—Al habla el sargento Storr —dijo Dolph, tras el tercer timbrazo.
—Soy Anita. ¿Qué pasa?
—Ya hemos averiguado qué empleado del bufete filtraba información a los vampiros.
—Menos mal. Temía que fuera otro asesinato.
—Tienen planes más importantes para esta noche.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pretenden que todos los vampiros de la ciudad se dediquen a matar humanos en Halloween.
—No es posible. Sólo podría ordenar algo así el amo de los vampiros de la ciudad, y sólo si fuera tremendamente poderoso.
—Eso creía yo. Igual es que están como una regadera.
—¿Tienes una descripción de esos vampiros? —Se me había ocurrido una idea espeluznante.
Oí que Dolph pasaba unos papeles antes de contestar.
—Muy bajo, moreno, educado. Ese es el jefe. Iba con otro que abultaba el doble, de estatura mediana. Rasgos indios o mexicanos, el pelo negro, largo.
—¿Dijeron algo sobre los motivos que tenían para matar humanos? —Sujetaba el teléfono con tanta fuerza que me temblaba la mano.
—Desacreditar el vampirismo legal. ¿No te parece un móvil un poco raro para un vampiro?
—Sí. Puede que lo consigan.
—¿Cómo dices?
—Si el maestro vampiro que está al mando consigue matar al amo de la ciudad y ocupar su puesto antes del amanecer, puede salirse con la suya.
—¿Qué podemos hacer?
Me lo pensé un momento. Estuve a punto de pedirle que protegiera a Jean-Claude, pero no podrían hacer gran cosa: tenían que respetar la legislación; nada de brutalidad policial. Era imposible pararle los pies a alguien como Oliver sin matarlo. Lo que se hiciera aquella noche tenía que ser definitivo.
—¿Anita? —insistió Dolph.
—Tengo que dejarte.
—Sabes algo. ¿Qué?
Colgué, apagué el busca y llamé al Circo. Contestó una mujer de voz amable.
—Ha llamado al Circo de los Malditos, donde todas sus pesadillas se convierten en realidad.
—Tengo que hablar con Jean-Claude. Es urgente.
—Lo siento, pero está reunido. ¿Desea dejarle un mensaje?
Tragué saliva para no gritar.
—Soy Anita Blake, la sierva humana de Jean-Claude. Dígale que mueva el culo y se ponga inmediatamente.
—Pero…
—Si no hablo con él, morirá mucha gente.
—De acuerdo, de acuerdo. Me puso en espera con una versión deleznable de «High Flying», de Tom Petty.
—¿Qué hay? —Era Larry, que llegaba con su cocacola.
Sacudí la cabeza y contuve el impulso de dar saltitos de impaciencia; con eso no conseguiría que Jean-Claude se diera más prisa. Me quedé muy quieta, apretándome el estómago con el brazo. ¿Qué había hecho? Por favor, que no fuera demasiado tarde.
—¿Ma petite?
—Gracias a Dios.
—¿Qué pasa?
—Escucha. Hay un maestro vampiro de camino al Circo. Le he dado tu nombre y le he dicho dónde encontrarte. Se llama Oliver y es más antiguo que la tiña; más que Alejandro. De hecho, creo que es su amo. Todo era un plan para engaitarme y conseguir tu puesto, y he picado como una pazguata.
Jean-Claude guardó silencio durante una eternidad.
—¿Me has oído? —pregunté, nerviosa.
—Así que intentabas matarme.
—Ya te lo advertí.
—Pero ahora me previenes. ¿Por qué?
—Oliver quiere controlar la ciudad para mandar a los vampiros a matar humanos. Quiere volver a los viejos tiempos, a la ilegalidad. Dice que el vampirismo legal se extiende demasiado deprisa. Estoy de acuerdo, pero no sabía que pretendiera algo así.
—De modo que ahora traicionas a Oliver para salvar a tus queridos humanos.
—Tampoco es eso. Coño, Jean-Claude, concéntrate en lo que importa. Van para allá; puede que ya hayan llegado. Tienes que ponerte a salvo.
—Para mantener a salvo a los humanos.
—Y también a tus vampiros, ¿o quieres dejarlos a merced de Oliver?
—No. Haré lo que sea necesario,
ma petite
. Por lo menos le plantaremos batalla. —Colgó.
—¿Qué demonios está pasando, Anita? —Larry me miraba con unos ojos desmesurados.
—Ahora no. —Me saqué la tarjeta de Edward de la riñonera y vi que no me quedaba cambio—. ¿Tienes una moneda?
—Claro. —Me la entregó sin hacer más preguntas. Buen chico.
—Por favor, contesta —dije mientras marcaba el número—. Dime que no has salido.
Edward cogió el teléfono al séptimo timbrazo.
—Soy Anita.
—¿Qué pasa?
—¿Te apetece enfrentarte a dos maestros vampiros más antiguos que Nikolaos? —solté. Le oí tragar saliva.
—Tú sí que sabes animar una fiesta. ¿Dónde nos vemos?
—En el Circo de los Malditos. ¿Tienes una escopeta de sobra?
