Circo de los Malditos (30 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
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Enfundé la pistola; ya no la necesitaba. Richard y yo fingimos no darnos cuenta de que Larry lloraba en silencio. Había que mirarlo directamente para notarlo.

Busqué algo que decir, pero no se me ocurría nada. El chaval había visto a los monstruos y se había llevado un susto de muerte. Yo también. Aquello habría acojonado a cualquiera, y Larry ya lo había averiguado. Puede que el mal trago hubiera valido la pena. Y puede que no.

TREINTA Y SIETE

La primera luz de la mañana, intensa y dorada, bañaba la calle. El aire estaba fresco y húmedo. Desde allí no se veía el río, pero se notaba: daba la sensación de que el aire limpiaba los pulmones con cada bocanada.

Larry sacó las llaves del coche.

—¿Estás en condiciones de conducir? —le pregunte.

Asintió. Las lágrimas se le habían secado, pero no se había molestado en limpiarse los surcos que le habían quedado en las mejillas. Estaba tan compungido como se puede estar sin dejar de parecerse a la mascota de Mad. Abrió el coche, se sentó en su asiento y se inclinó para levantar el seguro del otro lado.

Richard estaba junto al coche. El viento frío le agitaba el pelo, y se pasó una mano para apartárselo de la cara, con un gesto tan característico de Phillip que me provocó una punzada de dolor. Pero a continuación me sonrió, y no era la sonrisa de Phillip: era abierta y sincera, y los ojos marrones no ocultaban nada.

La sangre de la boca y la mejilla se le había empezado a secar.

—Sal mientras puedas —le dije.

—Que salga, ¿de dónde?

—Se va a librar una guerra de nomuertos, y no te conviene estar en medio.

—No creo que Jean-Claude me deje salir. —Su sonrisa se desvaneció. No sabía si estaba más guapo serio o sonriente.

—Los humanos que se mezclan con monstruos acaban mal. Intenta mantenerte al margen.

—Tú eres humana.

—Hay gente que no estaría de acuerdo. —Me encogí de hombros.

—A mí no me mires. —Alargó la mano hacia mí, y no me aparté. Me rozó la mejilla con unos dedos cálidos y llenos de vida—. Nos vemos a las tres, si no estás muy cansada.

Negué con la cabeza, y él apartó la mano.

—No me lo perdería por nada del mundo.

Richard volvió a sonreír, otra vez con el pelo en la cara. Yo procuraba llevarlo suficientemente corto por delante para que no se me metiera en los ojos. El corte a capas, qué gran invento.

—Hasta esta tarde —dije mientras me metía en el coche.

—Te llevaré el disfraz.

—¿De qué vas a vestirme?

—De novia decimonónica.

—¿Eso incluye una falda con miriñaque?

—Probablemente.

—¿Y de qué te disfrazas tú?

—De oficial confederado.

—Qué suerte, con pantalones.

—No creo que a mí me cupiera el vestido.

—No es que no te lo agradezca, Richard, pero… —Suspiré.

—¿No te van los miriñaques?

—¿Tú qué crees?

—Ah, lo que yo te propuse fue revolcarse por el barro con un mono. Lo de la fiesta es cosa tuya.

—Ya me gustaría poder ahorrármela.

—Aunque al final va a valer la pena para verte emperifollada. Tengo la sensación de que no es nada fácil.

—¿Podemos ponernos en marcha? —preguntó Larry, inclinándose sobre el asiento—. Necesito fumarme un cigarro y dormir un poco.

—Ahora mismo. —Me volví de nuevo hacia Richard y de repente no supe qué decir—. Hasta luego.

—Hasta luego. —Hizo un gesto de despedida.

Entré en el coche, y Larry arrancó antes de que me hubiera puesto el cinturón.

—¿A qué viene tanta prisa?

—Quiero irme tan lejos como pueda.

—¿Te encuentras bien? —Lo miré. Seguía muy pálido.

—Claro que no. —Me lanzó una mirada furibunda—. ¿Cómo puedes estar tan tranquila después de lo que ha pasado?

—Anoche no estabas tan alterado, y te habían mordido.

—Pero esto ha sido distinto. Esa mujer ha estado chupándome la herida, ha estado… —Apretó el volante con tanta fuerza que le temblaron las manos.

—Ayer saliste peor parado. ¿Por qué ha sido peor lo de hace un rato?

—Lo de ayer fue violento, pero no… perverso. Los vampiros de ayer querían algo concreto: el nombre del amo. Los de hoy no querían nada; lo hacían por…

—Crueldad —aporté.

—Sí, por pura crueldad.

—Son vampiros. No se atienen al mismo código que los humanos.

—Podrían haberme matado por amor al arte.

—Sí.

—¿Cómo eres capaz de codearte con ellos?

—Es mi trabajo. —Me encogí de hombros.

—Y el mío.

—No necesariamente. Podrías rechazar los casos de vampiros; es lo que hacen casi todos los reanimadores.

—No me daré por vencido —dijo mientras negaba con la cabeza.

—¿Por qué?

Guardó silencio durante un rato, mientras cogía la 270 en dirección sur.

