—Bonito pijama.
—Tengo otro con trenecitos —dijo encogiéndose de hombros—. A Katie le parece muy sexy.
—No me sabía lo de las inclinaciones ferroviarias de tu mujer.
—Lo que le gusta es que lo lleve yo. —Su sonrisa se ensanchó.
—Sabía que eres un pervertido, pero ¿pijamas de niño? —Sacudí la cabeza—. Eso es demasiado.
—Gracias. —Dirigió la vista al cadáver y dejó de sonreír gradualmente—. ¿Qué opinas?
—¿Dónde se ha metido Dolph?
—Está en la casa, con la mujer que ha encontrado el cadáver. —Se metió las manos en los bolsillos y basculó apoyado en los talones—. Está bastante alterada; probablemente sea la primera vez que ve un cadáver fuera de un ataúd.
—La gente normal no suele toparse con la muerte más que en los entierros, Zerbrowski.
Se inclinó hacia delante, apoyó los pies y se quedó quieto.
—¿Verdad que estaría bien ser normal?
—A veces.
—Sí, te entiendo. —Recuperó la sonrisa y sacó una libreta que parecía estrujada con saña.
—¿Qué coño es eso?
—Sigue siendo papel. —Intentó alisarla, pero al final lo dejó correr y se quedó con el boli encima del papel arrugado—. Ilumíname, oh experta en todo lo sobrenatural.
—¿Y luego tendré que repetírselo a Dolph? Preferiría explicarlo sólo una vez e irme a dormir.
—Toma, y yo. ¿Por qué crees que voy en pijama?
—No sé, a lo mejor querías demostrar algo. —Puso cara de perro—. Eh, a mí no me mires.
Dolph salió de la casa en aquel momento, por una puerta que parecía pequeña para él, con sus dos metros y su constitución corpulenta. Tenía el pelo negro y muy corto, lo que dejaba las orejas desamparadas a los lados de la cara, pero esas cosas se la traían al pairo. Llevaba la corbata firmemente anudada alrededor de una camisa blanca de vestir. Fijo que lo habían sacado de la cama, igual que a Zerbrowski, pero estaba impoluto y lucía su mejor aspecto profesional. Daba igual la hora; Dolph siempre estaba listo para hacer su trabajo. Un policía de los pies a la cabeza.
Lo que no entendía era por qué lo habían puesto a cargo de la brigada menos codiciada de la ciudad. Suponía que era algún tipo de castigo, pero nunca se lo había preguntado, y probablemente no se lo preguntaría nunca; era asunto suyo. Si quería que lo supiera, ya me lo diría.
En un principio se creó la brigada para apaciguar a los contribuyentes y demostrar que se tomaban medidas contra los delitos sobrenaturales, pero Dolph se había tomado en serio el trabajo y a sus hombres, y en dos años habían resuelto más casos que ningún otro grupo policial del país. Lo habían invitado a pronunciar conferencias para otros departamentos, e incluso un par de veces se lo habían prestado a otras jurisdicciones.
—Bueno, Anita, ¿qué tenemos?
Así es Dolph: no le van los preliminares.
—Buenos días. Yo también me alegro de verte. —Ni me contestó—. Vale, vale. —Me arrodillé al otro lado del cadáver para poder señalar mientras hablaba; no hay nada como un refuerzo visual para hacerse entender—. Las mediciones demuestran que lo mordieron tres vampiros, como mínimo.
—¿Pero? —preguntó Dolph. Qué reflejos.
—Pero creo que cada herida es de un vampiro distinto.
—Los vampiros no cazan nunca en grupo.
—No lo tienen por costumbre, que no es lo mismo.
—¿Y a qué se puede deber el cambio?
—Se me ocurren dos motivos: el primero, que un vampiro veterano le esté enseñando el oficio a un novato, pero entonces sólo habría dos mordiscos, no cinco; el segundo, que al maestro vampiro que controle al clan se le haya ido la olla.
—¿Cómo?
—Los maestros vampiros tienen un control casi absoluto sobre sus subordinados, y a veces recurren a las matanzas en grupo para afianzar el vínculo, pero no tiene sentido que hayan dejado el cadáver aquí tirado. Lo suyo sería que lo escondieran donde nadie pudiera encontrarlo.
—Pues lo han dejado bien a la vista —dijo Zerbrowski.
—Exactamente. Sólo un maestro vampiro que estuviera majara dejaría un cadáver en un sitio así. Ni siquiera cuando el vampirismo era ilegal: llama demasiado la atención, y la atención suele llevar una estaca en una mano y un crucifijo en la otra. Y hoy en día, si damos con los vampiros que lo han hecho, tendremos una orden judicial asegurada. —Sacudí la cabeza—. Una carnicería así es mala para el negocio, y los vampiros, por encima de todo, son pragmáticos. No se consigue sobrevivir y ocultarse durante siglos sin ser discreto e implacable.
—¿Por qué implacable? —preguntó Dolph.
—Por motivos prácticos. Si alguien descubre su secreto, lo matan o lo convierten en uno de sus… vástagos. Son las prácticas comerciales aconsejables, ni más ni menos.