—Aquí no.
—Mierda. Nos vemos en la entrada, cuanto antes. Las cosas se van a poner muy feas.
—Parece una forma divertida de celebrar Halloween.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora, y gracias por invitarme. —Lo decía en serio. Al principio era un asesino normal, pero los humanos le resultaban demasiado fáciles, de modo que se había pasado a los vampiros y los cambiaformas. No se había encontrado con nada que no pudiera matar, y la vida se hace tan aburrida sin metas que perseguir…
Después de colgar, miré a Larry.
—Necesito que me prestes el coche.
—No vas a ningún sitio sin mí. Sólo he oído tu parte de la conversación, pero quiero participar.
Fui a disuadirlo, pero me lo pensé mejor: no había tiempo.
—Está bien. Vamos.
Larry sonrió encantado. El pobre no sabía qué iba a pasar, a qué nos enfrentábamos. Yo sí, y estaba cualquier cosa menos encantada.
Estaba en la entrada del Circo, observando la avalancha de disfraces y humanidad rutilante. Nunca lo había visto tan abarrotado. Edward estaba junto a mí, con una túnica negra y una careta de calavera. La Muerte disfrazada de muerte; tenía su gracia. Se había presentado con un lanzallamas de mochila, una Uzi y a saber qué otras armas. Larry estaba pálido, pero parecía determinado. Llevaba mi pistola pequeña, aunque no sabía manejarla; se la había dejado por si acaso, ya que se negaba a quedarse en el coche. A la semana siguiente, si seguíamos vivos, me lo llevaría a hacer prácticas de tiro.
Una mujer pájaro pasó a nuestro lado, dejando un rastro de olor a plumas y perfume. Tuve que mirarla dos veces para asegurarme de que iba disfrazada; aquella noche, todos los cambiaformas podían pasearse transformados impunemente sin que nadie se diera cuenta.
Era la noche de Halloween y estábamos en el Circo de los Malditos. Todo era posible.
Una mulata esbelta que sólo llevaba un bikini y una máscara recargada se apartó de la multitud y avanzó hacia nosotros. Tuvo que ponerse a mi lado para que hacerse oír con tanto bullicio.
—Jean-Claude me manda a buscarte.
—¿Quién eres?
—Rashida.
—A Rashida le arrancaron un brazo hace dos días. —Le contemplé la piel inmaculada del hombro—. No es posible.
Se levantó la máscara para enseñarme la cara y sonrió.
—Nos curamos muy deprisa.
Sabía que los licántropos se regeneraban con rapidez, pero no suponía que fuera tanta, y menos después de haber acabado en semejante estado. Vivir para ver.
Seguimos el contoneo de sus caderas y nos adentramos en la multitud. Cogí a Larry de la mano para no perderlo.
—No te separes de mí —le dije.
Asintió. Seguí avanzando con él de la mano, como si fuera un niño o un novio. No soportaba la idea de que le pasara nada. No, mentira: no soportaba la idea de que lo mataran. Aquella noche no se podía descartar la muerte.
Edward nos pisaba los talones, silencioso como su homónimo, con ansias de matar algo pronto.
Rashida nos condujo hacia la carpa; probablemente nos dirigíamos al despacho de Jean-Claude.
—Lo siento, pero no quedan entradas —dijo un hombre ataviado con un sombrero de paja y una bata de rayas.
—Soy yo, Perry —dijo Rashida—. El amo los espera —añadió señalando hacia atrás con el pulgar.
El hombre apartó la cortina para que entráramos, y me fijé en que tenía el labio perlado de sudor. La temperatura era elevada, pero me dio la impresión de que no se debía a eso. ¿Qué ocurría dentro de la carpa? No podía ser tan terrible si dejaban entrar a la gente, ¿verdad?
Los focos desprendían calor y una luz intensa. Me estaba asando, pero si me quitaba la chaqueta, la pistola llamaría demasiado la atención, y eso me repateaba.
Habían colgado unas cortinas circulares que ocultaban dos zonas de la pista. Estaban rodeadas de focos y, a cada paso que dábamos, cambiaban de color como un caleidoscopio. No sabía muy bien si eran de tela irisada o se trataba de un efecto de las luces; en cualquier caso, quedaba muy resultón.
Rashida se detuvo junto a la barandilla que contenía a la multitud.
—Jean-Claude quería que todos fuéramos disfrazados, pero no queda tiempo. —Se puso a toquetearme el jersey—. Supongo que basta con que te quites la chaqueta.
Le aparté el jersey y la miré extrañada.
—¿A qué viene eso?
—Estás retrasando el espectáculo. Quítate la chaqueta y ven.
Salvó la barandilla con un salto ágil y avanzó, descalza y despampanante, por el suelo de cemento blanco. Se volvió hacia nosotros y nos hizo señas para que la siguiéramos.
Me quedé en el sitio. No pensaba ir a ninguna parte hasta que alguien me explicara de qué iba aquello. Larry y Edward se quedaron conmigo. El público nos miraba con curiosidad, esperando a que hiciéramos algo interesante.
