Circo de los Malditos (35 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
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En las películas, los vampiros no tenían reflejo, ni alma. Jean-Claude se reflejaba. ¿Eso significaría que tenía alma? ¿Me importaba? Decidí que me daba tres leches. Salí dispuesta a entregárselo a Oliver y, de paso, a entregarle San Luis. Empezaba a tramar el asesinato del amo de los vampiros de la ciudad. Una marca más y sería suya para siempre. Y de eso, ni hablar. Prefería verlo muerto, aunque yo muriese con él. No permitiría que nadie me obligara a nada, ni siquiera a vivir eternamente.

CUARENTA Y TRES

Acabé con un vestido de talle bajo que, para colmo de males, me quedaba enorme. Los zapatos eran de mi número, aunque tenían tacón, pero siempre era mejor que ir descalza. Richard puso la calefacción del coche porque me negué a aceptar su abrigo.

Ni siquiera habíamos salido juntos una vez y ya estábamos peleados. Era un récord, incluso para mí.

—Estás viva. —Ya lo había dicho diecisiete veces.

—Pero ¿a qué precio?

—Creo que todas las vidas son valiosas. ¿Tú no?

—No te me pongas filosófico. Me has puesto en manos de los monstruos, y me han utilizado. ¿No te das cuenta de que Jean-Claude estaba buscando una excusa para hacerme esto?

—Te ha salvado la vida. —Al parecer, no tenía más argumentos.

—Pero no lo ha hecho por eso, sino por convertirme en su esclava.

—Un siervo humano no es lo mismo que un esclavo. Prácticamente es lo contrario. Ahora no tendrá ningún poder sobre ti.

—Pero podrá meterse en mi cabeza a su antojo, e invadir mis sueños. No te dejes engañar.

—Sé razonable, por favor.

Lo que faltaba.

—Yo soy la que tiene la muñeca abierta porque el amo de los vampiros de la ciudad ha bebido su sangre.

—Ya lo sé. —Su tono me dio muy mala espina.

—Has estado mirando, pervertido de mierda.

—Tampoco es eso.

—Ah, ¿no? ¿Y qué se supone que es? —Me crucé de brazos y lo miré. Así que por eso alternaba con Jean-Claude: era un mirón.

—Quería asegurarme de que se limitaba a salvarte la vida.

—¿Qué más podía haber hecho? Ha bebido mi sangre, joder, ¿te parece poco?

—Podría haberte violado. —De repente estaba muy concentrado en la carretera.

—Sangraba por la nariz y los ojos, dices. No estaría muy apetecible.

—Toda esa sangre parecía excitarlo.

—¿Lo dices en serio? —pregunté clavándole la mirada. Asintió, y yo sentí que el frío me invadía los huesos—. ¿Qué te hizo pensar que podría violarme?

—Te has despertado en una colcha negra, pero la primera era blanca. Te tumbó encima y empezó a desvestirse. Cuando te quitó la bata había sangre por todas partes, y él hundió la cara con avidez. Otro vampiro le dio un cuchillo pequeño, de oro.

—¿Había más vampiros?

—Era una especie de rito y, al parecer, era importante el público. Te hizo un corte en la muñeca y bebió, pero mientras… te acariciaba el pecho. Le dije que te había llevado para que te salvara, no para que te magreara.

—Ahí debió de montarse la de Dios.

Richard no respondió. Se quedó muy callado.

—¿Qué? —pregunté. Él negó con la cabeza—. Dime qué pasó. Lo digo en serio.

—Jean-Claude levantó la cabeza, con la cara llena de sangre, y dijo: «No he esperado tanto tiempo para arrebatarle lo que quiero que me entregue voluntariamente. Aunque es una tentación». Después volvió a mirarte, y tenía una expresión… Daba miedo. Está verdaderamente convencido de que acabarás por corresponderlo, de que acabarás por… amarlo.

—Los vampiros no aman.