—Como en la mafia —dijo Zerbrowski.
—Justo.
—¿Y si se les echó el tiempo encima? Estaba a punto de amanecer.
—¿Cuándo han encontrado el cadáver?
—A las cinco y media —contestó Dolph tras consultar la libreta.
—Aún faltaban horas. No fue por eso.
—Si tenemos entre manos un maestro vampiro fuera de sus cabales, ¿qué significa exactamente?
—Pues que matarán a más gente más deprisa. Si son cinco vampiros, necesitarán sangre a diario.
—¿Una persona cada noche? —Zerbrowski lo planteó como una pregunta, de modo que asentí—. Joder.
—Ya.
Dolph se quedó un buen rato en silencio mirando el cadáver.
—¿Qué podemos hacer? —dijo al fin.
—Podría reanimarlo.
—Yo creía que no se podía con las víctimas de vampiros.
—Si las han vampirizado, no. —Me encogí de hombros—. Sea lo que sea lo que provoca el vampirismo, interfiere con la reanimación. Si un cadáver se va a convertir en vampiro, no es posible reanimarlo.
—Pero no es el caso —dijo Dolph—, y sí que podrías. —Asentí—. ¿Y por qué no se va a convertir en vampiro?
—Lo han matado entre varios. Para vampirizar a alguien, tiene que chuparle la sangre un único vampiro varios días seguidos, y sólo funciona cuando el tercer mordisco le provoca la muerte. Si todas las víctimas se convirtieran en vampiros, tendríamos más chupasangres que moscas.
—Entonces, puedes reanimarlo —dijo Dolph—. ¿Cuándo?
—Dentro de tres días, por la noche.
—¿Quedamos en firme?
—Antes tendré que consultarlo en la oficina. Te llamaré para concretar la hora.
—Así que nos basta con reanimar a la víctima y preguntarle quién la mató —dijo Zerbrowski—. No está mal.
—No es tan fácil. Ya sabes que los testigos de crímenes violentos no son nada fiables, ¿no? Si interrogas a tres personas que han presenciado el mismo asesinato, cada una le atribuirá al asesino un pelo y una altura distintos.
—Sí, tomar declaración a los testigos es para volverse loco.
—Sigue, Anita. —Era la forma que tenía Dolph de decir «Cierra el pico, Zerbrowski». Zerbrowski cerró el pico.
—Las víctimas de los crímenes violentos están más desconcertadas aún. Se llevan un susto de muerte y luego no recuerdan qué pasó.
—¡Pero si les pasó a ellos! —protestó Zerbrowski.
—Déjala terminar.
Zerbrowski se cerró los labios con una cremallera imaginaria, y Dolph le lanzó una mirada de reproche. Me tapé la boca fingiendo un carraspeo para ocultar la sonrisa; no quería darle cuerda.
—Lo que quiero decir es que podría reanimarlo, pero quizá no nos dé tanta información como cabría esperar. Sus recuerdos serán confusos y traumáticos, aunque puede que sirvan para acotar terreno y averiguar a qué maestro vampiro seguía el clan.
—Explícate —dijo Dolph.
—En teoría, ahora mismo sólo hay dos maestros vampiros en San Luis: Malcolm, el telepredicador nomuerto, y el amo de los vampiros de la ciudad. Siempre cabe la posibilidad de que haya llegado alguien nuevo, pero en principio, el amo debería ser capaz de encargarse de él.
—Nosotros nos encargaremos del cabecilla de la Iglesia de la Vida Eterna —dijo Dolph.
—Y yo hablaré con el amo de la ciudad.
—Será mejor que te acompañe uno de nosotros.
—No puede ser. —Sacudí la cabeza—. Si llegara a enterarse de que le he revelado su identidad a un policía, nos mataría a los dos.
—¿Es muy peligroso para ti?
¿Qué podía contestar? ¿Que era peligrosísimo? ¿O debía explicarles que se la levantaba al amo y que, por tanto, no creía que me pasara nada? Mejor ni lo uno ni lo otro.
—No os preocupéis —respondí. Dolph se quedó mirándome muy serio—. Además, no hay más remedio —añadí señalando el cadáver—. Nos caerá uno nuevo cada noche hasta que demos con los responsables. Alguien tiene que hablar con el amo de los vampiros de la ciudad, y tengo que ser yo, porque no hablaría con la policía.
Dolph respiró profundamente y asintió. Sabía que tenía razón.
—¿Cuándo hablarás con él?
—Mañana por la noche, si convenzo a Bert para que le coloque mis compromisos de reanimación a otro.
—¿Estás segura de que el amo hablará contigo?
—Sí. —Mi problema con Jean-Claude no era cómo verlo, sino cómo evitarlo, detalle del que Dolph no tenía ni idea. Si la tuviera, igual le habría dado por insistir en acompañarme, con lo que los dos acabaríamos muertos.
—Adelante. Avísame cuando sepas algo.
—De acuerdo. —Me puse en pie y lo miré por encima del cadáver desangrado.
—Y ten cuidado.
—Siempre lo tengo.
—Si el amo te come, ¿me puedo quedar con tu mono? —preguntó Zerbrowski.
