Circo de los Malditos (37 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
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Subí hacia ellos. Yasmín se apartó un velo para mostrar la quemadura en forma de cruz que se había hecho cuando nos conocimos.

—Esta noche pagarás por esto —me dijo.

—No serás tú quien me lo cobre.

—De momento, no.

—Te da igual quién gane, ¿verdad?

—Soy leal a Jean-Claude, por supuesto —contestó con una sonrisa sibilina.

—Por supuesto.

—Tanto como tú,
ma petite
. —Lo pronunció despacio, ridiculizando el acento.

La dejé riendo a mis espaldas. Supongo que no era la más indicada para reprochar deslealtades.

A los pies de Jean-Claude había un par de lobos, que me miraron con sus peculiares ojos claros. No había nada de humano en aquellas miradas; eran lobos de verdad. ¿De dónde los habría sacado?

Me detuve a dos escalones del estrado. El semblante de Jean-Claude era inescrutable, vacuo y perfecto.

—Pareces salido de
Los tres mosqueteros
—comenté.

—Cuánta exactitud,
ma petite
.

—¿Eres de esa época? —Me dedicó una sonrisa que podría significar cualquier cosa, o nada en absoluto—. Bueno, ¿qué va a pasar esta noche?


Ven y siéntate a mi lado, en el lugar que corresponde a mi sierva humana
. —Me tendió una mano muy pálida.

Subí, aunque hice caso omiso de la mano. Me hablaba sin palabras, y empezaba a parecerme una tontería insistir en llevarle la contraria; con eso no conseguiría cambiar la realidad.

Un lobo soltó un gruñido casi inaudible. Vacilé.

—No te harán daño. Son mis criaturas.

«Igual que yo», pensé.

Jean-Claude bajó la mano al lobo, que se encogió y la lamió. Lo rodeé cuidadosamente, pero no me hizo ni caso; estaba concentrado en su amo. Se disculpaba por haberme gruñido; habría hecho cualquier cosa por complacerlo, mostrando una humildad perruna.

Me situé a la derecha de Jean-Claude, detrás del lobo.

—Te había elegido un traje precioso.

—Si hacía juego con lo que llevas tú, no me lo habría puesto.

Jean-Claude soltó una risa baja y grave que jugueteó con mis entrañas.

—Quédate aquí con los lobos cuando suelte mi discurso.

—¿De verdad vamos a luchar delante de la gente?

—Claro. —Se puso en pie—. Estamos en el Circo de los Malditos, y es la noche de Halloween. Les vamos a ofrecer un espectáculo sin precedentes.

—Es una locura.

—Probablemente, pero evitará que Oliver derrumbe el edificio con todo el mundo dentro.

—¿Podría hacer eso?

—Eso y mucho más, si no fuera porque hemos acordado restringir el uso de nuestros poderes.

—¿Tú podrías derrumbar el edificio?

—No, pero Oliver no lo sabe. —Por una vez me daba una respuesta directa. Tuve que sonreír, igual que él.

Se recostó en el trono, con una pierna apoyada en el reposabrazos, y se inclinó el sombrero hasta que sólo le quedó la boca a la vista.

—Sigo sin poder creerme que me hayas traicionado —dijo.

—No me dejaste ninguna opción.

—Y ciertamente preferirías verme muerto a llevar la cuarta marca.

—Pues sí.

—Empieza el espectáculo, Anita —susurró.

De repente se apagaron las luces. El público recibió la oscuridad con gritos de sorpresa. Se abrieron las cortinas, y me encontré en el límite de un foco que brillaba como una estrella, iluminando de lleno a Jean-Claude y a sus lobos. Tenía que reconocer que mi jersey de calabazas no acababa de encajar con la escenificación.

Jean-Claude se puso en pie con un movimiento invertebrado, se quitó el sombrero con una floritura e hizo una reverencia lenta y marcada.