—¿Estás segura?

Lo miré y aparté la vista para mirar por la ventanilla. La luz del sol empezaba a desvanecerse.

—Los vampiros son incapaces de querer.

—¿Cómo lo sabes?

—Jean-Claude no me quiere.

—Quizá te quiera tanto como puede.

Sacudí la cabeza.

—Se ha restregado en mi sangre, me ha hecho un tajo en la muñeca… Esa no es mi idea de querer a alguien.

—Puede que sea la suya.

—Entonces es demasiado retorcida para mi gusto.

—Vale, pero reconoce que tal vez te quiera tanto como un vampiro es capaz de querer.

—No.

—¿No será que te asusta considerar esa posibilidad?

Me concentré en la ventanilla con todas mis fuerzas. No me apetecía mantener aquella conversación. Sólo quería borrar todo lo que había ocurrido aquel día.

—¿O te da miedo otra cosa? —preguntó Richard al cabo de un rato.

—No te entiendo.

—Claro que sí. —Parecía muy seguro. No me conocía lo suficiente para estar tan seguro—. Dilo en voz alta, Anita. Dilo de una vez y dejará de asustarte tanto.

—No tengo nada que decir.

—¿Intentas convencerme de que no lo deseas, ni siquiera un poco? ¿Que no correspondes su amor, ni siquiera en parte?

—No estoy enamorada de él; de eso estoy segura.

—¿Pero?

—Mira que eres cabezota.

—Sí.

—De acuerdo, me siento atraída. ¿Es lo que querías oír?

—Atraída, ¿hasta qué punto?

—Eso no es asunto tuyo.

—Me ha pedido que me mantenga alejado de ti, y quiero saber si estoy inmiscuyéndome en algo. Si te sientes atraída por él, quizá deba mantenerme al margen.

—Es un monstruo, lo sabes. No puedo enamorarme de un monstruo.

—¿Y si fuera humano?

—Seguiría siendo un hijo de puta manipulador que no acepta que las cosas no salgan a su gusto.

—Vale, pero ¿y si fuera humano?

—Si fuera humano, quizá hubiera alguna posibilidad, pero me temo que, por muy vivo que estuviera, seguiría siendo un hijo de la grandísima puta. Me extrañaría que funcionara.

—Pero ni siquiera estás dispuesta a intentarlo porque es un monstruo.

—Está muerto. Es un cadáver ambulante. Da igual lo bueno que esté, o lo atractivo que me parezca: sigue estando muerto, y yo no salgo con cadáveres. Llámame pejiguera si quieres.

—Así que nada de cadáveres.

—Nada de cadáveres.

—¿Qué hay de los licántropos?

—¿Por qué? ¿Intentas enrollarme con tu amigo?

—Es curiosidad, por saber dónde marcas el límite.

—La licantropía es una enfermedad que contraen los supervivientes de ciertos ataques. Sería como culpar a las víctimas de una violación.

—¿Has salido alguna vez con un cambiaformas?

—Nunca se ha presentado la ocasión.

—¿Con qué otros seres no saldrías?

—Supongo que con los que no han sido humanos nunca. La verdad es que no me lo he planteado. ¿A qué viene tanto interés?

—Simple curiosidad.

—¿Por qué sigo sin estar furiosa contigo?

—Igual porque te alegras de estar viva, a pesar del precio.

Entró en el aparcamiento de mi edificio. El coche de Larry ocupaba mi sitio.

—Puede que me alegre de estar viva, pero ya te diré si el precio valía la pena cuando averigüe en qué consiste en realidad.

—¿No crees lo que te ha dicho Jean-Claude?

—No lo creería si me dijera que la hierba es verde.

—Y al final ni siquiera hemos llegado a salir —dijo Richard con una sonrisa.

—Igual podemos volver a intentarlo en otra ocasión.

—Me parece bien.

Abrí la puerta y me quedé tiritando en la calle.

