Tenía todo el vello erizado. El poder que había sentido al principio seguía presente. No bastaba con que los colmillos venenosos fueran suficientemente grandes para atravesarme; además, tenía que emanar magia. Cojonudo. Simplemente cojonudo.
El olor a flores se había vuelto más intenso, más cercano. No procedía de Jean-Claude; la cobra llenaba el aire de perfume. Las serpientes no huelen a flores; tienen un olor rancio, inconfundible e inolvidable, que no se parece nada al de los animales de sangre caliente. Los ataúdes de los vampiros tienen un olor parecido.
La cobra giró la enorme cabeza, siguiéndome.
—Venga, un poco más. —Estaba hablando con ella, lo cual es una estupidez, ya que no tienen sentido del oído.
El olor a flores era denso, empalagoso. Me desplacé por el borde de la pista, seguida por la serpiente. Puede que me siguiera por costumbre: era bajita y tenía el pelo oscuro y largo, aunque no tanto como la encantadora muerta. Quizá quisiera tener alguien a quien seguir.
—Vamos, bonita, ven con mamá —susurré en voz muy baja, sin mover apenas los labios. Sólo estábamos la serpiente, mi voz y yo. No me atrevía a mirar a Jean-Claude; lo único importante eran mis pies que se arrastraban por el cemento, los movimientos de la serpiente y la pistola en mis manos. Era como un baile.
Abrió la boca y agitó la lengua, y vi unos colmillos grandes como lanzas. Las cobras tienen los colmillos fijos, no como las serpientes de cascabel, que los tienen retráctiles. Qué emoción, recordar algo de las clases de herpetología, aunque estoy segura de que el doctor Greenburg no había visto nunca nada semejante.
Me entraron ganas de reír, pero apunté cuidadosamente a la boca del animal. El olor a flores era tan fuerte que parecía palpable. Apreté el gatillo.
La serpiente echó la cabeza hacia atrás y salpicó el suelo de sangre. Volví a disparar una y otra vez, mientras las mandíbulas estallaban en una lluvia de huesos y carne. La cobra abrió la boca y siseó. Creo que estaba gritando.
Su cuerpo cayó al suelo y empezó a convulsionarse. ¿Podría matarla? ¿Sería posible acabar con ella sólo con balas? Le pegué tres tiros más en la cabeza, y el cuerpo se convirtió en un enorme nudo ensangrentado. Las escamas blancas y negras parecían bullir.
Me golpeó mientras se debatía, y caí de rodillas. Me apoyé en el suelo con una mano y seguí apuntando con la otra. Volvió a golpearme, y tuve la impresión de que me había caído encima una ballena. Estaba aturdida, aplastada bajo varios kilos de carne de serpiente. La bestia se cernió sobre mí, echando sangre oscura y veneno transparente por la boca. Si el veneno me alcanzaba la piel, me mataría; era demasiada cantidad.
Tumbada de espaldas, disparé y seguí disparando mientras la cabeza se movía por encima de mí.
De repente, algo la alcanzó; algo cubierto de pelo le clavó colmillos y garras en el cuello. Era un hombre lobo, peludo pero con forma humana. La cobra se debatió, aplastándome con las escamas lisas del abdomen. No iba a comerme; sólo iba a hacerme papilla.
Grité y disparé contra su cuerpo. No me quedaban balas. ¡Mierda!
Jean-Claude apareció a mi lado, y sus manos pálidas cubiertas de puntillas levantaron todo ese músculo que me aprisionaba como si no pesara una tonelada. Salí a rastras y retrocedí hasta chocar con el borde de la pista. Entonces quité el cargador vacío y saqué el de repuesto. No era consciente de haber disparado trece veces, pero debía de ser así. Amartillé la pistola, lista de nuevo para la acción.
Jean-Claude estaba hasta los codos de serpiente. Tiró y extrajo un trozo sanguinolento de columna vertebral, y la serpiente gigante se partió en dos.
Yasmín la estaba desgarrando como un niño que jugara con un montón de plastilina. Tenía la cara y el torso cubiertos de sangre. Sacó un trozo largo de intestino y se echó a reír.
Nunca había visto a tantos vampiros emplear su fuerza sobrehumana. Me quedé en el sitio, con la pistola cargada, mirando.
La cambiaformas mulata seguía sin transformarse; había conseguido un cuchillo y se dedicaba a trinchar alegremente.
La cobra golpeó el suelo con la cabeza, y el hombre lobo salió rodando. La serpiente se alzó de nuevo y golpeó con la boca destrozada el hombro de la cambiaformas, que gritó. Un colmillo le asomó por la espalda, y un chorro de veneno salpicó el suelo. El veneno y la sangre le empaparon la ropa.
Me adelanté con la pistola preparada, pero vacilé. La cobra sacudía la cabeza, intentando deshacerse de la mujer ensartada, pero el colmillo estaba demasiado clavado, y la boca del animal, demasiado destrozada. Ninguna de las dos tenía escapatoria.
No estaba segura de poder acertar a la cobra en la cabeza sin dar a la mujer, cuyos gritos se habían trasformado en alaridos. Había soltado el cuchillo y arañaba a la serpiente con impotencia.