—Señoras y señores, hoy van a convertirse en testigos de excepción de una batalla épica. —Empezó a bajar lentamente por los escalones, acompañado por la luz del foco. No volvió a ponerse el sombrero; lo usaba para acentuar sus palabras—. Una batalla por un trofeo singular: el alma de esta ciudad.

Se detuvo, y el círculo de luz se amplió para incluir a dos vampiras rubias sacadas de la época del foxtrot, una de rojo y otra de azul. Las dos exhibieron los colmillos, y el público soltó exclamaciones de asombro.

—Esta noche —continuó Jean-Claude— verán vampiros, hombres lobo, dioses y demonios. —Su voz transmitía una sensación distinta con cada elemento de la enumeración: «vampiros» provocaba una opresión en el cuello; «hombres lobo» evocaba zarpazos en la oscuridad, y se oyeron gritos; «dioses» hacía hormiguear toda la piel; «demonios» era un viento ardiente que abrasaba la cara.

De las gradas llegaban exclamaciones de admiración y nerviosismo. Jean-Claude prosiguió con su discurso.

—Esta noche les tocará a ustedes decidir dónde acaba la realidad y empieza la ficción. —«Ficción» reverberó en nuestras mentes como si el sonido llegara a través de un diamante tallado, repetido en innumerables facetas, hasta difuminarse en un susurro que transmitió algo completamente distinto, que ya habíamos palpado: «realidad».

—Esta noche de Halloween —prosiguió—, los monstruos de esta ciudad nos disputaremos su control. Si triunfamos nosotros, seguirá reinando la calma. Si triunfan nuestros enemigos…

Otro foco iluminó el segundo estrado. No tenía trono. Oliver estaba en la parte superior, acompañado de la lamia en todo su esplendor serpentino. El vampiro llevaba un conjunto blanco ablusado, con grandes lunares negros, y se había maquillado con una base blanca en la que destacaban, en negro, una boca de payaso triste y un ojo muy contorneado, del que caía un lagrimón brillante. Remataba el conjunto un gorrito cónico con un pompón azul en la punta.

¿Se había disfrazado de payaso? No era lo que me esperaba. Pero la lamia lo rodeaba con su cola anillada y le confería un aspecto aterrador. Oliver le acariciaba el pecho desnudo con una mano enguantada.

—Si vencen nuestros enemigos —dijo Jean-Claude—, la noche de mañana sumirá la ciudad en un baño de sangre sin precedentes. Se cebarán con la carne y la sangre de la ciudad hasta dejarla convertida en un páramo sin vida. —Se había detenido a mitad de la escalera; en ese momento se volvió y empezó a subir lentamente—. Están en juego sus vidas, sus almas. Recen por nosotros, por nuestra victoria, mis queridos humanos. Recen con todas sus fuerzas.

Se sentó en el trono, y un lobo le apoyó la pata en la pierna. Jean-Claude le acarició la cabeza con gesto ausente.

—A todos los hombres les llega la muerte —anunció Oliver. El foco que iluminaba a Jean-Claude se apagó, y Oliver se convirtió en la única luz de la oscuridad reinante. Toma simbolismo—. Todos ustedes morirán algún día, tras un accidente inesperado, tras una enfermedad prolongada… El dolor y el sufrimiento acechan en su camino.

El público se agitó en las gradas, inquieto.

—¿Estás protegiéndome de su voz? —le pregunté a Jean-Claude.

—Te protegen las marcas.

—¿Qué sienten los espectadores?

—Un dolor punzante en el corazón; la decadencia del cuerpo; el recuerdo de algún terror intenso que hayan experimentado.

Cuando las palabras de Oliver llegaron a cada miembro del público y le hicieron sentir su mortalidad, la oscuridad se llenó de sonidos de angustia, miedo y congoja.

Resultaba obsceno. Un ser que había vivido un millón de años les recordaba a los humanos lo frágil que era la vida.