—Pase lo que pase, gracias por haber cuidado de mí. —Vacilé un poco y añadí—: Y no sé qué relación tienes con Jean-Claude, pero rómpela. Aléjate de él o acabarás muerto.

—Buen consejo. Asintió.

—Pero no vas a seguirlo.

—Lo seguiría si pudiera, te lo aseguro.

—¿Qué poder tiene sobre ti?

—Me ha ordenado que no te lo diga.

—También te ha ordenado que no salgas conmigo.

—Será mejor que te vayas, o llegarás tarde al trabajo.

—Y además se me va a congelar el culo y se me va a caer.

—Qué lenguaje más florido.

—Paso demasiado tiempo entre policías.

—En fin. —Puso el coche en marcha—. Que te vaya bien en el trabajo.

—Haré lo que pueda.

Asintió, y cerré la puerta. No parecía dispuesto a explicarme qué lo ataba a Jean-Claude, pero tampoco había ninguna ley que obligue a revelar intimidades la primera vez que se sale con alguien. Además, tenía razón: iba a llegar tarde al trabajo.

Di unos golpecitos en la ventanilla de Larry.

—Voy a cambiarme y ahora mismo bajo.

—¿Quién te ha traído?

—Un tío con el que había quedado. —No di más explicaciones; era más fácil. Y además, casi era verdad.

CUARENTA Y CUATRO

Halloween es el único día del año en que Bert nos permite ir de negro; por lo general le parece un color poco serio para trabajar. Me había puesto unos vaqueros negros y un jersey con una línea de grandes calabazas sonrientes a la altura del estómago. También llevaba una cazadora con cremallera y unas deportivas negras. Hasta la sobaquera y la Browning hacían juego. La pistola de reserva estaba en una funda de cintura, en el pantalón, y llevaba dos cargadores en la bolsa de deporte. El cuchillo que me había dejado en la cueva ya estaba repuesto, y llevaba otros dos adicionales, uno en la espalda y el otro en una funda de tobillo. También llevaba una pistola pequeña en la chaqueta. Nada de risas: la escopeta se había quedado en casa.

Si Jean-Claude se enteraba de que lo había traicionado, me mataría. ¿Percibiría su muerte? ¿La sentiría? Algo me decía que sí.

Cogí la tarjeta que me había dado Karl Inger y marqué el número. Si había que hacerlo, cuanto antes mejor.

—¿Diga?

—¿Hablo con Karl Inger?

—Sí, ¿quién es?

—Anita Blake. Tengo que hablar con Oliver.

—¿Ha decidido entregarnos al amo de los vampiros de la ciudad?

—Sí.

—Espere un momento. Voy a buscar al señor Oliver.

Oí que dejaba el auricular y se alejaba, hasta que se apagó el sonido de sus pasos. El teléfono quedó mudo; mucho mejor que con la música enlatada de marras.

Oí unos pasos que se acercaban.

—Buenas tardes, señorita Blake. Me alegro de que haya llamado.

—El amo de la ciudad es Jean-Claude. —Tragué saliva, y me dolió.

—Lo había descartado. No es tan poderoso.

—Sólo lo finge, se lo aseguro. No es lo que parece.

—¿A qué se debe su cambio de parecer?

—Me ha puesto la tercera marca y quiero liberarme.

—Le advierto que cuando se llevan tres marcas de un vampiro y este muere, se sufre un colapso que puede tener consecuencias letales.

—Quiero liberarme de él —insistí.

—¿Aunque eso le acarree la muerte?

—Si no hay más remedio…

—Me habría gustado conocerla en distintas circunstancias. Es usted una persona fascinante.

—Lo que pasa es que ya he visto demasiado. No estoy dispuesta a permitir que me controle.

—Puede contar conmigo, señorita Blake. Le garantizo que morirá.

—No se lo habría dicho si no lo creyera.

—Agradezco la confianza que deposita en mí.

