—Hola, Anita —dijo sonriente, aunque con una mirada de reproche en los ojos claros—. No llegarás ahora del trabajo, ¿verdad?
—Sí. —Sonreí—. Me ha surgido un… imprevisto.
Arqueó una ceja, probablemente preguntándose en qué consistirían los imprevistos de los reanimadores, pero fue demasiado educada para preguntar.
—No te cuidas lo suficiente, Anita. Si sigues dándote ese tute, cuando llegues a mi edad estarás para el arrastre.
—Es probable —dije.
Custard
me dedicó un ladrido, pero a él no le sonreí ni nada: estoy en contra de alentar a los perros pequeños y exigentes. El instinto perruno le decía que no me caía bien, pero seguía decidido a conquistarme.
—Vi que los pintores estuvieron en tu casa la semana pasada. ¿Ya lo han arreglado todo?
—Sí —dije asintiendo—, ya han tapado los agujeros de bala.
—Siento mucho no haber estado; te habría invitado a quedarte en mi casa. El señor Giovoni me comentó que tuviste que ir a un hotel.
—Sí.
—No entiendo cómo es posible que ningún vecino te ofreciera un sofá para pasar la noche.
Sonreí. Yo sí que lo entendía. Dos meses atrás había acabado con dos zombis asesinos en mi piso, y se había organizado un tiroteo con policías y todo; las paredes y una ventana quedaron destrozadas. Varias balas atravesaron los tabiques y llegaron a otros pisos. No hubo heridos, pero ningún vecino quiso saber nada de mí después de aquello. Tenía la firme sospecha de que en cuanto me caducara el contrato de dos años, me pedirían que me fuera. Supongo que no se los podía culpar.
—Me enteré de que resultaste herida —añadió mi vecina.
—Poca cosa. —No me tomé la molestia de explicarle que la herida de bala no se debió al tiroteo, sino a que la amante del villano de turno me había pegado un tiro en el brazo derecho. Ya se había curado y sólo quedaba una cicatriz brillante, aún un poco rosada—. ¿Qué tal lo pasaste en casa de tu hija?
—Ah, fue estupendo. —La cara de la señora Pringle resplandecía—. Mi nuevo nieto es una preciosidad; ya te enseñaré las fotos después de que hayas dormido. —La expresión de reproche volvió a aparecer en sus ojos. Estaba poniendo cara de profesora; con ella podría hacer encogerse a cualquiera a diez pasos de distancia, aunque fuera inocente. Y yo de inocente no tenía nada.
—Me rindo —dije levantando las manos—. Me voy a la cama, lo prometo.
—Más te vale. Vamos,
Custard
, que nos toca dar el paseo de la tarde. —La muestra gratuita de perro se puso a dar saltitos y a tirar como si arrastrara un trineo.
La señora Pringle se dejó remolcar por el kilo y pico de peluche, y sacudí la cabeza. Eso de dejarse mandonear por una bola de pelos no era mi idea de tener un perro. Si yo volviera a tener uno, le dejaría claro quién mandaba, o uno de los dos acabaría mal. Así es como debe ser.
Abrí la puerta y entré en la tranquilidad de mi piso. El calefactor estaba encendido, soltando aire caliente con un susurro, y el acuario emitió un
clic
. Ah, los sonidos de la intimidad. Maravilloso.
La pintura nueva era del mismo blanco apagado que la antigua; la moqueta, gris, y el conjunto de sofá y sillón, blancos. La cocina americana era de madera clara, con linóleo blanco y dorado, y la mesa de dos plazas era un poco más oscura que las alacenas. Una cenefa moderna ponía la única nota de color en las paredes.
En el lugar donde la mayoría de la gente habría puesto un juego de utensilios de cocina había colocado el acuario de cien litros, pegado a la pared y, en diagonal, el equipo de música.
Unas gruesas cortinas blancas ocultaban las ventanas y convertían la intensa luz solar en una penumbra acogedora. Cuando se duerme de día es imprescindible tener unas buenas cortinas.
Dejé el abrigo en el sofá, me quité los zapatos de vestir y me quedé disfrutando de la sensación de la moqueta en los pies. A continuación me quité las medias, las abandoné, arrugadas, junto a los zapatos, y me acerqué a la pecera.
Los peces ángel subieron a la superficie, implorando comida. Cada uno de ellos era más grande que mi mano abierta. Nunca he visto peces ángel de tamaño comparable fuera de la tienda donde los compré; se dedicaban a criarlos, y los tenían de casi treinta centímetros de longitud.
Me quité la pistolera y dejé la Browning en su segundo hogar, una funda fabricada expresamente para la cabecera de la cama. Si aparecían los malos, podía sacarla y liarme a tiros, o esa era la idea, y hasta entonces había funcionado.
Después de colgar en el armario el traje y la blusa, que sólo admitían lavado en seco, me dejé caer en la cama con las bragas, el sujetador y el crucifijo de plata que no me quitaba ni para ducharme; nunca se sabe cuándo va a aparecer un vampiro a dar la lata. Siempre dispuesta: ese era mi lema. ¿O era el de los boy scouts? Me encogí de hombros y marqué el número del despacho. Mary, nuestra secretaria de día, contestó al segundo timbrazo.
