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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

Circo de los Malditos (13 page)

BOOK: Circo de los Malditos
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—Ah. —Se levantó con fluidez, rebosante de energía. Me habría impresionado si no me hubiera pasado la noche rodeada de vampiros.

Se sentó frente a mí. Tenía los ojos del color del cielo de primavera, ese azul claro que se las arregla para dar impresión de frío. Su rostro era agradable, y su expresión, neutra y atenta.

Le conté lo de Yasmín y Marguerite, pero no le hablé del hombre al que habían matado los vampiros, ni de Jean-Claude, ni de la cobra gigante, ni de Stephen Hombrelobo ni de Rick Zeeman. No me llevó mucho tiempo.

Cuando terminé, Edward se quedó en silencio, mirándome por encima de la taza. Bebí un trago y le devolví la mirada.

—Eso explica la quemadura —dijo.

—¿Verdad?

—Pero te has dejado muchas cosas.

—¿Tú qué sabes?

—Te he seguido.

Estuve a punto de atragantarme con el café.

—¿Qué? —pregunté cuando supuse que no me pondría a toser.

—Te he seguido. —Mantuvo la expresión neutra y la sonrisa amistosa.

—¿Por qué?

—Porque me han encargado que liquide al amo de los vampiros de la ciudad.

—De eso hace tres meses.

—Ya me encargué de Nikolaos, pero ahora hay otro amo con vida.

—Tú no mataste a Nikolaos. Fui yo.

—Es verdad —dijo—. ¿Quieres la mitad del dinero? —Negué con la cabeza—. Entonces, ¿de qué te quejas? Me rompí un brazo ayudándote a matarla.

—Y yo me llevé catorce puntos, y los dos salimos con mordeduras de vampiro.

—Y tuvimos que limpiárnoslas con agua bendita.

—Y no veas cómo escuece.

Edward asintió y bebió otro trago de café. Algo se agitó en su mirada, algo esquivo y ominoso. Por mis niños que su expresión no había cambiado, pero de repente me costaba mirarlo a la cara.

—¿Por qué me has seguido? —le pregunté.

—Porque me habían informado de que hoy te reunirías con el amo.

—¿Quién te dijo eso?

Negó con la cabeza, y exhibió una sonrisa inescrutable.

—Vengo del Circo y he visto con quiénes estabas. Has venido a casa después de jugar con los vampiros, así que tiene que ser uno de ellos.

Me esforcé por mantenerme impasible, y supongo que notó el esfuerzo, pero no el pánico. Edward había estado siguiéndome y no me había dado cuenta. Tendría fichados a todos los vampiros a los que había visto, y la lista no era tan larga. Ataría cabos.

—¡Un momento! ¿Me has visto enfrentarme a la serpiente y no me has echado una mano?

—Llegue a la carpa cuando ya había salido la gente, y sólo vi el final del espectáculo.

Fingí que me concentraba en el café mientras buscaba la forma de salir de aquel lío. Lo habían contratado para que matara al amo, y yo lo había guiado hasta él. Había traicionado a Jean-Claude, pero ¿a mí qué más me daba?

Edward me miraba como si quisiera aprenderse mi cara de memoria, a la espera de alguna expresión que me delatara, así que hice lo posible por mantenerme inexpresiva. Puso esa sonrisa suya tan típica de gato que se ha comido al canario. Se lo estaba pasando en grande. Yo, ni por asomo.

—Sólo has visto a cuatro vampiros —continuó—: Jean-Claude, la negra exótica que debe de ser Yasmín y los dos rubios. ¿Sabes cómo se llaman? —Negué con la cabeza—. Si lo supieras, ¿me lo dirías?

—Puede ser.

—Esos dos me dan igual. Ninguno de ellos era maestro vampiro.

Le sostuve la mirada, emulando su falta de expresividad, aunque no se me daba tan bien como a él. Si practicaba lo suficiente…

—Así que nos quedan Jean-Claude y Yasmín —continuó—. Yasmín es nueva en San Luis, así que sólo nos queda Jean-Claude.

