—Qué mal…
—Ya ves. Un drama.
—¿Y qué van a hacer sus padres? ¿Llamarán a la policía?
—No lo sé. Pero imagino que, al ser mayor de edad, no serviría para mucho.
—Es verdad.
—Si se ha ido voluntariamente, como parece, no hay nada que hacer.
En ese instante se abre la puerta de la habitación. Entra Valentina, pero no viene sola. La acompaña Luca Valor. Discuten acaloradamente.
—Espera, Diana. Ha venido mi compañera de cuarto.
—OK.
La chica se gira y mira a los recién llegados. Se están gritando uno al otro. La italiana lo insulta y mira a Paula.
—¡Le he dicho que me dejara tranquila! Que si quería decirte algo, que te llamara por teléfono.
—¡Cómo voy a llamarla por teléfono! ¡Tú estás mal de la cabeza,
italianini
!
—Lo que no es normal es que me hayas seguido desde el comedor y me hayas obligado a abrirte la puerta.
—¡Claro! La españolita no me habría abierto de otra manera.
—¡Pues es tu problema, no el mío!
Paula se levanta de la silla y contempla desafiante al chico.
—¿Qué quieres ahora?
—Nos toca limpiar la cocina —responde Luca sonriente, aunque aún sofocado de la discusión con Valentina.
—¿Qué?
—Lo ha dicho Brenda. Y Margaret está de acuerdo.
—Eso no estaba en el castigo.
—Pues ahora, sí —replica el joven—. Como no hemos ayudado a hacer la comida, nos toca limpiar.
—Pero no hemos ayudado en la cocina porque estábamos limpiando los baños.
—Eso he dicho yo. Pero no me han hecho ni caso.
La chica resopla y vuelve a sentarse delante del ordenador.
—¡No soy la nueva chacha del centro! —exclama, enfadada.
—Venga, españolita, no te mosquees. Estarás conmigo.
—Eso me mosquea todavía más.
—¿Por qué? ¿No soy buena compañía?
Valentina no soporta más la chulería de Luca y, empujándolo, lo saca de la habitación. Luego cierra dando un portazo.
—Estará enamorado de ti, pero es lo peor del mundo —comenta Valentina, lanzándose sobre su cama.
—En lo primero no estoy de acuerdo. En lo segundo, te quedas corta.
—Menudo gilipollas…
Los gestos de Valentina mientras habla hacen sonreír a Paula. Sin embargo, no está nada contenta con la nueva tarea que le han encomendado.
—Ahora tengo que limpiar la cocina… ¡Hay que fastidiarse!
—Es el precio del delito.
—¿Qué delito? Ni que fuera una delincuente…
—Estás al borde de serlo.
—¡Qué dices! Si me tendrían que poner un monumento en la residencia por lo del cubito de hielo.
La italiana se ríe escandalosamente al escuchar a su amiga.
—
Paola
, ya puede ser este tío muy bueno en la cama, porque ser su novia debe parecerse muchísimo a la sensación de meterte desnuda en una piscina de erizos.
—¿Novia? ¡Yo ya tengo novio! ¡Y, aunque no lo tuviera, no querría a Luca Valor ni en sueños!
—Nunca digas nunca.
—En este caso, sí. Nunca será nunca.
—Ya lo veremos, es-pa-ño-li-ta.
Paula mueve la cabeza de un lado para otro y regresa a la conversación de MSN con Diana.
—Perdona, ya estoy aquí, aunque me tengo que volver a ir.
—No pasa nada. Me alegro mucho de haber hablado contigo.
—Lo mismo digo. Espero que se arregle lo de Miriam.
—Te tendré informada.
—Gracias. Ya hablaremos.
—¿Sabes? Echo de menos a las Sugus.
La chica resopla y mira a su alrededor. Se siente vacía. Melancólica. Está lejos de todo lo que quiere. Y el tiempo pasa y va separando de ella lo que la hacía feliz.
—Y yo, Diana. Yo también echo de menos a las Sugus.
Una tarde de diciembre, en un lugar de la ciudad
Entra en la habitación y se sienta en la cama. Diana lo observa. Está muy serio, pensativo, como si se sintiera en parte culpable de lo que ha ocurrido. La relación con su hermana cada vez era más distante, pero sabe que ahora Mario lo está pasando mal. Especialmente sufre por sus padres. Para ellos es muy difícil asimilar la marcha de su hija mayor de la manera en la que se ha producido.
—¿Sigue sin coger el teléfono? —pregunta la chica, que acaba de terminar de hablar por el MSN con Paula.
—Sí. Mi madre le ha mandado un mensaje para que nos diga que por lo menos está bien.
—¿Y ha contestado?
—No —responde, sin apenas voz—. Parece que Miriam tiene ganas de hacernos sufrir.
Diana se levanta y se sienta junto a su novio. Le da un beso en la mejilla y sonríe.
—Ya verás como antes de que acabe el día tenemos noticias de ella.
—Más le vale…, aunque lo dudo.