—Ráscate el bolsillo y cómprate uno.
—Preferiría el que ha envuelto tus curvas arrebatadoras.
—Anda, déjame en paz, que a mí no me van los trenecitos.
—¿Qué pintan los trenes en esto? —preguntó Dolph.
Zerbrowski y yo nos miramos, y no pudimos evitar un ataque de risa. Pero puedo decir en mi descargo que estaba muerta de sueño: llevaba catorce horas en pie, levantando zombis y hablando con extremistas desquiciados. La víctima de los vampiros había sido la guinda de una noche perfecta, así que tenía derecho a un poco de risa histérica. Lo que no sé es qué excusa tenía Zerbrowski.
En octubre hay un puñado de días que son casi perfectos: el cielo está despejado y es de un azul tan nítido que hace que todo lo demás sea más bonito. Los árboles que bordean la carretera tienen tonos carmesí, dorados, teja, burdeos y naranja, todos ellos brillantes como el neón, incandescentes a la luz del sol. El aire está fresco, pero no frío, y a mediodía se puede salir con una chaqueta ligera. El tiempo invitaba a pasear por el bosque con alguien a quien se quisiera coger de la mano, pero como a mí no se me ocurría nadie, me habría conformado con un fin de semana libre para salir sola, aunque estaba claro que pintaban bastos.
Octubre es temporada alta para la reanimación de zombis. La cercanía de Halloween hace que todo el mundo crea que es el momento idóneo, pero ni de coña: para reanimar muertos basta con que sea de noche. Pese a ello, siempre hay tortas por conseguir una cita a medianoche para la víspera de Todos los Santos. Será que les parece que la mejor forma de festejarlo consiste en ir al cementerio a matar gallos y ver a los zombis salir de la tumba a rastras. Si quisiera, podría vender entradas.
Llevaba una media de cinco zombis por noche, uno más que ningún otro reanimador. No debería haberle dicho a Bert que cuatro no bastaban para dejarme agotada: mea culpa, puta franqueza. Bueno, en realidad tampoco era que me agotara con cinco, pero desde luego no pensaba cometer la gilipollez de decírselo.
Hablando de mi jefe, tenía que llamarlo al llegar a casa. Estaría encantado de que le pidiera la noche libre; sólo de pensarlo me salía una sonrisa. Cualquier excusa era buena para tocarle los cojones.
Cuando entré en mi edificio ya era casi la una de la tarde. Sólo quería pegarme una ducha rápida y dormir siete horas. Había renunciado a las ocho; era demasiado tarde.
Tenía que ver a Jean-Claude por la noche. No había más remedio; era el amo de los vampiros de la ciudad, y si había otro maestro vampiro por ahí, él lo sabría. Creo que son capaces de olerse o algo.
Por supuesto, si Jean-Claude había cometido el asesinato, no me parecía probable que confesara, pero la verdad es que no sospechaba de él. Era demasiado buen vampiro de negocios para ensuciarse las manos con nada semejante. Pero tampoco había conocido a ningún otro maestro vampiro que no estuviera grillado: había psicópatas y sociópatas para dar y vender.
De acuerdo, de acuerdo, Malcolm tampoco estaba loco, pero no comulgaba con sus métodos. Encabezaba la iglesia de crecimiento más rápido de los Estados Unidos, la Iglesia de la Vida Eterna, que ofrecía exactamente eso, sin fe ciega ni incertidumbres, con plena garantía. Cualquiera podía convertirse en vampiro y vivir eternamente a no ser que alguien como yo lo matara, o que quedara atrapado en un incendio, o que lo atropellara un camión. De lo último no estaba del todo segura, pero siempre me lo había preguntado. Sin duda, tenía que existir algo suficientemente bestia para dañar a un vampiro hasta el punto de que no pudiera regenerarse, y esperaba poder confirmar mi teoría en alguna ocasión.
Subí las escaleras despacio. Me pesaba todo el cuerpo, y me ardían los ojos por el sueño. Aún faltaban tres días para Halloween, y estaba deseando que terminara el mes. El trabajo empezaría a decaer antes de Acción de Gracias, y el declive continuaría hasta después de Año Nuevo; entonces empezaría a aumentar otra vez. Esperaba que aquel invierno hubiera una nevada de la leche, porque los clientes dejan de llamar si nieva mucho. La gente parece creer que no es posible reanimar muertos con una buena capa de nieve. Claro que es posible, pero no se lo digáis a nadie; prefiero descansar.
El pasillo bullía con los sonidos amortiguados de mis vecinos, de hábitos diurnos. Estaba buscando las llaves en el bolsillo del abrigo cuando se abrió la puerta de delante de la mía y salió la señora Pringle. Era alta y esbelta, algo marchita por la edad, y llevaba el pelo, completamente blanco, recogido en un moño. No se tomaba la molestia de teñirse o maquillarse; tenía más de sesenta y cinco años y le daba tres leches que la gente lo supiera.
Custard
, su pomerania, daba brincos en el extremo de la correa. Era una bola de pelo dorado con un par de orejas puntiagudas y pesaría menos que un gato estándar, pero tenía complejo de perro grande. Había sido un gran danés en una vida anterior.