Seguía mirándome con una desazón que parecía una herida abierta. Como se echara a llorar, me largaba.
Se volvió sin decir nada más y atravesó la puerta abierta. Vacilé un momento y, antes de pasar, oí un murmullo procedente del público. Me volví y entonces la vi: era una serpiente, pero no sólo era la cobra más grande del mundo, sino que además era la serpiente más gigantesca del mundo mundial. Tenía anillos de color negro grisáceo y blanco apagado, y sus escamas resplandecían bajo los focos. La cabeza medía por lo menos medio metro de ancho. Era imposible que fuera tan grande. Desplegó la capucha, que tenía el tamaño de una antena parabólica, y siseó sacando una lengua que parecía un látigo negro.
Había estudiado un semestre de herpetología en la carrera, y si ese bicho hubiera medido dos o tres metros, lo habría catalogado como cobra egipcia, aunque no recordaba el nombre científico.
La mujer se inclinó delante de la serpiente, hasta tocar el suelo con la frente: un gesto de pleitesía ante su dios. Virgen santa.
Después se levantó y se puso a bailar, bajo la mirada atenta de la cobra. Usaba el cuerpo en lugar de la flauta, para llamar la atención del animal corto de vista. No quería ver qué pasaba si la cagaba. El veneno no llegaría a matarla; los colmillos eran tan largos y afilados que la atravesarían como espadas, y se desangraría mucho antes de que hiciera efecto la toxina.
Algo estaba cobrando forma en mitad de la pista. La magia me subía como un cosquilleo por la columna. ¿Era lo que mantenía inofensiva a la serpiente, o lo que la invocaba? ¿O emanaba de la serpiente? ¿Tendría su propio poder? Ni siquiera sabía cómo llamarla. Parecía una cobra, probablemente la más grande del mundo, pero no era eso… Se me ocurría pensar en un dios, pero tampoco era un término ajustado.
Sacudí la cabeza y me volví. No quería ver el espectáculo; no quería estar en un sitio donde notaba el frío de la magia en la piel. Si la serpiente no fuera inofensiva, Jean-Claude la tendría enjaulada, ¿verdad? Ya, y qué más.
Dejé estar a la cobra más grande del mundo y a la encantadora de serpientes. Quería hablar con Jean-Claude y largarme de allí.
La entrada de la cabina estaba a oscuras. Los vampiros no necesitaban luz, pero ¿y los licántropos? No tenía ni idea; aún me quedaba mucho por aprender. Llevaba la chaqueta desabrochada del todo, lo mejor para desenfundar rápidamente. Aunque la verdad era que si necesitaba sacar la pistola, lo tendría más que crudo.
Aspiré profundamente y solté el aire. No tenía sentido aplazarlo más. Atravesé el umbral y me adentré en la oscuridad sin volver la cabeza. No quería ver qué pasaba en la pista. Claro que tampoco quería ver qué había en la penumbra, pero… ¿tenía más opciones? A mí que me registren.
La cabina era como un armario forrado de cortinas, y allí no había nadie más que yo. ¿Dónde se había metido Stephen?
Si fuera un vampiro, habría atribuido su desaparición a un numerito, pero los licántropos no se desvanecen así como así. Tenía que haber otra puerta.
Si yo hubiera construido aquello, ¿dónde habría colocado la segunda puerta? Respuesta: enfrente de la primera. Aparté las cortinas y la encontré. Elemental, querido Watson.
Era una puerta sólida, de madera tallada con motivos florales. El picaporte era blanco, con florecitas rosa en el centro. Era una puerta tremendamente femenina. No, no me lo digáis: no hay ninguna ley que prohíba que a los hombres les gusten las flores. Ninguna en absoluto, qué comentario más sexista. Borra eso.
No saqué la pistola. ¿Veis como no soy tan paranoica?
Giré el pomo, empujé la puerta y seguí empujándola hasta que topó con la pared. No había nadie escondido detrás. Bien.