—¿De verdad crees que el amo de la puta ciudad iría exhibiéndose por ahí? —Intenté ser sarcástica. No era la mejor actriz del mundo, pero no hice mal papel.

—Es Jean-Claude, ¿verdad? —Edward no se dejaba despistar tan fácilmente.

—Sabes de sobra que no es suficientemente poderoso para dominar la ciudad. ¿Cuántos años tiene? ¿Doscientos y pico? Aún le falta.

—Pues no es Yasmín. —Estaba desconcertado. Bien.

—Cierto.

—¿Has visto a algún otro vampiro?

—Aunque me hayas seguido hasta el Circo, no has podido controlar todos mis movimientos. Es imposible; los vampiros y los cambiaformas te habrían oído si te hubieras acercado más de la cuenta. —Él asintió—. He visto al amo, pero no era ninguno de los que han bajado a enfrentarse con la serpiente.

—¿Así que no les echa una mano a los suyos cuando arriesgan la vida? —Había recuperado la sonrisa.

—Sabes que el amo no necesita estar presente para conferir poder a los demás vampiros.

—Pues no lo sabía.

—No te lo creas si no quieres —dije encogiéndome de hombros y rezando para que se lo creyera.

—Sueles mentir mucho peor. —Frunció el ceño.

—No estoy mintiendo. —Hablé con voz pausada, normal, sincera. La sinceridad personificada.

—Suponiendo que Jean-Claude no sea el amo, ¿sabes quién es?

Era una pregunta con trampa: visto el planteamiento inicial, no podía responder que sí, pero ya que me había puesto a soltar trolas, ¿por qué no continuar?

—Sí.

—Pues dímelo.

—No. Me mataría si se enterase.

—Podemos matarlo juntos, como a la última —dijo cargado de razón.

Lo medité un momento. Pensé en decirle la verdad: quizá los de la Alianza Humana no estuvieran a la altura, pero Edward sí. Podríamos matarlo juntos, en equipo, y me quitaría una complicación de encima. Pero sacudí la cabeza y suspiré. Mierda.

—No puedo.

—Será que no quieres.

—Será. —Asentí.

—Si lo que dices es cierto, eres la única humana que sabe quién es el amo, y yo necesito enterarme. —La máscara amistosa se evaporó de su cara, y sus ojos se volvieron amenazadores y despiadados como el cielo invernal. No había sentimientos a los que apelar—. No te interesa ser la única humana que tiene esa información, Anita.

Tenía razón: no me interesaba. Pero ¿qué podía decir?

—Es lo que hay.

—Si me dices quién es te ahorrarás un montón de problemas.

Qué cosas: me había creído. Bajé la vista al café para que no viera mi expresión de triunfo. Cuando volví a mirarlo ya la había controlado. Si al final me iba a llevar un Oscar y todo.

—Sabes que no cedo a las amenazas.

Asintió, se terminó el café y dejó la taza en mitad de la mesa.

—Haré lo que sea necesario para terminar este trabajo. —Sé que hablaba de torturarme para sacarme la información, y hasta parecía que lo sentía, aunque eso no iba a detenerlo. Uno de sus principios era no dejar nunca un trabajo a medias, y seguro que no permitiría que una minucia como la amistad empañara su historial.

—No lo dudo.

—Me salvaste la vida, pero yo te la salvé a ti, así que estamos en paz. ¿Lo entiendes?

—Lo entiendo.

—Bien. —Se puso en pie, y yo también. Nos miramos y sacudió la cabeza—. Mañana nos veremos y volveré a preguntártelo.

—No me impresionas. —Por fin empezaba a cabrearme. Se había presentado pidiendo información y había pasado a las amenazas. No disimulé el enfado; por una vez no necesitaba actuar.