—Ante esa certeza —continuó Oliver—, ¿puede existir mejor modo de abandonar este mundo que en un estallido de gloria, inmersos en nuestro abrazo? —La lamia reptó por el estrado mostrándose en toda su magnificencia—. Ella puede brindarles un éxtasis inefable, convertir la muerte en una celebración, un motivo de regocijo, sin sombras de duda. Si pudieran sentirla, perderse en ella, experimentarían placeres con los que muy pocos mortales se han atrevido siquiera a soñar. ¿Les parece que la vida es un precio excesivo, cuando van a morir igualmente? ¿No preferirían abandonarla sintiendo los labios de esta magnífica criatura en la piel, y no dejándola escurrir entre los dedos con el inexorable paso del tiempo?

«¡Sí!», se oía gritar entre el público. «¡Por favor!»

—Detenlo —le dije a Jean-Claude.

—No puedo. Tiene derecho a declamar su alegato.

—Amigos míos, les ofrezco la posibilidad de materializar sus sueños más inconfesables. Vengan a nosotros.

La oscuridad se agitó con el murmullo del movimiento. Se encendieron los focos, que iluminaron a varias personas que se levantaban y se tiraban contra la barandilla. Que se precipitaban hacia la muerte.

La luz hizo que se detuviesen en seco y mirasen a su alrededor, como sonámbulos que acabaran de despertar. Casi todos parecían avergonzados, pero un hombre que estaba cerca de la barandilla parecía apesadumbrado, como si acabaran de expulsarlo del paraíso. Se desplomó de rodillas y vi que se le agitaban los hombros. Se había puesto a llorar. ¿Qué habría visto en las palabras de Oliver? ¿Qué le habían hecho sentir? Virgen santa, líbranos de eso.

Vi qué habían estado colocando mientras esperábamos tras las cortinas: una especie de altar elevado de mármol, con una escalinata. Estaba entre los dos estrados, a la espera… ¿de qué? Me volví para preguntárselo a Jean-Claude, pero estaba ocurriendo algo.

Rashida se apartó del estrado y caminó hacia la barandilla, hacia la gente. Stephen, que llevaba un bañador de tanga, se dirigió al otro lado de la pista. Su cuerpo casi desnudo tenía la piel tan suave e impecable como el de Rashida. Recordé las palabras de la mujer: «Nos curamos muy deprisa».

—Señoras y señores —proclamó Jean-Claude—, vamos a concederles unos momentos para que se recuperen de la magia de la apertura, y a continuación les revelaremos algunos de nuestros secretos.

La multitud volvió a tomar asiento, y un acomodador acompañó a las gradas al hombre que lloraba. Un silencio reverente llenó la carpa; nunca había visto a tanta gente tan callada. Se habrían oído las alas de una mosca.

—Cada vampiro puede convocar a un animal para que acuda en su ayuda —continuó—. El mío es el lobo. —Recorrió la parte superior de la tarima para exhibir a los animales; yo me quedé plantada bajo el foco, sin saber muy bien qué hacer. No estaba exhibiéndome; sólo estaba a la vista—. Pero también puedo convocar a su pariente humano: el hombre lobo. —Trazó un amplio arco con la mano, y empezó a sonar la música, al principio baja y tranquila, cada vez más alta y tempestuosa.

Stephen se arrodilló. Me volví para mirar a Rashida: también estaba en el suelo. Iban a cambiar allí, delante de la multitud. Yo todavía no había presenciado ningún cambio, y tengo que reconocer que sentía cierta… curiosidad.