—Debe saber otra cosa: la lamia ha intentado traicionarlo. Se ha aliado con otro maestro vampiro llamado Alejandro.

—¿Eso es cierto? —Pareció encontrarlo gracioso—. ¿Cómo la habrá convencido?

—Le ha ofrecido la libertad.

—Sí, eso sin duda le habrá resultado tentador. Yo procuro moderar sus desmanes.

—¿Sabe que ha estado intentando reproducirse?

—¿A qué se refiere?

Le hablé de los hombres, y sobre todo del último, el que casi había completado el cambio. Oliver guardó silencio durante un momento.

—Eso ha sido un descuido imperdonable por mi parte. Ya me ocuparé de Melanie y Alejandro.

—Bien. Le agradecería que me llamara mañana para informarme.

—Desea confirmar la muerte de Jean-Claude.

—Sí.

—Recibirá una llamada mía o de Karl. Pero antes, permítame: ¿dónde puedo encontrar a Jean-Claude?

—En el Circo de los Malditos.

—Qué adecuado.

—Es lo único que sé.

—Gracias, señorita Blake, y feliz Halloween.

No pude evitar reírme.

—Va a ser una noche de infarto —dije.

—Desde luego. —Dejó escapar una risa discreta—. Adiós, señorita Blake.

Cuando se cortó la línea me quedé mirando el auricular. No había tenido más remedio. Era necesario. Entonces, ¿por qué se me encogía el estómago? ¿Por qué sentía el impulso de llamar a Jean-Claude para advertirlo? ¿Era por las marcas, o iba a resultar que Richard tenía razón? ¿Estaba enamorada de Jean-Claude de alguna forma extraña y retorcida? Virgen santa, esperaba que no.

CUARENTA Y CINCO

Era noche cerrada, el día de Halloween. Larry y yo habíamos dado cuenta de dos citas y habíamos levantado un zombi cada uno. A él le quedaba uno más, y a mí, tres. Una noche de trabajo normal.

Lo que llevaba Larry no era tan normal. Bert nos había sugerido que nos pusiéramos algo que encajara con la festividad. Yo había elegido el jersey, pero Larry llevaba un peto vaquero, una camisa blanca arremangada, un sombrero de paja y unas camperas. Cuando me quedé mirándolo, me dijo: «Soy Huckleberry Finn, ¿verdad que me pega?».

Con el pelo rojo y las pecas casi daba el pego, en efecto. Se le había manchado la camisa de sangre, pero estábamos en Halloween y mucha gente llevaba sangre falsa. Por una vez, no llamaríamos la atención.

Me sonó el busca. Miré el número, y era el de Dolph. Ya empezamos.

—¿Quién es? —preguntó Larry.

—La policía. Tenemos que buscar una cabina.

—Tenemos tiempo de sobra —dijo tras consultar el reloj del salpicadero—. ¿Paramos en el McDonald’s que hay al lado de la carretera?

—Muy bien. —Esperaba que no fuera otro asesinato; me hacía falta una noche normal y tranquila. Tenía dos frases incrustadas en el cerebro, como una musiquilla pegadiza: «Esta noche morirá Jean-Claude. Lo he traicionado yo».

No me parecía correcto matarlo sin más, a distancia y sin mojarme; no mirarlo a los ojos mientras apretaba el gatillo personalmente; negarle una oportunidad de que me matara él a mí. Ya sabéis, lo de las reglas justas. Pero a la mierda los reparos: era él o yo, ¿no?

Larry dejó el coche en el aparcamiento del McDonald’s.

—Voy a buscar una cocacola mientras haces la llamada —dijo—. ¿Quieres algo? —Sacudí la cabeza—. ¿Qué te pasa?

—Nada. Que espero que no hayan matado a nadie más.

—Dios mío, no se me había ocurrido.

Salimos del coche, y Larry se dirigió al mostrador. Yo me quedé en el vestíbulo, donde estaban las cabinas.

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