—¿Cómo puedes charlar y hacer planes para esta tarde después de lo que acaba de pasar?

—Porque la vida continúa. Si dejas que este trabajo te coma vivo, no durarás mucho. —Lo miré detenidamente—. Y no has contestado a mi pregunta.

—¿Qué pregunta?

—¿Por qué sigues empeñado en ser ejecutor de vampiros?

Se concentró en el volante; de repente parecía muy interesado en el tráfico. Pasamos bajo un puente de la autopista, con almacenes a los dos lados. Muchas ventanas estaban rotas o no tenían cristal, y los pilones del puente mostraban churretes de óxido.

—Qué zona más bonita —comentó.

—¿Por qué no quieres contestarme?

—No quiero hablar de eso.

—Te pregunté por tu familia, y me dijiste que no has perdido a nadie. ¿Y los amigos? ¿Los vampiros te arrebataron a algún amigo?

—¿A qué viene eso?

—Conozco los síntomas. Estás decidido a matar monstruos porque quieres vengarte, ¿verdad?

Se puso muy rígido y clavó la vista en la carretera. Los músculos de su mandíbula se tensaban y se destensaban.

—Háblame, Larry —insistí.

—Vengo de un pueblo de mil quinientos habitantes. Cuando me fui a la universidad, mientras hacía primero, un clan de vampiros mató a doce personas. No era amigo de ninguna víctima. Las conocía de vista, nada más.

—Sigue.

—Fui a los entierros en las vacaciones de Navidad. —Me miró de reojo—. Todos esos ataúdes, todas esas familias… Mi padre era médico, pero no podía hacer nada por ellos. Ni él ni nadie.

—Recuerdo el caso. Elbert, en Wisconsin, hace tres años, ¿verdad?

—Si, ¿cómo lo sabes?

—Doce personas son muchas para un ataque de vampiros. La noticia salió en todos los periódicos. Brett Colby fue el cazavampiros que se encargó del caso.

—No lo conocí, pero mis padres me lo explicaron. Hablaban de él como si fuera un vaquero que libraba al pueblo de los malhechores. Dio con los vampiros y acabó con ellos; ayudó a todo el mundo cuando nadie más podía.

—Si lo que quieres es ayudar, hazte médico o asistente social.

—Soy reanimador, y eso me da cierta resistencia a los vampiros. Creo que Dios me la concedió para que me dedicara a cazarlos.

—Joder, Larry, como te embarques en una cruzada, acabarás muerto.

—Tú puedes enseñarme.

—No puedes convertirlo en algo personal. No se puede hacer eso. Si permites que interfieran las emociones, sólo conseguirás que te maten, o volverte loco.

—Aprenderé.

Observé su perfil. Parecía muy decidido.

—Larry… —Me detuve. ¿Qué podía decir? ¿Qué motivos teníamos los demás para dedicarnos a eso? Puede que los de Larry fueran tan válidos como los míos, o más. No era que le gustara matar, como a Edward, y además estaba claro que me iría bien un poco de ayuda: empezaba a haber demasiados vampiros para mí sola.

—De acuerdo, te enseñaré, pero tendrás que hacer lo que te diga cuando te lo diga, sin rechistar.

—A sus órdenes, jefa. —Me dedicó una sonrisa y volvió a mirar la carretera. Parecía resuelto y aliviado. Y muy joven.

Pero todos habíamos sido jóvenes. Es algo que se cura con el tiempo, como la ingenuidad y las expectativas de que las reglas sean justas. Al final, lo único que queda es un buen instinto de supervivencia. ¿Sabría inculcárselo a Larry? ¿Podría enseñarlo a sobrevivir?

«Dios mío, por favor, que consiga aprender, que no se me muera.»

TREINTA Y OCHO

Larry me dejó en casa a las nueve y cinco. Qué horas se nos habían hecho. Cogí la bolsa del asiento trasero; sólo me habría faltado dejarme los trastos de reanimar. Salí del coche y me asomé a la puerta para despedirme.

—Nos vemos aquí a las cinco —dije—. De momento, te toca conducir a ti. —Asintió—. Si me retraso, no dejes que Bert te mande a trabajar solo, ¿de acuerdo?

Se giró para mirarme, sumido en pensamientos que no supe interpretar.

—¿Crees que no puedo apañármelas?

No lo creía; lo sabía, pero preferí no decírselo.

—Llevas dos días en el trabajo. Ni a ti ni a mí nos conviene forzar las cosas. Ya te enseñaré a cazar vampiros, pero recuerda que nuestro trabajo consiste en levantar muertos. Procura no olvidarlo. —Asintió de nuevo—. Y no te preocupes si tienes pesadillas. Yo también las tengo a veces.

—Vale. —Puso el coche en marcha, así que cerré la puerta. Supongo que no quería seguir hablando.

Nada de lo que habíamos visto hasta aquel momento me provocaría pesadillas, pero prefería que Larry se fuera preparando, aunque dudaba que decírselo sirviera para algo.

Una familia estaba metiendo una cesta de picnic y varias neveras en una furgoneta gris.

—No creo que queden muchos días como este —comentó el hombre, sonriendo.

—Desde luego.