—A tu hermana se le ha ido la cabeza por completo. Pero creo que sigue teniendo buenos sentimientos. Llamará o dejará un mensaje.
—Yo no estoy tan seguro, ni de lo uno ni de lo otro —comenta cabizbajo—. Se ha llevado las joyas de mi abuela y a mi padre le han desaparecido cincuenta euros.
—¿Qué? ¡No me lo puedo creer…! —exclama Diana, tapándose la boca con las manos.
Cuando el padre de Mario llegó a casa, lo primero que hizo fue ir a su dormitorio a revisar el cajón en el que guardaba el billete. Sospechaba que Miriam necesitaría dinero y que de alguna parte tendría que conseguirlo. No se equivocó en su intuición. Avisó a su mujer y, rápidamente, esta también se dio cuenta de que las figuritas de cristal del baúl estaban colocadas de manera diferente a la habitual. Aquello solo podía significar una cosa: su hija había registrado el cuarto y encontrado la herencia de su madre. Y así fue.
—Yo tampoco puedo creerlo.
—Esto no lo ha podido hacer tu hermana sola. Ella no es así. Alguien ha tenido que obligarla a hacerlo.
—No lo sé —comenta Mario mesando su cabello—. ¿Crees que el novio ese que tiene puede ser el culpable de todo esto?
—¿Fabián Fontana? Tiene muchas papeletas. Si es que de verdad están juntos.
Los dos permanecen un instante en silencio reflexionando. El tema es preocupante. Mario nunca había oído hablar de ese tipo hasta ayer, cuando Diana le contó el rumor que había en torno a Miriam. Si realmente son novios y ella le ha robado a sus padres motivada por él, los problemas serán aún mayores.
—Este asunto no me gusta nada —indica el chico, poniéndose de pie y yendo hasta el ordenador.
—Ni a mí.
—¿Cómo podríamos dar con ese Fabián Fontana?
—¿Quieres encontrarle?
—Claro. Seguramente esté con él.
—Es muy posible. Pero ni siquiera sé cien por cien que sean pareja. Ya te dije que es un rumor que escuché a un tío que es el novio de una de mi clase.
—¿Y podrías hablar con ellos para preguntarles?
—Si quieres me pongo en contacto con la chica, tengo su Tuenti. Aunque no sé si me dirá algo.
—Por intentarlo no perdemos nada.
La chica se levanta y se dirige hasta donde está Mario. Se sienta sobre sus rodillas y le besa en la frente. Continúa serio, aunque en esa ocasión esboza una tímida sonrisa.
—Todo irá bien. Ya lo verás.
—No lo sé. Estoy un poco asustado.
—Es normal. Tu hermana está actuando de una manera muy extraña.
—Que se vaya de casa por una rabieta no es normal. Pero lo peor es que haya robado a mis padres. Tiene que estar muy desesperada para hacer algo así.
Diana contempla cómo brillan sus ojos. Está a punto de echarse a llorar. Sin embargo, aguanta y sonríe. Ella también lo hace y le besa dulcemente en los labios.
No le gusta verlo así. Él, que tan bien se ha portado con ella durante tanto tiempo. Ahora la balanza se ha inclinado hacia el otro lado. Debe ayudarle en lo que pueda.
—Déjame que entre en mi Tuenti, a ver si pillo conectada a Gloria.
—¿Gloria es la de tu clase?
—Sí.
—Vale. Pero espera un segundo —dice, al tiempo que teclea en su PC—. Quiero comprobar antes una cosa.
Mario entra en Facebook y escribe en el buscador el nombre del presunto novio de su hermana. Aparecen varios que se llaman igual. Sin embargo, solo hay uno con el que tiene un amigo en común: Miriam Parra Raspeño.
En ese instante, esa tarde de diciembre, en un lugar alejado de la ciudad
El teléfono vuelve a sonar una vez más. Sin embargo, la chica no lo coge. Son sus padres. Les da pena, pero de momento Miriam tiene decidido no hablar con ellos.
—¿Por qué no contestas y les dices que te dejen en paz de una vez? —le pregunta el joven que está sentado a su lado.
Fabián observa detalladamente las joyas que ella ha robado. No están nada mal. Puede sacar bastante dinero por cada una, sobre todo por la gargantilla.
—Porque no.
—Eres una cabezota.
—Ya lo sé —susurra, melosa.
Y apoya la cabeza en su pecho. A continuación se desliza por el colchón en el que están sentados y busca su boca.
Sin embargo, el chico la esquiva y continúa examinando las joyas.
—Creo que por esto conseguiremos una buena cantidad —comenta, refiriéndose al collar de perlas—. Parecen auténticas.
—Deja eso ahora. Ven.
Miriam se arrima de nuevo a Fabián y comienza a darle pequeños besos en el cuello.
—No tengo ganas ahora.
—¿No?
—No.
El joven se pone de pie, apartando a la chica con la mano. Camina hacia una de las esquinas de la enorme superficie. Allí está la nevera. Saca una cerveza fría y da un trago.
—¿No estás contento de que vaya a vivir contigo?