—Reanimators, Inc., dígame.
—Hola, Mary, soy Anita.
—Hola, ¿qué hay?
—Tengo que hablar con Bert.
—Está reunido con un cliente potencial. ¿Quieres que le diga algo?
—Sí, necesito que les asigne a otros mis citas de esta noche.
—La leche. Será mejor que se lo digas tú. Si empieza a pegar gritos, que sea contigo. —Sólo era una broma a medias.
—Vale.
—El cliente está saliendo —dijo bajando la voz—. Ahora mismo te paso.
—Gracias.
Mary me puso en espera antes de que pudiera evitarlo, y me asaltó la musiquilla, una versión espantosa de «Tomorrow Never Knows», de los Beatles, que me hizo echar de menos el ruido inofensivo de las líneas muertas, hasta que Bert cogió el teléfono y me rescató.
—¿A qué hora puedes venir hoy, Anita?
—No puedo.
—¿Qué?
—Que no puedo ir al trabajo.
—¿En todo el día? —Su voz subió una octava.
—Lo has pillado.
—¿Se puede saber por qué cojones? —Ya estaba soltando tacos. Mala señal.
—Me ha llamado la policía después de la reunión de esta mañana. Ni siquiera he dormido aún.
—Pues descansa y no te preocupes por las citas de la tarde, pero encárgate de las reanimaciones. —Qué generoso y comprensivo. Qué mala espina.
—Tampoco puedo trabajar esta noche.
—¡Pero si estamos hasta las cejas! Te esperan cinco clientes, ¡cinco!
—Repártelos entre los demás.
—Todos tienen la agenda completa.
—Oye, que fuiste tú quien lo arregló todo y me enredó para colaborar con la policía. Te pareció que sería una propaganda cojonuda.
—Y lo ha sido.
—Sí, pero a veces es como tener dos trabajos a tiempo completo, y no puedo estar en misa y repicando.
—Pues tendrás que dejar lo de la policía. No tenía ni idea de que pretendieran acapararte.
—Estamos investigando un asesinato, Bert. No puedo dejarlo.
—Que la policía se encargue de su trabajo sucio. —Mira quién fue a hablar. Bert, el de la manicura impecable y el despacho seguro.
—Les hacen falta mis conocimientos y mis contactos. Los monstruos suelen negarse a hablar con la policía.
Guardó silencio durante largo rato. Podía oír su respiración agitada al otro extremo de la línea.
—No puedes hacerme eso —dijo al fin—. Hemos aceptado adelantos, tenemos contratos firmados…
—Hace meses que te pedí que contrataras a más gente.
—Y contraté a John Burke. Se ha estado encargando de algunas de tus ejecuciones, además de reanimar muertos.
—Sí, John está ayudando mucho, pero todavía necesitamos más gente. Por cierto, estoy segura de que él podría hacerse cargo de uno de mis zombis esta noche.
—¿Pretendes que levante cinco seguidos?
—Yo lo hago.
—Sí, pero John no es como tú. —Eso fue casi un cumplido.
—Tienes dos opciones, Bert: o cambias las citas o se las asignas a otros reanimadores.
—El jefe soy yo —dijo en tono tajante—. También podría decirte que como no vengas esta noche, estás despedida.
—Pues despídeme. —Estaba cansada y tenía frío, sentada en la cama en ropa interior. No tenía tiempo para gilipolleces.
—No lo dices en serio.
—Mira, Bert: llevo más de veinte horas despierta. Si no me voy a dormir ya, no estaré en condiciones de trabajar para nadie.
Volvió a guardar silencio, respirándome al oído a ritmo pausado.
—De acuerdo, tienes la noche libre, pero más te vale venir mañana al trabajo.
—No prometo nada.
—Joder, Anita, ¿quieres que te despida?
—Nos va mejor que nunca, y en buena parte ha sido gracias a los artículos que publicó el
Post-Dispatch
sobre mí.
—Iban sobre los derechos de los zombis y esa investigación en la que estás colaborando con el gobierno. No lo hiciste para promocionar el negocio.
—Pero funcionó, ¿verdad? ¿Cuánta gente ha llamado preguntando expresamente por mí? ¿Cuánta gente comenta que me ha visto en la prensa, o que me ha oído en la radio? Saldré hablando sobre los derechos de los zombis, pero al negocio le va de coña, así que déjame un poco de margen.
—¿No me crees capaz? —Ya se había cabreado.
—Me extrañaría.
—Será mejor que aparezcas mañana por la noche, o ya veremos quién se está marcando un farol. —Colgó con fuerza. Infantil.
Devolví el auricular a su sitio y me quedé mirándolo. Resurrection Company, una empresa de California, me había hecho una oferta muy tentadora unos meses atrás, pero la verdad era que no me apetecía nada trasladarme a la costa Oeste. Bueno, ni a la costa Este, la verdad. Me gustaba San Luis. Pero Bert tendría que aflojar y contratar más gente, porque yo no daba abasto. Sí, las cosas se calmarían cuando terminara el mes de octubre, pero llevaba todo el año saltando de emergencia en emergencia.
