será juzgado. Un descuido de los carceleros le permite enviar una carta a sus amigos en el Vogtland. Los amigos, como siempre en la agitada biografía de Max Hölz, no tardan en llegar.

«Puntuales, en el minuto exacto, cinco hombres arriesgados llegaron a Burgdorf. Uno de ellos era un cazador furtivo famoso por no saber lo que era el miedo», diría Max en su futura biografía.

Los amigos actúan bajo un plan concebido por el propio Hölz desde la celda: el grupo simularía estar entregando un prisionero y cuando los guardias abrieran las puertas irrumpirían en la cárcel a punta de pistola.

Max había esperado todo el día muy inquieto. De repente, oye ruidos y teme que sus compañeros hayan modificado el plan y estén tratando de aserrar los barrotes de la celda que dan a la calle.

«Repentinamente hubo un ruido terrible. Oí gritos, puertas que eran destrozadas, ventanas que se rompían, incluso tiros, La puerta de mi celda se abrió abruptamente. Mis camaradas gritaron: “¡Max, estás libre!”».

Los amigos cumplen.

En medio del tiroteo el grupo se escabulle por las apacibles calles de la villa de Burgdorf; entre parejas de enamorados clandestinos y bebedores nocturnos.

Después de esta escapatoria milagrosa, Max sigue tentando a la suerte (¿o no existe tal cosa llamada tentación, sino que es la suerte la que lo tienta a uno?; ¿o no se trata de suerte, sino de un método irracional de colocarse en los lugares donde no se debería estar, de violentar el sentido común y la racionalidad policíaca?) e interviene en un mitin en Hannover, días después en Leuna, donde la policía había intentado detenerlo dos meses antes.

V

No dura demasiado el vagabundeo, y Max regresa a la zona del Vogtland en Sajonia. Su corazón no le permite alejarse demasiado de la región de Falkenstein. Max es un comunista sentimental, un revolucionario de patria chica. Lo suyo no es huir, aunque tampoco puede permanecer a la luz o será detenido. «¿No puedo?», se pregunta.

Encuentra un escondrijo, comienza a leer más regularmente textos políticos. No habrá registro en su futura autobiografía de esas lecturas. No deben de haberle interesado en exceso. Max sólo estudia teoría política cuando no puede hacer otras cosas. Frecuentemente se dan noticias en la prensa y la radio de su detención. Sus familiares reciben telegramas de condolencia y solidaridad que Max lee con gran placer. Pero la cacería no lo inmoviliza. Varias veces interviene en mítines en poblaciones del Vogtland; varias veces está a punto de ser detenido.

El 22 de Octubre de 1919 (¿es posible que no haya pasado ni siquiera un año todavía desde su regreso a Falkenstein?) se celebra un mitin del Consejo de Desempleados.

Conociéndolo bien, sus camaradas le prohíben asistir. El propio Max está convencido de que no debe presentarse en el acto, que no hay motivos para el suicidio, ni para forzar en exceso la fortuna. A las ocho de la noche un compañero le lleva el periódico a su escondite. Las autoridades parecen intuir algo, la recompensa por su cabeza ha sido aumentada. «Eso me estimuló a causarle un poco de excitación a los burgueses, a los espías y a los policías de Falkenstein».

El archiperseguido Max Hölz hace su teatral aparición en el mitin entrando desde el jardín por una ventana abierta. En medio de la sorpresa pronuncia un breve discurso ante millares de rostros en los que se mezcla el placer y el desconcierto. Cuando en el aire aún queda el eco de su última palabra y apenas comienzan a juntarse las palmas de las manos de los obreros para el primer aplauso, Max se arroja de nuevo por la ventana, rueda por la hierba y se aleja del local.

«Caminé en silencio por las calles. Los paseantes se detenían y se quedaban sorprendidos. Fui hacia la estación de policía en el ayuntamiento; estaba llena de agentes. Grité con fuerza: “¡Buenos días! ¿Está todo bien?” Fue un momento fantástico. Los oficiales estaban tan sorprendidos que no se movieron de sus lugares».

Paseando por Falkenstein, Max se encuentra con su amigo Paul Popp. El famoso Paul, el amigo de los amigos. Alguien con quien contar en estos últimos vertiginosos diez meses. Hölz atrae a gente así como un enorme imán; los descubre silenciosos en la multitud, los lanza a la guerra con él. Paul es quizá el mejor de los compañeros de Max, el que tiene como Max un estilo propio. El mes anterior, fue Paul el que salvó a Max de un cerco policiaco cuando estaba hablando en un mitin. Paul rompió las luces del salón a bastonazos provocando un cortocircuito y en la oscuridad, sólo quebrada por los relámpagos de los disparos del revólver que llevaba en la mano, sacó a Max tomado del brazo e indemne.

Ahora, los dos compadres se abrazan en mitad de la calle. La policía, que se dedica regularmente a impedir toda muestra de efusividad proletaria, se acerca bajo la forma de un par de agentes que intentan detenerlos. Popp saca del interior de su abrigo un garrote y con sólo mostrarlo y mostrarles los dientes los hace huir. Los policías corren a buscar refuerzos mientras los dos alegres compinches se retiran a celebrar el encuentro en la noche de Falkenstein.

Dos semanas después Popp es detenido. Días más tarde, un par de camaradas pistola en mano entran en la prisión y lo liberan. El juez Reitschel, enemigo personal de los obreros rojos, encarcela a la esposa de Paul, a pesar de que la mujer está embarazada y enferma.

Hölz, en ausencia de Paul, decide hacer justicia. Junto con otro camarada localiza al juez Rietschel y en una noche nevada lo apalea sin misericordia, enviándolo al hospital por varias semanas.

Se impone un reposo. Max Hölz se oculta de nuevo. Se inicia 1920.

VI

En el último año, Max ha sido un hombre clave en la zona del Vogtland para el trabajo comunista; ha realizado además decenas de tareas de agitación en toda la Alemania central. Pero no ha participado en la vida interna del KPD; con excepción del breve curso de formación política, ha estado al margen de los debates del partido. Hölz es comunista porque los comunistas quieren hacer la revolución y todos los demás no. Se ha quedado a un lado de discusiones internas y escisiones. No es de extrañar por tanto que le pase desapercibido el III Congreso del KPD en febrero de 1920. El partido se encuentra en una profunda crisis. Siguiendo la tónica de la Internacional Comunista, margina a su ala izquierda y ajusta su proyecto al esquema simplificado de lo que fue el partido bolchevique: partido muy centralizado, parlamentarismo de denuncia, intervención en sindicatos conservadores. El viraje a la derecha pospone la tan anunciada etapa insurreccional. Todo por el partido de masas. Nadie discute con Max estas orientaciones. Sus amigos Schumann y Rühle han quedado separados de la dirección. El KDP de febrero de 1920 no le gustaría demasiado a Max si tuviera tiempo de observarlo.

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