La típica charla banal de la gente que sólo se conoce de vista. Éramos vecinos, de modo que nos saludábamos, pero poco más. Lo prefería así. Cuando llegaba a casa, lo último que me apetecía era que llamaran a la puerta para pedirme una taza de azúcar. Sólo hacía una excepción con la señora Pringle, pero ella respetaba mi intimidad.

El piso estaba caldeado y en calma. Cerré la puerta y me apoyé en ella. Hogar, dulce hogar. Al dejar la chaqueta en el respaldo del sillón olí un perfume. Era un aroma floral y delicado, con ese deje sutil que sólo tienen los más caros. No era mío.

Saqué la Browning y pegué la espalda a la puerta. Un hombre dobló la esquina del comedor. Era alto y delgado, con el pelo negro corto por delante y largo por detrás. No hizo nada; se quedó apoyado en la pared con los brazos cruzados, sonriente.

Otro hombre, más bajo y musculoso, de pelo rubio, apareció en la sala y se sentó en el sofá. También sonreía, y tenía las manos a la vista. Ninguno de los dos iba armado, al menos en apariencia.

—¿Quiénes coño sois?

Un negro alto salió del dormitorio. Tenía un bigote muy arreglado y ocultaba los ojos tras unas gafas de sol.

La lamia apareció junto a él. Estaba en su forma humana, con el mismo vestido rojo que el día anterior. Lo único nuevo eran los zapatos granate de tacón.

—Estábamos esperándola, señorita Blake.

—¿Y esos hombres?

—Mi harén.

—¿Cómo?

—Son míos. —Pasó las uñas rojas por la mano del negro, con tanta fuerza que trazó una línea de sangre. Él se limitó a sonreír.

—¿Qué quieres?

—El señor Oliver desea verla. Nos ha pedido que la recojamos.

—Sé dónde vive. Puedo ir yo sola.

—Oh, no, me temo que hemos tenido que mudarnos —dijo mientras pasaba al comedor—. Ayer, un maldito cazarrecompensas intentó matar a Oliver.

—¿Qué cazarrecompensas? —Me pregunté si habría sido Edward.

—No nos presentaron formalmente. —Agitó una mano, desdeñosa—. Oliver no me dejó matarlo, así que huyó, y hemos tenido que mudarnos.

Sonaba razonable, pero…

—¿Dónde está?

—Ahora la llevamos con él. Tenemos el coche fuera.

—¿Por qué no ha venido a buscarme Inger?

—Oliver ordena y yo obedezco. —Se encogió de hombros, pero una expresión de odio cruzó su precioso rostro.

—¿Cuánto hace que es tu amo?

—Demasiado tiempo.

Los contemplé a todos, todavía con la pistola en la mano, aunque sin apuntar a nadie. No habían intentado hacerme nada, de modo que ¿por qué no enfundaba? Porque había visto en qué se podía convertir aquella mujer y los tenía de corbata.

—¿Por qué necesita verme tan pronto?

—Quiere su respuesta.

—Aún no he decidido si voy a entregarle al amo de los vampiros de la ciudad.

—Lo único que sé es que me ha encargado que vuelva con usted y, si no la llevo, se enfadará. No quiero que me castigue, señorita Blake, de modo que le ruego que nos acompañe.

¿Cómo se castigaba a una lamia? Sólo había una forma de averiguarlo.

—¿Cómo te castigaría?

—Eso es muy personal. —Me miró fijamente.

—Lo siento, no pretendía inmiscuirme.

—Olvídelo. —Avanzó hacia mí, contoneándose, y se detuvo tan cerca que podría haberla tocado—. ¿Vamos?

Empezaba a sentirme ridícula con la pistola en la mano, de modo que me la guardé. Nadie me había amenazado: toda una novedad.

En circunstancias normales me habría ofrecido a seguirlos en mi coche, pero el pobre había muerto, de modo que si accedía a reunirme con Oliver, tendría que ir con ellos.

Y quería reunirme con Oliver. No estaba dispuesta a entregarle a Jean-Claude, pero sí a Alejandro. O al menos, a pedirle ayuda para combatirlo. También quería averiguar si era Edward quien había intentado matarlo. No había tantos cazavampiros; ¿de quién podría tratarse, si no?

—De acuerdo, vamos.

Cogí la cazadora de cuero, abrí la puerta y los invité a salir con un gesto. Los hombres cruzaron el umbral sin decir palabra, seguidos de cerca por la lamia.

Cerré a nuestras espaldas. Los cuatro esperaron educadamente en el pasillo. La lamia cogió al negro por el brazo y sonrió.

—Chicos, ¿no vais a ofrecerle el brazo a la señorita?

Rubito y Morenazo se volvieron hacia mí. Morenazo sonrió. No había visto tantas sonrisas desde que me compré el último coche usado.

Los dos me ofrecieron el brazo, como en una película añeja.

—Lo siento, pero no necesito acompañante.

—Los tengo adiestrados para que se comporten como caballeros; aproveche. Quedan tan pocos…

Eso no se lo podía discutir, pero seguía sin necesitar ayuda para bajar la escalera.

—No hace falta, muchas gracias.

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