Un vampiro rubio la agarró, pero la serpiente se echó hacia atrás y arrastró a la mujer, zarandeándola como un perro a un conejo.
El hombre lobo saltó al cuello de la serpiente y se le montó encima como si fuera un caballo salvaje. Era imposible disparar sin dar a nadie. Mierda. Sólo podía mirar.
El hombre de la cama corría por la pista. ¿Tanto había tardado en ponerse unos pantalones y una chaqueta de chándal? No había subido la cremallera, con lo que mostraba gran parte de su pecho bronceado y, por lo que podía ver, estaba desarmado. ¿Qué demonios creía que podía hacer? Mierda, mierda, mierda.
Se arrodilló junto a los dos hombres heridos y arrastró a uno para apartarlo. Buena idea.
Jean-Claude sujetó a la mujer, agarró el colmillo que le atravesaba el hombro y lo partió con un sonido seco, como un disparo. También se rompieron varios huesos y ligamentos del hombro de la cambiaformas, que soltó un último alarido y quedó inerte. Jean-Claude la acercó a mí y la depositó en el suelo. El brazo derecho le colgaba de unos jirones de músculo; por fin se había librado de la serpiente, pero tenía el brazo casi arrancado.
—Ayúdala,
ma petite
. —La dejó delante de mí.
Yo sabía algo de primeros auxilios, pero coño, era imposible hacer un torniquete en aquella herida, y tampoco había forma de recolocar el brazo. No estaba roto sin más; estaba destrozado.
Un viento recorrió la carpa, y se me encogió el estómago. Tomé aire y aparté la vista de la joven moribunda. Jean-Claude estaba junto a la serpiente; todos los vampiros se ensañaban con ella, pero seguía viva. La corriente agitaba el encaje de la camisa de Jean-Claude y su pelo ondulado. La notaba también en la cara, y hacía que se me desbocara el corazón. Sólo podía oír el latido de mi propia sangre en los oídos.
Jean-Claude se adelantó, casi con delicadeza, y sentí que algo de mi interior avanzaba con él; era como si nos uniera una cuerda invisible. El corazón me latía tan deprisa que me costaba respirar. ¿Qué ocurría?
Se colocó sobre la serpiente y le clavó las manos por debajo de la boca. Sentí que introducía las manos en la carne temblorosa, que buscaba el hueso y lo partía, que hundía los brazos hasta el fondo. Era viscoso, húmedo, pero no caliente. Empujamos y tiramos hasta que nos dolieron los hombros por el esfuerzo.
La cabeza arrancada cayó a la pista y se quedó boqueando en vacío. El cuerpo seguía moviéndose, pero cada vez más débilmente.
Yo había caído al suelo, justo al lado de la mujer herida. Todavía tenía la Browning en la mano, aunque ya no me servía de nada. Podía oír de nuevo, sentir de nuevo. No tenía las manos pringadas de sangre y asquerosidades; era Jean-Claude, no yo. Virgen santa, ¿qué me estaba pasando?
Aún notaba la sangre; era un recuerdo sensorial muy intenso. Puaj.
Noté un contacto en el hombro y giré en redondo, con la pistola por delante. Me encontré encañonando al tipo del chándal, que se había agachado junto a mí; levantó las manos y clavó la vista en el arma.
—Estoy en tu bando —dijo.
El pulso seguía latiéndome con demasiada fuerza y no estaba segura de que me saliera la voz, de modo que asentí y aparté la pistola.
—Podemos usar esto para intentar detener la hemorragia —añadió mientras se quitaba la chaqueta y la acercaba al hombro de la chica.
—Creo que ha entrado en shock.
—Tú tampoco tienes tan buena pinta. —No me sentía muy bien, no. Jean-Claude había entrado en mi mente, en mi cuerpo, como si fuéramos una sola persona. Me eché a temblar de forma incontrolable; puede que también por el shock—. He llamado a la policía y he pedido que manden ambulancias.
Me quedé mirándolo. Tenía las facciones duras, de pómulos marcados y mandíbula cuadrada, pero sus labios contrastaban, de forma que el conjunto resultaba agradable. El pelo castaño ondulado le enmarcaba el rostro. Me recordó a otro hombre de pelo largo y castaño, a otro humano que se había mezclado con vampiros. Tuvo una muerte horrible, y yo no había podido evitarlo.
Marguerite nos observaba atentamente desde el otro lado de la pista, con los labios entreabiertos. La muy zorra lo encontraba divertido.
El hombre lobo se apartó de la serpiente. Era elegante, la epítome de cualquier cambiaformas que hubiera acechado las calles de Londres, salvo por el detalle de que estaba desnudo y se le veía todo. Los hombres lobo del cine siempre tienen la entrepierna lisa como una Barbie.
Tenía el pelaje del color de la miel tostada. ¿Un hombre lobo rubio? ¿Sería Stephen? De lo contrario, Stephen no estaba allí, y dudaba que Jean-Claude le hubiera permitido largarse.