Fabián no responde. En realidad, que Miriam esté allí le fastidia bastante. Pero, bueno, así tendrá alguien que le limpie la nave y dispondrá de otras posibilidades cuando lo desee. De todas maneras, no renunciará a su forma de vida: hacer lo que quiera y cuando le dé la gana.
El joven regresa hasta donde está sentada la chica y le entrega la lata de cerveza. Esta la acepta, sonríe y bebe.
—Si te vas a quedar aquí un tiempo, tendrás que aceptar unas normas.
—Bien.
—La primera y principal es que el dueño de este sitio soy yo.
La nave en realidad no es suya. Fue una suerte encontrarla vacía y abandonada, y que de momento nadie haya reclamado nada. Seguramente, el propietario de aquel terreno será un tipo con mucho dinero que ni se acordará de ella.
—Eso ya lo sé.
—Y que, por lo tanto, las cosas se hacen a mi manera.
—De acuerdo. Me adaptaré a lo que me digas.
—Eso está perfecto. Que tengas buena disposición es bueno para ambos.
—Estoy segura de que lo pasaremos bien aquí los dos juntos.
—Claro. Muy bien.
El teléfono de Miriam vuelve a sonar. Otra vez son sus padres. Los dos lo miran hasta que Fabián lo agarra. Pulsa el botón rojo y lo desconecta.
—¿Lo has apagado?
—Sí. Me molesta. Cuando quieras hablar con tus padres, lo vuelves a encender y ya está.
—Vale.
Deben estar muy preocupados. Eso, al menos, parecía en el SMS que le han enviado. Pero no piensa dar facilidades. Ellos tienen la culpa de todo lo que está sucediendo. Si no se hubieran metido en su vida y en lo que hace o deja de hacer, las cosas serían diferentes. Ahora, allí, con Fabián, en un sitio enorme para los dos, sí que es verdaderamente feliz.
—Sigamos con las normas.
—Sigamos.
El joven se sienta otra vez al lado de Miriam y la mira fijamente. Esta se pone nerviosa. Sus tremendos ojos celestes le quitan la respiración. Le arrebata la lata de cerveza y da un trago largo. Casi se la termina. Luego se inclina sobre ella y la besa. El sabor amargo de su boca llega hasta su lengua, que juega con la suya intensamente.
—Nunca dirás a nadie dónde está este lugar —le murmura al oído, despegando sus labios un instante.
—Vale. No di…
No tiene tiempo para responder. Fabián vuelve a besarla. Sus manos acarician sus rodillas y avanzan descontroladas.
—Otra cosa.
—Sí, dime —susurra, jadeante.
—Harás lo posible para que esté contento y no me enfade.
—Claro. Pero eso no tiene que ser una norma —consigue decir mientras recibe besos por todo el cuerpo—. Ese es mi único objetivo.
Hace un año y algo, un día de finales de noviembre, en un lugar de la ciudad
Las cuatro en punto. Hace sol todavía, aunque sopla un poquito de viento frío. Y es que, poco a poco, el invierno empieza a acercarse. Paula va bien abrigada; en ese momento tiene calor. Le sudan las manos y a su cabeza no dejan de acudir fragmentos del pasado. Concretamente, de aquel día de marzo en el que lo conoció.
¿Habrá llegado ya Álex al Starbucks?
Abre la puerta de cristal. Hay bastante cola esperando para pedir. No lo ve. Quizá esté arriba. Sube la escalera hasta el salón de la primera planta. Casi todas las mesas están ocupadas, pero ninguna por el escritor. Baja de nuevo y se coloca la última de la fila.
Llega tarde. Eso también le suena de algo. Aquel día el que no acudió a la hora indicada fue Ángel y, gracias a su retraso, conoció a Álex. Lo que es la vida. Si Katia a su vez no hubiera retenido a su exnovio, él habría aparecido a tiempo y no habría conocido al chico al que ahora está esperando, ocho meses después.
«Pero la fuerza del destino nos hizo repetir».
Es su turno. ¿Qué pidió aquella tarde? Un
caramel macchiato
pequeño. La camarera que la atiende sonríe al oír el pedido, el mismo que entonces, y apunta su nombre en un vaso. La chica tamborilea con los dedos sobre la barra y mira el reloj. Las cuatro y trece minutos. ¿Y si no se acuerda de que ha quedado con ella?
—Aquí tiene, Paula —le dice la chica entregándole su café con vainilla y caramelo—. Que pase un buen día.
—Gracias. Igualmente.
No ha sonado muy simpática, más bien seca, pero es que empieza a ponerse algo nerviosa. ¡No puede ser que le pase dos veces lo mismo con dos chicos diferentes!
Coge el bote del azúcar y lo vuelca sobre su vaso. Luego agita la bebida con un palito de madera. Chupa la punta llena de espuma y resopla.
¡Qué capullo! ¡Se va a enterar cuando venga!
Se abre la puerta del Starbucks y un chico con un sombrero blanco le sonríe y se acerca hasta ella.
Pero es un capullo adorable, con la sonrisa más bonita que ha visto nunca.