—Eres dura, pero no tanto. —Sus ojos no transmitían nada, pero me recordaron los de un lobo que había visto una vez en California. Rodeé un árbol y me lo encontré de cara. Me quedé helada; hasta entonces no había entendido en qué consistía la indiferencia. Al lobo le importaba un carajo hacerme daño o no: yo elegía. Si hacía algo que le pareciera molesto, me atacaría; de lo contrario, se marcharía. Pero le daba igual; estaba dispuesto a hacer cualquiera de las dos cosas. Yo era quien tenía miedo, quien se había sobresaltado tanto que no podía ni respirar. Aguanté la respiración a la espera de que actuara el lobo, que al final desapareció entre los árboles.

Cuando recuperé el aliento volví al lugar donde estaba acampada. A pesar de lo mucho que me había asustado, aún recuerdo los ojos gris claro del lobo con todo detalle, y nunca podré quitarme esa imagen de la cabeza. Por terrorífico que fuera, también había sido maravilloso contemplar a un depredador sin barreras protectoras.

Al mirar a Edward me invadió la misma sensación; en cierto modo, era maravilloso. Pero no le habría dicho nada en ningún caso: no pensaba dejarme amedrentar por nadie. Yo también tenía mis principios.

—No quiero verme obligada a matarte, Edward.

—¿Tú a mí? —Sonrió con sorna.

—Haz la prueba.

La risa desapareció de sus ojos, de sus labios, de su cara, y volvió a mirarme con su rostro verdadero: el de depredador. Tragué saliva y me acordé de respirar despacio, con regularidad. Así que me mataría. Quizá sí, quizá no.

—¿El amo merece que muera uno de nosotros? —le pregunté.

—Es una cuestión de principios.

—Para mí también.

—Entonces ya hemos dejado clara nuestra postura.

—Sí.

Se dirigió a la puerta. Lo seguí y abrí, y se detuvo en el umbral.

—Tienes hasta el anochecer.

—Mi respuesta será la misma.

—Ya lo sé.

Se marchó sin mirar atrás, y me quedé contemplándolo hasta que desapareció por la escalera. Después cerré la puerta con cerrojo y me apoyé en ella, buscando la forma de salir de aquel atolladero.

Si se lo decía a Jean-Claude, quizá fuera capaz de acabar con Edward, pero yo no entregaba humanos a los monstruos, bajo ningún concepto. Si se lo decía a Edward, era posible que consiguiera matar a Jean-Claude, y hasta que yo lo ayudara.

Probé a imaginar el cuerpo perfecto de Jean-Claude hecho un colador, cubierto de sangre; su cara destrozada por un disparo de escopeta. Sacudí la cabeza. No podía hacerlo. No sabía muy bien por qué, pero no podía poner a Jean-Claude en manos de Edward.

No era capaz de traicionar a ninguno de los dos, y eso me dejaba hasta el cuello de mierda… de cocodrilo. Para variar.

ONCE

Estaba en la orilla, bajo los lóbregos árboles que la bordeaban. Las aguas negras del lago se agitaban en la oscuridad, mientras la luna, grande y resplandeciente, trazaba un sendero plateado en el lago. Jean-Claude salía del agua, que caía en chorros iridiscentes de los mechones empapados de pelo negro y de la camisa blanca, que se le pegaba al cuerpo marcándole los pezones. Me tendía la mano.

Yo llevaba un vestido largo negro; notaba el peso que me envolvía y la falda pegada a los muslos. Me cubría los hombros con una capa, también muy pesada. Estábamos en otoño y había luna llena.

—Ven conmigo —decía Jean-Claude.

Yo empezaba a adentrarme en el agua, que me levantaba el vestido y me empapaba la capa. Me la quitaba y se hundía; la perdía de vista. El agua estaba cálida como la de la bañera, cálida como la sangre. Levantaba una mano hacia la luna, y el líquido que chorreaba era denso y espeso; no parecía agua.