El papel pintado era blanco, de tono apagado, con cenefas estrechas plateadas, doradas y cobrizas. Tenía un aspecto vagamente oriental. La moqueta era negra; ni siquiera sabía que las fabricaran de ese color. Una cama con dosel ocupaba un lado de la habitación, y las cortinas de gasa negra le daban un aspecto difuso, como salido de un sueño. Había alguien durmiendo en un nido de mantas negras y sábanas carmesí. Una mata de pelo castaño le cubría la cara como un sudario, pero a la vista del pecho lampiño, deduje que se trataba de un hombre. La escena tenía un aspecto algo irreal, como si el durmiente esperase la entrada de las cámaras para empezar a moverse.
En la pared del fondo, al otro lado, había un sofá negro con cojines rojo sangre, que formaba esquina con otro más pequeño, a juego. Jean-Claude ocupaba el primero, y Stephen, el segundo.
El vampiro llevaba unos pantalones negros embutidos en unas botas de cuero de caña alta, también negras, de un tono intenso como el del terciopelo. Un broche con un rubí enorme le cerraba el cuello alto de la camisa, blanca y rematada con puntillas que se perdían bajo el pelo oscuro. Las mangas eran anchas, pero se estrechaban al llegar a las muñecas y derramaban más encaje sobre las manos, de modo que sólo asomaban los dedos.
—¿De dónde sacas esas camisas? —le pregunté.
—¿No te gusta? —replicó con una sonrisa. Se acarició el pecho, pasando por encima de los pezones. Era una invitación: podía tocar el tejido y comprobar si el encaje era tan suave como parecía.
Negué con la cabeza; no era plan de distraerse. Subí la vista a la cara: Jean-Claude me devolvía la mirada con sus ojos azul oscuro enmarcados por densas pestañas.
—Te desea, amo —se burló Stephen—. Lo huelo.
—Y yo —dijo Jean-Claude, volviéndose hacia él. El trasfondo era mucho menos inocente que las palabras. Su voz recorrió la habitación, grave y cargada de temibles promesas.
—Lo decía con buena intención —se apresuró a aclarar Stephen. Parecía asustado, y ¿cómo culparlo?
Jean-Claude se volvió hacia mí como si no hubiera pasado nada, mirándome con su expresión de interés divertido.
—No necesito que me protejas —le dije.
—¿Estás segura?
Giré en redondo y me encontré con que tenía una vampira detrás. No había oído la puerta.
La mujer me sonrió sin enseñar los colmillos: un truco que aprenden los vampiros a base de práctica. Era alta y esbelta, de piel oscura, con un pelo azabache que le llegaba por la cintura. Llevaba unos pantalones de ciclista granate, tan ajustados que se notaba la falta de ropa interior, y un top ablusado de seda roja con tirantes finísimos. ¿Seguro que no era la parte superior de un picardías? Unas sandalias rojas de tacón y una cadena de oro con un diamante solitario completaban el atuendo. Exótica era la palabra que mejor la definía. Se me acercó, sonriente.
—¿Me estás amenazando? —pregunté.
—Aún no —dijo la vampira, deteniéndose ante mí. Tenía vestigios de algún acento extranjero áspero, con muchas sibilantes.
—Ya basta —dijo Jean-Claude.
—No creo —dijo ella, agitando la melena como un velo.
—Yasmín… —Sólo una palabra. Una advertencia.
Yasmín se echó a reír, con un sonido que parecía de cristales rotos, y se quedó delante de mí, bloqueándome la visión de Jean-Claude. Alargó una mano y me aparté.
Su sonrisa creció hasta revelar los colmillos, y volvió a alargar la mano. Di un paso atrás, pero de repente la tenía encima, sin tiempo de parpadear. Me cogió del pelo y me echó la cabeza hacia atrás, clavándome las uñas en el cuero cabelludo. Con la otra mano me sujetó la barbilla, agarrándome con fuerza. Tenía la cabeza inmóvil, atrapada entre sus manos.
