Richard alternaba con Jean-Claude. ¿Estaría bajo su control? No era probable, pero… Más valía prevenir. Si me equivocaba, ya pediría perdón; si no, me llevaría un chasco, pero me alegraría de haberme callado.
—Digamos que hoy han ganado ellos.
—Has salido con vida —observó Edward. No le faltaba razón.
—¿Es que podían haberte matado? —preguntó Richard, alarmado.
—Ha sido un día duro. —¿Qué otra cosa podía decir?
—¿Cómo de duro? —Nos miraba de hito en hito.
—Bueno, tengo unos cuantos raspones —dije levantando las manos vendadas—, pero no es para tanto.
Edward se llevó la taza a la boca para ocultar la sonrisa.
—Dime la verdad insistió Richard.
—No tengo por qué darte explicaciones —me defendí.
Richard bajó la vista y después me miró con una expresión que me hizo un nudo en la garganta.
—Es cierto.
—Se podría decir que he estado haciendo espeleología sin ti. —De repente me dio por explicárselo de todas formas.
—¿Cómo?
—He acabado en una cueva y he tenido que bucear por un canal lleno de agua para huir de los malos.
—¿Cómo de lleno?
—Hasta arriba.
—Podías haberte ahogado. —Me rozó la mano con los dedos.
Aparté la mano para beber un trago de café, pero noté las reminiscencias de su contacto.
—Pero estoy aquí.
—No es eso.
—Claro que es eso. Y si aún pretendes salir conmigo, ya puedes ir acostumbrándote a mi trabajo.
—Tienes razón, tienes razón. —Bajó la voz—. Es sólo que me ha pillado por sorpresa. Has estado a las puertas de la muerte y aquí estás, tomándote un café como si fuera lo más normal del mundo.
—Lo es para mí. Si no puedes con ello, tal vez sea mejor que ni lo intentemos. —Vi de reojo la cara de Edward y me volví hacia él—. ¿A qué viene esa risita?
—A la mano que tienes con los hombres.
—Si vas a ponérmelo más difícil, lárgate.
—Venga, os dejo solos, tortolitos. —Colocó la taza en la encimera.
—¡Edward!
—Ya me voy.
Lo acompañé a la puerta.
—Gracias de nuevo por haber aparecido, por mucho que estuvieras siguiéndome —le dije mientras abría.
—Si me necesitas, puedes localizarme aquí. —Sacó una tarjeta de visita blanca con un número de teléfono en negro. Nada más: ni nombre ni logotipo, aunque ¿qué habría podido poner? ¿Un puñal ensangrentado? ¿Una pistola humeante?
Hasta entonces no me había dado su teléfono. Era como el Hombre Enmascarado: aparecía en el momento y el lugar adecuados y, si no lo eran, no aparecía. Los teléfonos se podían rastrear; aquello era un gesto de confianza sin precedentes. A lo mejor no estaba tan dispuesto a matarme.
—Gracias.
—Te advierto que nuestro trabajo es incompatible con las relaciones estables.
—Ya lo sé.
—¿A qué se dedica ese tío?
—Da clase de ciencias en un instituto.
—Que tengas suerte —dijo sacudiendo la cabeza. Y se largó sin más.
Dejé la tarjeta en la encimera y volví con Richard. Sería profesor de instituto, pero estaba acostumbrado a tratar con monstruos. De momento había presenciado escenas bastante escabrosas y no se había impresionado. ¿Podría con ello? ¿Y yo? Sólo habíamos quedado una vez y ya empezaba a comerme el coco. Aunque igual decidíamos que nos caíamos mal y no volvíamos a quedar. No sería la primera vez.
Miré el pelo de Richard y me pregunté si los rizos serían tan suaves como parecían. Deseo instantáneo: vergonzoso, pero no muy infrecuente. Bueno, para mí lo era.
Un dolor punzante me subió por la pierna que me había mordido el lamio. No, por favor. Me apoyé en la barra que separaba la cocina del comedor. Richard me miraba desconcertado.
Me subí la bata. La herida estaba hinchada y amoratada. ¿Cómo no me había dado cuenta?
—¿Te he comentado que me ha mordido una lamia?
—Estás de coña, ¿verdad?
—Más quisiera. Creo que vas a tener que llevarme al hospital.
Se levantó de un salto y me miró la pierna.
—¡Coño! ¡Siéntate!
Me había puesto a sudar a mares, aunque no hacía calor. Richard me ayudó a alcanzar el sofá.
—Las lamias llevan siglos extinguidas —comentó Richard—. Será imposible encontrar el antídoto.
—Sospecho que no podremos ir a la fiesta.
—Ni hablar. No pienso quedarme cruzado de brazos viendo como te mueres. Los licántropos son inmunes a los venenos.
—¿Quieres decir que pretendes llevarme a casa de Stephen para que me muerda?
—Algo parecido.
—Prefiero morirme.
—¿Lo dices en serio? —Una expresión muy parecida al dolor le cruzó el rostro.
—Sí. —Empezaba a tener arcadas—. Creo que voy a vomitar.