—¡Todo el mundo quieto! —gritaron. Arriba había dos policías de uniforme, apuntando con las pistolas.
—¡Dios mío! —exclamó uno de ellos.
Me guardé la pistola mientras ellos se quedaban mirando la serpiente, que seguía presa de violentas convulsiones a pesar de estar muerta. El cuerpo de los reptiles tarda más que el de los mamíferos en darse cuenta de que ha muerto.
Me sentía ligera como el aire, vacía. Todo tenía un tinte irreal. No era por la serpiente, sino por lo que me había hecho Jean-Claude, fuera lo que fuera. Sacudí la cabeza para intentar despejarme, para poder pensar. Había llegado la policía, y yo tenía cosas que hacer.
Me saqué de la riñonera la tarjeta que me identificaba como miembro de la Brigada Regional de Investigación Preternatural y me la coloqué en el cuello de la cazadora. Era casi como lucir una placa.
—Iré a hablar con ellos antes de que empiecen a disparar —dije.
—Pero si la serpiente está muerta —dijo el hombre.
El hombre lobo tenía el hocico hundido en el cadáver, y arrancaba trozos de carne. Tragué saliva y aparté la vista.
—Probablemente considerarán que no es el único monstruo.
—Ah —dijo en voz muy baja, como si no se le hubiera pasado por la cabeza. ¿Cómo se habría buscado semejante compañía?
Caminé hacia los policías, sonriente. Jean-Claude estaba en mitad de la pista, con la camisa blanca tan ensangrentada que se le pegaba al cuerpo, marcándole los pezones. También tenía la cara y las manos llenos de sangre. La vampira más joven tenía la cara enterrada en los restos de la serpiente y los amasaba para chupar la sangre; los sonidos de succión parecían innecesariamente fuertes.
—Me llamo Anita Blake y trabajo con la Brigada Regional de Investigación Preternatural. Aquí tienen mi identificación.
—¿Quién es su acompañante? —preguntó un policía, señalando con un gesto al hombre del chándal. Aún apuntaba con la pistola hacia el centro de la pista, a nadie en concreto.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté entre dientes.
—Richard Zeeman —susurró.
—Richard Zeeman —dije en voz alta—. Es un espectador inocente.
Probablemente era mentira. ¿Hasta qué punto podía ser inocente un hombre que se despertaba en una cama rodeada de vampiros y cambiaformas? Pero el policía pareció satisfecho.
—¿Y los demás? —preguntó.
Seguí su mirada. La escena no había mejorado.
—El gerente y varios empleados. Estaban conteniendo al animal para que no alcanzara a la gente.
—Pero no son humanos, ¿verdad?
—No —contesté tímidamente.
—La leche. En la comisaría no se van a creer esto —comentó su compañero.
Probablemente tenía razón. Hasta a mí, que lo había presenciado todo, me costaba creerlo: una cobra gigante devoradora de hombres. Pues sí, pues la leche. Y hasta la releche.
Estábamos en el pasillo por el que salían a escena los artistas. La iluminación era escasa, lo que indicaba que a muchos de ellos no les hacía demasiada gracia la luz. Qué sorpresa. Tampoco había asientos, y empezaba a aburrirme de estar sentada en el suelo. Primero tuve que prestar declaración a un agente de uniforme y, después, a un inspector. A continuación había llegado la BRIP, y vuelta a empezar. Dolph me saludó con un gesto de la cabeza, y Zerbrowski, disparándome con el pulgar y el índice. De eso hacía una hora y cuarto, y estaba harta de que nadie me hiciera caso.
Tenía delante a Richard Zeeman y a Stephen Hombrelobo. Richard estaba sentado con las manos alrededor de una rodilla. Llevaba unas zapatillas de deporte blancas con detalles azules, sin calcetines. Hasta los tobillos los tenía bronceados. El pelo le rozaba los hombros desnudos. Tenía los ojos cerrados, así que podía contemplar su torso musculado tanto como quisiera. Tenía el vientre plano, con un triángulo de vello negro que discurría del pantalón al ombligo, y a continuación llegaba un pecho perfecto, liso, lampiño. Nada que objetar.
Stephen estaba acurrucado en el suelo, dormido. Tenía unas contusiones bastante feas en lado izquierdo de la cara, con tonos que iban del rojo al morado. Además tenía el brazo izquierdo en cabestrillo, pero se había negado a ir al hospital. Estaba envuelto en la manta gris que le habían dado los enfermeros, y creo que no llevaba nada más; supongo que había perdido la ropa al cambiar de forma. Cuando se convertía en hombre lobo aumentaba de tamaño, y sus piernas adquirían una complexión completamente distinta, así que los vaqueros ajustados y las camperas habrían pasado a la historia. Quizá fuera por ese motivo por lo que la cambiaformas mulata estaba desnuda. ¿Y Richard Zeeman? ¿También seria cambiaformas?
No creía. Si lo era, lo ocultaba mejor que nadie a quien yo hubiera conocido. Además, si era cambiaformas, ¿por qué no había participado en la lucha contra la cobra? Había hecho lo que haría cualquier persona sensata y desarmada: mantenerse al margen.