No podía hacer nada, salvo desenfundar y pegarle un tiro, pero a juzgar por sus movimientos, tenía la impresión de que no sacaría el arma a tiempo.
—Ya veo por qué te gusta. Tan bonita, tan delicada… —Se volvió ligeramente hacia Jean-Claude, sin soltarme—. No esperaba que te diera por una humana. —Era como si hablara de un cachorro abandonado.
Se volvió hacia mí de nuevo, y le hundí la 9 mm en el pecho: por rápida que fuera, podría herirla si me daba la gana. Soy capaz de percibir la edad de los vampiros; es un talento natural que he afinado con la práctica. Yasmín era antigua, más que Jean-Claude; estoy segura de que superaba los quinientos años. Si se tratara de una vampira reciente, una bala de alta tecnología a quemarropa le haría trizas el corazón y acabaría con ella, pero tenía muchos años y era maestra vampira, así que quizá no la matara. O quizá sí…
Una expresión cruzó su rostro: sorpresa y puede que un poco de miedo. Tenía el cuerpo tan inmóvil que, si estaba respirando, no se le notaba.
—Suéltame la cabeza, muy despacio. —Mi voz sonaba forzada a causa del ángulo del cuello, pero hablé con claridad—. Y después ponte las manos en la nuca y entrelaza los dedos.
—¡Jean-Claude, controla a tu humana!
—Yo en tu lugar obedecería, Yasmín —contestó él, complacido—. ¿A cuántos vampiros has matado ya, Anita?
—A dieciocho.
—No te creo —dijo Yasmín, pero sus ojos se agrandaron.
—Pues créete esto, zorra: si aprieto el gatillo, se acabó.
—Las balas no me hacen nada.
—Bañadas en plata. Suéltame de una vez. —Las manos de Yasmín se apartaron de mi cabeza y mi barbilla—. Muy despacio.
Obedeció; adoptó una postura sumisa, con los dedos entrelazados en la nuca. Me alejé de ella sin dejar de apuntarle al pecho.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Yasmín. Mantenía una sonrisa irónica, y los ojos le irradiaban diversión. No me gusta nada que se rían de mí, pero cuando se trata con maestros vampiros hay que estar dispuesto a hacer concesiones.
—Puedes bajar las manos —le dije.
Las bajó, pero siguió mirándome como si me hubiera salido otra cabeza.
—¿De dónde la has sacado, Jean-Claude? —preguntó—. Esta gatita sabe sacar las uñas.
—Dile a Yasmín cómo te llaman los vampiros, Anita.
Tampoco me hace gracia que me mandoneen, pero no era momento de ponerse quisquillosa.
—La Ejecutora.
Yasmín abrió los ojos más aún, y de repente sonrió enseñando los colmillos del todo.
—Esperaba que fueras más alta.
—Yo también me llevé una decepción cuando dejé de crecer.
Yasmín echó la cabeza hacia atrás y rió exageradamente, rozando la histeria.
—Me gusta, Jean-Claude. Es peligrosa; como dormir con un león. —Avanzó hacia mí, sin inmutarse por la pistola.
—Jean-Claude, dile que le pegaré un tiro como no se aparte.
—Te prometo que no te haré daño —dijo Yasmín—. Tendré mucho, mucho cuidado. —Siguió avanzando, y yo no sabía qué hacer. Estaba jugando conmigo y pretendía hacerme pasar un mal rato, pero no creía que quisiera matarme. ¿Sería lícito pegarle un tiro por tocacojones? Me temo que no—. El calor de tu sangre impregna el aire como un perfume. —Se contoneó hasta situarse justo delante. La apunté, pero se echó a reír y apoyó el pecho en el cañón de la pistola—. Tan suave y húmeda, pero tan fuerte… —No sabía si hablaba de sí misma o de mí, pero en cualquier caso, no me gustaba. Se frotó la pistola contra el pecho, acariciándola con los pezones—. Delicada… pero peligrosa.