Intenté levantarme para ir al baño, pero me derrumbé y vomité sangre en la moqueta blanca. Era sangre roja, reciente. Tenía una hemorragia interna.
Noté que Richard me ponía la mano en la frente; estaba fría. Me rodeaba la cintura con un brazo. Seguí vomitando hasta caer rendida, y Richard me llevó al sofá. Tuve la impresión de estar en un estrecho túnel de luz rodeada de una oscuridad que ganaba terreno, y yo no podía evitarlo. Empecé a flotar. No me dolía. Ni siquiera tenía miedo.
Lo último que oí fue la voz de Richard.
—No voy a dejarte morir.
Me pareció reconfortante.
Empezó el sueño. Estaba sentada en medio de una enorme cama con dosel. Las cortinas eran gruesas, de terciopelo azul oscuro como el cielo de medianoche. Notaba en las manos la suavidad de la colcha: más terciopelo. Llevaba un vestido largo blanco, con encaje en el cuello y las mangas. No había tenido nada parecido en la vida; ni yo ni nadie de este siglo.
Las paredes estaban cubiertas de papel azul y dorado. Una enorme chimenea encendida hacía bailar las sombras por toda la habitación. Jean-Claude estaba en una esquina, iluminado por los destellos rojizos y anaranjados. Llevaba la camisa de la última vez, la de muselina.
Se me acercó con el fuego reflejado en el pelo, en la cara, en los ojos.
—¿Por que nunca llevo ropa normal en estos sueños?
—¿No te gusta el vestido? —Vaciló.
—No, coño.
—Tan elocuente como siempre,
ma petite
. —Una sonrisa asomó a sus labios.
—¿Quieres dejar de llamarme así?
—Como desees, Anita. —Hubo algo que no me hizo ni pizca de gracia en su forma de pronunciar mi nombre.
—¿Qué te traes entre manos?
No contestó. Me miró, se acercó al borde de la cama y se desabrochó el primer botón.
—¿Qué haces? —pregunté alarmada.
Se desabrochó otro botón, y otro más, y al final se sacó la camisa de los pantalones y la dejó caer al suelo. Su pecho desnudo era casi tan blanco como mi vestido. Tenía los pezones claros pero muy marcados. La línea de vello oscuro que le empezaba en el ombligo y le desaparecía en el pantalón me tenía fascinada.
Se subió a la cama.
Me aparté, apretándome el vestido blanco contra el cuerpo como la heroína de un folletín victoriano.
—No soy tan fácil de seducir.
—Noto el regusto de tu deseo, Anita. Te mueres de ganas de sentir el contacto de mi piel contra tu cuerpo desnudo.
—Vete a la mierda y déjame en paz. —Retrocedí hasta bajarme de la cama—. Lo digo en serio.
—Sólo es un sueño. ¿Ni siquiera en sueños te dejas llevar por el deseo?
—Contigo siempre es más que un sueño.
Se me plantó delante. No lo había visto moverse. Entrelazó las manos en mi espalda y de repente estábamos en el suelo, delante de la chimenea. El fuego le iluminaba la piel de los hombros. Era una piel suave, lisa e inmaculada, que invitaba a tocarla y perderse en ella. Estaba encima de mí, empujándome contra el suelo con su peso. Notaba todo su cuerpo en contacto con el mío.
—Un beso y te dejo levantarte.
Mire sus ojos azul prieto, tan cercanos. No podía hablar. Aparté la cara para no tener que contemplar la perfección de su rostro.
—¿Un beso?
—Palabra —susurró. Me volví para mirarlo.
—Tu palabra no vale una mierda.
—Un beso —insistió cuando nuestras bocas estuvieron a punto de rozarse.
Tenía los labios suaves y delicados. Me besó la mejilla, trazándome el contorno, y bajó hacia el cuello, acariciándome la cara con el pelo. Esperaba que aquellos rizos fueran ásperos, pero tenía el pelo fino como el de un bebé, suave como la seda.
—Un beso —volvió a susurrar contra mi cuello, y me pasó la lengua por la yugular.
—¡Basta!
—Tú lo deseas.
—Déjalo ahora mismo.
Se llenó la mano con mi pelo y me echó la cabeza atrás. Contrajo los labios, que se oscurecieron dejando los colmillos a la vista. El blanco de sus ojos había desaparecido: el azul los cubría como una marea.
—¡No!
—Voy a tomarte,
ma petite
: tengo que salvarte la vida. —Bajó la cabeza con un movimiento rápido, como una serpiente. Me desperté mirando un techo que no reconocí.
Había cortinas blancas y negras. La cama tenía una colcha de raso negro y demasiados cojines, todos ellos blancos o negros. Yo llevaba un camisón negro con tirantes, que parecía de seda de verdad y me encajaba como un guante.
El suelo estaba cubierto con una moqueta tan gruesa que, sin duda, cubriría hasta los tobillos. En dos esquinas enfrentadas había un tocador y una cómoda. Me incorporé y me vi en el espejo. No tenía marcas de colmillos en el cuello. Sólo había sido un sueño, sólo un sueño… Pero no acababa de creérmelo. Aquel dormitorio tenía el estilo inconfundible de Jean-Claude.