Seguimos allí plantados.
Rashida desapareció entre las cortinas.
—
¡Anita!
—oí.
Me volví, pero Larry estaba mirando la pista.
—¿Has dicho algo? —le pregunté. Negó con la cabeza.
—¿Anita?
Miré a Edward, pero no era su voz.
—¿Jean-Claude? —susurré.
—Sí,
ma petite
, soy yo.
—¿Dónde estás?
—Detrás de la cortina, donde se ha metido Rashida.
Sacudí la cabeza. La voz sonaba un poco rara, como con eco, pero por lo demás era tan normal como podía ser la voz de Jean-Claude. Probablemente podría hablar con él sin mover los labios, pero prefería no comprobarlo.
—¿Qué pasa? —susurré.
—El señor Oliver y yo hemos sellado un acuerdo entre caballeros.
—No entiendo nada.
—¿Con quién hablas? —preguntó Edward.
—Ya te lo explicaré.
—Ven y te enterarás de todo mientras se lo cuento al público.
—¿Qué has hecho?
—Lo único que podía hacer para salvar vidas. Habrá muertes, pero sólo en la pista, sólo entre nuestras tropas. Hemos pactado que no morirá ningún inocente.
—¿Vais a luchar en la pista como si fuera un espectáculo?
—No podía hacer otra cosa, al menos con tan poco margen para prepararme. Si me lo hubieras advertido hace unos días, podría haber organizado algo.
No me di por aludida, por culpable que me sintiera.
Me quité la chaqueta y la dejé en la barandilla. Los espectadores que estaban suficientemente cerca para ver que llevaba pistola empezaron a cuchichear.
—La lucha se va a librar en la pista —anuncié.
—¿Con público? —preguntó Edward.
—Ya ves.
—No entiendo nada —dijo Larry.
—Tú te quedas aquí.
—Ni hablar.
Aspiré profundamente y dejé escapar el aire poco a poco. Me estaba armando de paciencia.
—No vas armado, no sabes usar una pistola y es mejor que no lo intentes sin haber practicado antes. Quédate aquí. —Sacudió la cabeza—. Por favor, Larry —insistí, tocándole el brazo.
No sé si fue porque se lo había pedido con educación o por la cara que puse, pero el caso es que asintió. Respiré aliviada. Ocurriera lo que ocurriera, Larry no moriría en algo a lo que yo lo hubiera arrastrado. No sería culpa mía.
Salté a la pista, y Edward me siguió sin enredarse demasiado con la túnica. Miré atrás una vez, y vi a Larry aferrado a la barandilla. Ponía cara de cachorro abandonado, pero estaba a salvo y eso era lo que contaba.
Toqué la cortina cambiante y comprobé que eran las luces: de cerca, la tela era blanca. La aparté y entré en el círculo, seguida por Edward.
En el centro había una tarima con un trono. Rashida y Stephen estaban abajo. Reconocí el pelo de Richard y su pecho desnudo antes de que se quitara la máscara, blanca y con una estrella azul en la mejilla. Llevaba un pantalón morisco azul, con chaleco y babuchas a juego. Todos iban disfrazados menos yo.
—Tenía la esperanza de que no llegaras a tiempo —dijo Richard.
—¿Crees que me perdería la fiesta de Halloween más espectacular de todos los tiempos?
—¿Quién es ese? —dijo Stephen, señalando a Edward con un gesto.
—La Muerte —dije. Edward hizo una reverencia.
—Sólo a ti se te podía ocurrir traértelo,
ma petite
.
Subí la vista al estrado. Jean-Claude estaba de pie delante del trono, y por fin se había animado a ponerse la clase de ropa que insinuaban todas sus camisas: tenía todo el aspecto de un cortesano francés. No conocía el nombre de la mitad de las prendas, pero llevaba una casaca negra con bodoques plateados y media esclavina. Los pantalones, de montar, estaban embutidos en unas botas de caña alta con un doblez rematado en encaje. Llevaba una camisa blanca con mucho más encaje en el cuello, que colgaba por encima de la casaca, y un sombrero de ala ancha con un remate de plumas blancas y negras.
Los congregados se apartaron de la escalera para brindarme acceso al trono, aunque no me apetecía demasiado subir. Se oían sonidos fuera de las cortinas, como si se desplazaran objetos pesados. A saber qué escenario estaban montando.
Miré a Edward y vi que estaba observando a los congregados en el círculo, registrando todos los detalles. ¿Buscaba caras conocidas, o posibles víctimas?
Todos estaban disfrazados, pero pocos llevaban máscara. Yasmín y Marguerite estaban en la mitad de la escalera: Yasmín llevaba un sari escarlata, lleno de velos y lentejuelas, que encajaba a la perfección con su piel oscura; Marguerite, un vestido largo con mangas de farol y cuello de puntillas. El vestido era azul oscuro y muy sencillo, sin más adornos, pero el pelo rubio estaba peinado en rizos intrincados que formaban tres moños, uno encima de cada oreja y otro en la coronilla. Igual que Jean-Claude, parecía más vestida para siglos pasados que disfrazada.