Llevaba un vestido que nunca había imaginado, a la orilla de un lago que no conocía, y veía acercarse al apuesto monstruo, elegante y cubierto de sangre. Me desperté jadeando, agarrada a las sábanas como si en ello me fuera la vida.

—Hijo de puta —susurré—. Me prometiste mantenerte apartado de mis sueños.

Vi en el despertador luminoso de la mesilla que eran las dos de la tarde. Llevaba diez horas frita. Debería estar descansada, pero no era así; tenía la impresión de haber estado corriendo de pesadilla en pesadilla, sin parar un momento, aunque sólo recordaba la última. Si todos mis sueños habían sido como aquel, prefería no recordarlos.

¿Y por qué volvía Jean-Claude a entrar en mis sueños? Me había dado su palabra de que se abstendría, pero quizá su palabra no valiera nada. Quizá.

Me desnudé frente al espejo del cuarto de baño. Tenía las costillas y el abdomen cuajados de cardenales oscuros, de color morado, y me dolía el pecho al respirar, pero no tenía nada roto. La quemadura estaba tan fea como la última vez que la había visto, con la piel chamuscada por las partes que no estaban cubiertas de ampollas. El dolor de las quemaduras parece llegar hasta el hueso. Cada vez que me quemo me da la impresión de que tengo terminaciones nerviosas muy por debajo de la piel; si no, ¿cómo puede doler tanto?

Había quedado con Ronnie a las tres en el gimnasio. No os liéis: era mi amiga Verónica. Se hacía llamar Ronnie porque opinaba que conseguía más trabajo de detective privada si la gente la tomaba por un hombre. Triste pero cierto. Íbamos a levantar pesas y correr. Me puse un sujetador deportivo negro, con cuidado de no rozarme la quemadura. El elástico me apretaba las contusiones, pero no era para tanto. Me unté crema antiséptica en la quemadura, me la tapé con una gasa y me puse una camiseta roja de hombre, con las mangas y el cuello cortados. Unos pantalones de ciclista negros, unos calcetines de deporte con una raya roja y unas deportivas negras completaban mi atuendo.

La camiseta dejaba ver la gasa, pero no los cardenales. Casi todos los asiduos del gimnasio estaban acostumbrados a verme aparecer con magulladuras o cosas peores, y ya no hacían demasiadas preguntas. Según Ronnie, era porque siempre les soltaba alguna bordería, pero me daba igual: me gusta que me dejen en paz.

Ya me había puesto la chaqueta y tenía la bolsa en la mano cuando sonó el teléfono. Vacilé, pero al final decidí cogerlo.

—¿Sí?

—Soy Dolph.

Se me encogió el estómago. ¿Otro asesinato?

—¿Qué pasa?

—Hemos identificado al desconocido que examinaste.

—¿La víctima de los vampiros?

—Sí.

Dejé escapar el aire que había estado aguantando. No había muerto nadie más, y hacíamos progresos. ¿Podía haber algo mejor?

—Calvin Barnabas Rupert, Cal para los amigos. Veintiséis años, casado con Denise Smythe Rupert desde hace cuatro. Sin hijos. Era agente de seguros, y no hemos descubierto nada que lo relacione con la comunidad vampírica.

—Estaría en el sitio adecuado, pero en el momento inadecuado.

—¿Lo eligieron al azar? —Lo preguntó como si yo lo supiera.

—Quizá.

—Si así fuera, no tendríamos ninguna pauta y no sabríamos por dónde empezar a buscar.

—Y quieres que averigüe si Cal Rupert se mezclaba con monstruos.

—Sí.

—Lo intentaré —dije con un suspiro—. ¿Algo más? Tengo que salir.

—Muy bien. Llámame si te enteras de algo. —Su voz sonaba rara.

—Si hubierais encontrado otro cadáver, me lo dirías, ¿verdad?

—Y te haría venir a medir los bocados. —Soltó una risa amarga—. ¿Por qué?

BOOK: Circo de los Malditos
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