La última palabra fue apenas un susurro que me recorrió la piel como agua helada. Era la primera vez que veía a otro maestro vampiro hacer trucos de voz parecidos a los de Jean-Claude.
Vi que se le endurecían los pezones a través de la fina tela del top. Arg. Apunté al suelo y me aparté de ella.
—Joder, ¿es que todos los vampiros de más de doscientos años sois igual de pervertidos?
—Yo tengo más de doscientos años —observó Jean-Claude.
—Como queríamos demostrar.
La risa que fluía de la boca de Yasmín me acariciaba la piel como un viento cálido. Ella siguió acercándoseme mientras yo retrocedía, hasta que me topé con la pared. Apoyó las manos a los lados de mis hombros, y empezó a flexionar los brazos para acortar la distancia.
—Creo que me apetece probarla —dijo.
Le hundí la pistola en las costillas, más abajo, para que no se restregara.
—Estoy en contra de los colmillos —dije.
—Qué chica más dura. —Se acercó hasta rozarme la frente con los labios—. Me gustan las chicas duras.
—Jean-Claude, haz algo antes de que muera alguien.
Yasmín se apartó de mí tanto como pudo sin quitar las manos de la pared y se humedeció los labios, sin mostrar apenas los colmillos. Después volvió a acercarse con los labios entreabiertos, pero no en dirección al cuello, sino a la boca. Así que quería probarme en el otro sentido. Pues no podía pegarle un tiro sólo por intentar besarme; tampoco se lo habría pegado a un hombre en esas circunstancias.
Su pelo, suave como la seda, me cubrió las manos. Sólo podía ver su cara, con unos ojos de un negro impoluto y unos labios que casi rozaban los míos. Tenía el aliento cálido y olía a pastillas de menta, pero debajo de ese toque de modernidad había algo más antiguo: el hedor de la sangre.
—Hueles a sangre pasada —susurré contra su boca.
—Ya lo sé —contestó, rozándome con los labios. Me besó con delicadeza y noté que se le formaba una sonrisa.
Se abrió la puerta, que nos estampó contra la pared. Yasmín se incorporó, pero no apartó las manos. Las dos nos volvimos: una mujer de pelo clarísimo miraba a su alrededor. Al vernos abrió desmesuradamente los ojos, de un azul muy claro. Soltó un grito lleno de cólera.
—¡Aparta de ella!
—¿Me dice a mí? —le pregunté a Yasmín.
—Sí —contestó la vampira, divertida por la situación.
A la otra mujer no parecía hacerle gracia; corrió hacia nosotras con los brazos extendidos y las manos crispadas como garras. Yasmín la atrapó con un movimiento tan rápido que sólo vi un borrón, y la sujetó mientras ella seguía intentando alcanzarme.
—¿Qué coño pasa? —pregunté.
—Se llama Marguerite. Es la sierva humana de Yasmín —contestó Jean-Claude—. Tiene miedo de que se la robes.
—No la quiero para nada. —Yasmín me miró cabreada. ¿La había ofendido? Esperaba que sí—. Mira, Marguerite, Yasmín es toda tuya, ¿vale?
La mujer soltó un sonido gutural; supuse que sería guapa, pero la rabia la había transfigurado. No había visto nunca una cólera tan visceral. Con pistola y todo, me acojoné.
Yasmín tuvo que cogerla en vilo, y ella siguió agitando brazos y piernas en el aire.
—Me temo que no se calmará hasta haber satisfecho el desafío —dijo la vampira.
—¿Qué desafío? —pregunté yo.
—Has puesto en entredicho sus derechos sobre mí.
—Más quisieras. —Yasmín sonrió. Probablemente, la serpiente le dedicó a Eva la misma sonrisa: afable, divertida, temible—. No sé de qué va esto —añadí, mirando a Jean-Claude—, pero he venido a otra cosa. No me interesan los vampiros, y mucho menos las vampiras.