Estaba muriendo envenenada. ¿Cómo había llegado allí? ¿Estaba debajo del Circo de los Malditos, o en un lugar completamente distinto? Me dolía la muñeca derecha.
La tenía vendada. No recordaba haberme hecho ninguna herida.
Me miré en el espejo del tocador. Tenía la piel muy blanca comparada con el negro del camisón, tan negro como mi pelo largo. Me eché a reír: hacía juego con la puta decoración.
Se abrió una puerta, oculta tras una cortina blanca, y pude entrever una pared de piedra. Jean-Claude llevaba un pantalón de pijama sedoso y nada más. Caminó hacia mí descalzo. Su pecho desnudo tenía el mismo aspecto que en el sueño, con excepción de la quemadura en forma de cruz, ausente en el sueño y que mancillaba su perfección marmórea; en cierto modo, lo hacía más real.
—En el Infierno —dictaminé—. Ya no cabe duda.
—¿Cómo dices,
ma petite
?
—No sabía dónde estaba, pero si también estás tú, tiene que ser el Infierno. —Su sonrisa fue demasiado autocomplaciente, como la de una serpiente saciada—. ¿Qué hago aquí?
—Te ha traído Richard.
—Así que estaba envenenada de verdad. ¿No era parte del sueño?
Se sentó en la cama, tan lejos de mí como le resultó posible. No había más asientos en la habitación.
—Me temo que el veneno era real.
—No es que me queje, pero ¿por qué no estoy muerta?
—Te he salvado. —Se abrazó las rodillas en un gesto de indefensión muy impropio de él.
—Explícame eso.
—No creo que haga falta.
—Dilo —insistí.
—La tercera marca.
—No tengo nada en el cuello.
—Pero tienes un corte en la muñeca.
—Hijo de puta.
—Te he salvado la vida.
—Has bebido mi sangre mientras estaba inconsciente. —Él asintió de forma casi imperceptible—. Hijo de puta.
La puerta se volvió a abrir, y entró Richard.
—¿Cómo has podido ponerme en sus manos, cabronazo? —espeté.
—No parece muy agradecida —dijo Jean-Claude.
—Dijiste que preferías la muerte a la licantropía.
—Y prefiero la muerte al vampirismo.
—No te ha mordido. No te vas a convertir.
—No, claro, sólo seré su esclava durante toda la eternidad.
—Es la tercera marca, nada más. Aún no eres su sierva.
—No se trata de eso. —Lo miré fijamente—. ¿No lo entiendes? Prefería que me dejaras morir a que hicieras esto.
—No me parece un destino peor que la muerte —dijo Jean-Claude.
—Sangrabas por la nariz y los ojos. Te estabas desangrando en mis brazos. —Richard dio unos pasos hacia la cama—. No podía dejar que murieras. —Mostró las manos en señal de impotencia.
Me puse en pie y pasé la mirada de uno a otro.
—Puede que Richard no estuviera al tanto, pero tú conocías mi postura de sobra —le dije a Jean-Claude—. No tienes ninguna excusa.
—¿Y si resulta que yo tampoco podía quedarme cruzado de brazos mientras te morías? ¿No se te ha ocurrido?
—¿En qué consiste la tercera marca? —Sacudí la cabeza—. ¿Qué nuevo poder tienes sobre mí?
—Puedo comunicarme contigo aunque estés despierta. Y tú también has adquirido poder,
ma petite
. Ahora eres muy difícil de matar. Eres inmune a todos los venenos.
—No quiero saberlo. —Seguía sacudiendo la cabeza—. Esto no te lo perdonaré nunca, Jean-Claude.
—No supuse que lo hicieras. —Parecía mortificado.
—Necesito ropa y que alguien me lleve a casa. Tengo que trabajar esta noche.
—Hoy has estado a punto de morir dos veces. ¿Cómo puedes…?
—Corta el rollo, Richard. Tengo que ir al trabajo. Necesito algo que sea mío y que ese hijo de puta no me haya invadido.
—Consíguele ropa y llévala a casa, Richard. Necesita tiempo para adaptarse al cambio.
Miré a Jean-Claude, que seguía encogido en una esquina de la cama. Tenía un aspecto adorable y, si hubiera ido armada, le habría pegado un tiro sin pestañear. El miedo me atenazaba la garganta. Estaba dispuesto a convertirme en su sierva, quisiera o no. Ya podía gritar y protestar todo lo que quisiera, que no me haría caso.
—Vuelve a acercarte a mí, por lo que sea, y te mato.
—Ya estamos unidos por tres marcas. A ti también te afectaría.
—¿Crees de verdad que me importa? —Solté una risa amarga.
—No. —Me miró con una cara tranquila, inescrutable, arrebatadora, y después nos volvió la espalda.
—Llévala a casa, Richard —añadió de soslayo—, aunque no creas que te envidio: se pone insoportable cuando se enfada. —Sonrió.
Quería escupirle, pero no habría sido bastante. No podía matarlo allí y entonces, de modo que lo dejé estar. A la fuerza ahorcan. Seguí a Richard a la puerta sin mirar atrás; no quería ver el perfil perfecto de Jean-Claude en el espejo del tocador.