Me habían apuñalado, machacado, disparado, estrangulado y mordido en un lapso de apenas cuatro meses. Llega un momento en que suceden demasiadas cosas demasiado juntas, y estaba agotada.
Dejé un mensaje en el contestador de mi profesor de judo. Iba dos veces por semana, a las cuatro de la tarde, pero aquel día me iba a saltar la clase; no estaba en condiciones de dormir sólo tres horas.
Después marqué el número del Placeres Prohibidos, un local de
boys
colmilludos. Lo regentaba Jean-Claude, que también era el propietario. Su voz me llegó por el auricular, suave como la seda, y me estremecí pese a que era una grabación.
—Ha llamado al Placeres Prohibidos, donde nos encantaría convertir en realidad sus deseos más siniestros. Deje su mensaje y muy pronto nos pondremos en contacto con usted.
—¿Jean-Claude? —dije cuando sonó el pitido—. Soy Anita Blake. Tengo que verte esta noche; es muy importante. Llámame para decirme el lugar y la hora. —Dejé el número de mi casa y vacilé, escuchando el chirrido de la cinta—. Gracias. —Colgué. Ya estaba.
Podía devolverme la llamada o no devolvérmela. Probablemente me la devolvería; lo que ya no sabía era si quería hablar con él. No, no quería, pero al menos tenía que intentarlo, por la policía y por todas las personas que podían morir. Sin embargo, a mí, personalmente, no me convenía ver al amo.
Jean-Claude ya me había puesto dos marcas; dos más y sería su sierva humana. ¿He comentado que ninguna de las dos marcas había sido voluntaria por mi parte?
No me hacía ni pizca de gracia la idea de convertirme en su sierva durante toda la eternidad. Creo que también pretendía darse un revolcón, pero eso no me preocupaba tanto: si sólo fuera algo físico, no sería tan grave, pero también iba detrás de mi alma, y eso ya no era algo que estuviera dispuesta a dar.
Había conseguido esquivarlo desde hacía dos meses, y de repente me volvía a poner a tiro. Estúpida. Pero recordé el cadáver anónimo, el pelo mezclado con la hierba, las marcas de colmillos, la piel blanca como la nieve, la fragilidad del cuerpo desnudo cubierto de rocío. Si no hacíamos algo deprisa, habría más cadáveres como ese. Y deprisa significaba hablar con Jean-Claude.
Me asaltaron imágenes de víctimas de vampiros. Todas serían culpa mía, al menos en parte, si el canguelo me impedía ir a ver al amo. Pero poner fin a los asesinatos antes de que hubiera más muertos justificaba que arriesgara el alma a diario. La culpa motiva que da gusto.
Nadaba por unas aguas negras, con brazadas fuertes y seguras, mientras la luna, grande y resplandeciente, trazaba un sendero plateado en el lago. Vi una lóbrega hilera de árboles justo delante; me acercaba a la orilla. El agua estaba caliente, caliente como la sangre… De repente entendí por qué era negra: no era agua. Estaba nadando en un lago de sangre reciente…
Me desperté de golpe, esforzándome por respirar y escudriñando la oscuridad en busca de… ¿qué? Algo que me había rozado la pierna un momento antes de que me despertara, algo que vivía en la sangre y la oscuridad.
El teléfono ladró, y tuve que contener un grito. Normalmente no saltaba a las primeras de cambio; sólo había sido una pesadilla, joder. Un puto sueño.
Busqué el auricular a tientas y acerté a atender la llamada con un gruñido.
—¿Anita? —preguntó una voz dubitativa; creo que estaba a punto de colgar.
—¿Quién es?
—Soy Willie, Willie McCoy. —Lo reconocí tal como empezó a identificarse. El teléfono le distorsionaba y alejaba la voz, pero no tanto.
—¿Cómo estás? —Me arrepentí nada más decirlo. Willie se había convertido en vampiro; ¿cómo podía estar un cadáver?
—Pues muy bien —contestó con tono alegre. Le había hecho ilusión que mostrara interés. Suspiré. La verdad era que Willie me caía bien, aunque no deberían caerme bien los vampiros. Ninguno, ni siquiera los que había conocido en vida—. ¿Y a ti qué tal te va?
—Bien, ¿qué te cuentas?
—Jean-Claude ha recibido tu mensaje, y dice que vayas a verlo a las ocho al Circo de los Malditos.
—¿Al Circo? ¿Qué pinta ahí?
—Ahora es suyo, ¿no lo sabías?
—No —contesté después de darme cuenta de que no podía verme negar con la cabeza—. No tenía ni idea.
—Dice que te verá en un espectáculo que empieza a las ocho.
—¿Qué espectáculo?
—Según él, ya lo sabes.
—Vaya, se nos ha puesto críptico.
—Coño, Anita, que yo sólo te estoy dando el recado. Ya sabes cómo va esto.
Lo sabía de sobra. Willie era propiedad de Jean-Claude, en cuerpo y alma.