Stephen estaba a cuatro patas y curvaba la espalda, como si se retorciera de dolor. Su melena rubia barría la pista. Un estremecimiento, como las ondas en el agua, le recorrió la espalda, y la columna se hizo más pronunciada. Extendió las manos como si estuviera haciendo una reverencia y apretó la cara contra el suelo. Los huesos le atravesaron las manos, y rugió. Se le movía la piel como si tuviera bichos reptando por debajo, y la columna vertebral se le arqueó en una curva imposible. Empezó a salirle pelo de la espalda a tal velocidad que parecía una toma a cámara rápida. De vez en cuando le asomaba algún hueso y se volvía a esconder, dejando atrás un sonido viscoso y abundantes regueros de un líquido transparente. Había formas en lucha bajo la piel, y los músculos se agitaban como serpientes. Era como si el lobo se estuviera abriendo paso desde dentro del cuerpo humano. El pelaje, de color miel tostada, creció cada vez más deprisa y ocultó parte de los cambios; no podía decir que no me alegrara.

De su garganta surgió un sonido, a medio camino entre un aullido y un grito, y por fin quedó convertido en el hombre lobo que había visto el día de la cobra gigante. Elevó el hocico lobuno y aulló. Se me pusieron los pelos de punta.

Llegó otro aullido desde el otro lado de la pista. Me volví y vi a otro hombre lobo, o a una mujer lobo, con el pelaje negro como el carbón. ¿Rashida?

El público vitoreó y aplaudió enfervorecido.

Las dos criaturas regresaron al estrado y se agazaparon en la parte inferior, una a cada lado.

—Yo no puedo enseñarles nada tan llamativo. —Los focos volvían a iluminar a Oliver—. Mi criatura es la serpiente.

La lamia culebreó a su alrededor, con un siseo suficientemente fuerte para alcanzar las gradas, y sacó la lengua bífida para lamerle la oreja pintada de blanco. Oliver señaló con un gesto hacia abajo. Los focos mostraron, una a cada lado del estrado, dos figuras de aspecto humano que se cubrían el rostro con una capucha.

—Estas son mis criaturas —continuó Oliver—, pero de momento creo que me reservaré la sorpresa. —Dirigió la mirada hacia nuestro estrado—. Empecemos ya.

Los focos volvieron a apagarse, y contuve el impulso de abrazarme a Jean-Claude.

—¿Qué está pasando? —le pregunté.

—Empieza el combate.

—¿Cómo?

—No hemos planeado el resto de la velada. Será caótico, como todos los combates. Habrá sangre y violencia.

Las luces se encendieron gradualmente hasta bañar la carpa con un resplandor débil, parecido al del amanecer o el crepúsculo.

—Vamos allá —susurró Jean-Claude.

La lamia serpenteó escaleras abajo, y cada grupo se lanzó hacia el otro. No era una batalla; era una pelea descontrolada, más parecida a un altercado de
saloon
que a una guerra.

Los encapuchados corrieron hacia delante, y entreví algo parecido a una serpiente, pero que no lo era, cuando uno de ellos se derrumbó con la primera ráfaga de ametralladora. Obra de Edward.

Me disponía a bajar del estrado, pistola en ristre, pero vi que Jean-Claude no se movía.

—¿No vienes? —le pregunté.

—La verdadera batalla se va a librar aquí,
ma petite
. Haced lo que podáis mientras tanto, pero al final todo se reducirá al poder de Oliver contra el mío.

—Tiene un millón de años. No puedes derrotarlo.

—Ya lo sé.

Nos quedamos mirándonos un momento.

—Lo siento —dije.

—Yo también, Anita, yo también.

Empecé a bajar para sumergirme en la contienda. Ya había caído un bicho serpentoide, partido por la mitad por el fuego de ametralladora. Edward y Richard, que empuñaba un revólver, estaban plantados espalda contra espalda. Richard disparaba contra el otro encapuchado, pero ni siquiera conseguía frenarlo. Apunté y disparé a la cabeza cubierta; la cosa se volvió para mirarme y la tela cayó hacia atrás, revelando una cabeza de cobra de tamaño caballuno. De cuello para abajo parecía una mujer, pero de cuello para arriba… Ni mis disparos ni los de Richard tuvieron ningún efecto. La cosa subió por las escaleras hacia mí. No sabía qué era ni cómo detenerla. Feliz Halloween.

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