Circo de los Malditos (10 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
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Stephen, que al principio estaba para mojar pan, se había quedado hecho una piltrafa. El sudor le había pegado los rizos rubios a la cara, y estaba muy ojeroso. Tenía la respiración agitada y no paraba de mover los ojos bajo los párpados cerrados. ¿Sería un sueño normal o una pesadilla? ¿Sueñan los cambiaformas con ovejas lobunas?

Richard seguía estando para mojar pan, pero claro, a él no lo había aplastado una cobra gigante contra el suelo de cemento. Abrió los ojos, como si hubiera percibido mi mirada, y me la devolvió con gesto neutro. Nos quedamos mirándonos en silencio durante un rato.

Tenía la cara angulosa, con un hoyuelo que le suavizaba los rasgos y lo hacía un poco demasiado perfecto para mi gusto. Los hombres guapos me hacían sentir incómoda. Puede que sea un problema de autoestima, o puede que el semblante sin mácula de Jean-Claude me hiciera apreciar algo tan humano como la imperfección.

—¿Cómo está? —pregunté.

—¿Quién?

—Stephen. —Bajó la vista al hombre dormido, que soltó un gemido de miedo, de indefensión. Era una pesadilla, en efecto—. ¿No sería mejor despertarlo?

—¿Para que no tenga pesadillas? —Asentí, y él me sonrió—. Eres muy considerada, pero tardará horas en despertarse. No se enteraría ni aunque cayera una bomba.

—¿Y eso?

—¿De verdad quieres saberlo?

—No tengo nada mejor que hacer.

—En eso tienes razón. —Miró a su alrededor y cambió de postura, buscando un lugar donde apoyar la espalda desnuda—. Ha cambiado a hombre lobo y luego a humano en menos de dos horas.

Cualquiera diría que con eso lo explicaba todo. No era así.

—¿Y? —pregunté.

—Normalmente, los cambiaformas adoptan la forma animal durante ocho o diez horas, hasta que caen rendidos y recuperan el aspecto humano. Cambiar antes consume mucha energía.

—Entonces, ¿es normal que se haya derrumbado?

—Sí. Pasará así toda la noche.

—Vaya chapuza de método de supervivencia.

—Muchos hombres lobo mueren así: cuando se desmoronan quedan a merced de los cazadores.

—¿Cómo sabes tanto de licántropos?

—Es mi trabajo —contestó con una sonrisa—. Doy clase de ciencias naturales en un instituto.

—¿Eres profesor de instituto? —Me quedé mirándolo pasmada.

—Sí. —Seguía sonriendo—. ¿A qué viene la sorpresa?

—¿Se puede saber qué hace un profesor en medio de un montón de vampiros y hombres lobo?

—Supongo que he tenido suerte.

Tuve que sonreír.

—Pero eso no explica que sepas tanto de licantropía.

—Era una asignatura de la carrera.

—Yo también tuve esa asignatura, pero no me sabía esa parte.

—¿Estudiaste biología y te especializaste en criaturas sobrenaturales?

—Sí.

—Yo también.

—¿Y cómo es que estás más informado que yo sobre los licántropos? —le pregunté.

Stephen se agitó en sueños, y la manta resbaló, dejándole los riñones y un trozo de muslo al aire. Richard lo arropó como si fuera un niño.

—Stephen y yo nos conocemos hace mucho. Seguro que tú me das veinte vueltas en lo relativo a los zombis.

—Es probable. Por cierto, Stephen no es profesor, ¿verdad?

—No. —Su sonrisa era amarga—. Las juntas de los institutos no ven con buenos ojos que un hombre lobo se dedique a la enseñanza.

—Según la legislación, no pueden impedirlo.

—Eso cuéntaselo a los que despidieron al último cambiaformas que se atrevió a dar clase allí. ¿Sabes que los licántropos no son contagiosos cuando tienen forma humana?

—A eso llego.

—Lo siento. Es que me saca de quicio la idea de que discriminen a alguien por eso.

A mí me había dado por defender los derechos de los zombis; al parecer, a Richard le había dado por defender los de los cambiaformas. No a la discriminación laboral de los hocicudos. Me parecía bien.

—No esperaba tanto tacto por tu parte,
ma petite
. —La voz de Jean-Claude llegó de forma inesperada. No lo había oído llegar; claro que estaba distraída hablando con Richard. Sí, sería por eso.

—¿Podrías hacer un poco de ruido la próxima vez? Estoy harta de que aparezcas por sorpresa.

—No intentaba sorprenderte. Lo que pasa es que estabas embelesada con nuestro apuesto señor Zeeman. —Su tono era afable y acaramelado y, sin embargo contenía una amenaza latente. La sentí como un hálito frío en la columna.

—¿Qué mosca te ha picado ahora? —le pregunté.

—¿Por qué lo dices? ¿Es que tendría que sentirme ofendido por algo? —Parecía molesto y divertido a la vez.

—Corta el rollo.

—No se a qué te refieres,
ma petite
.

—Estás cabreado. ¿Por qué?

—Mi sierva humana no sabe interpretar mis emociones. Pero ¡qué vergüenza! —Se arrodilló a mi lado. La sangre de la camisa se le había secado, convirtiéndose en una mancha que oscurecía gran parte de la prenda. Los puños de encaje parecían flores marchitas—. ¿Te sientes atraída por Richard porque es guapo, o porque es humano? —Su voz era un susurro, íntima, como si estuviera diciendo algo muy distinto. Jean-Claude sabía susurrar mejor que nadie.

—No me siento atraída por él.

—Por favor,
ma petite
, mentir está muy feo. —Se inclinó hacia mí, alargando los dedos hacia mi mejilla. Tenía sangre seca en la mano.

—Tienes mugre debajo de las uñas —le dije.

Se sobresaltó y cerró el puño. Un punto para mí.

—No escatimas ni una ocasión para rechazarme. ¿Cómo pretendes que reaccione?

—No sé —contesté con toda sinceridad—. Conservo la esperanza de que te hartes de mí.

—Y yo conservo la esperanza de estar a tu lado para siempre. No te lo ofrecería si pensara que me voy a aburrir.

—Quien se aburriría sería yo.

Sus ojos se agrandaron imperceptiblemente. Me parece que había conseguido sorprenderlo.

—Lo dices para molestarme.

—Puede ser —dije con un encogimiento de hombros—, pero sigue siendo verdad. Me atraes físicamente, pero no estoy enamorada. No tenemos conversaciones estimulantes; no me dedico a pensar cosas como «Tengo que acordarme de este chiste la próxima vez que vea a Jean-Claude», o «Tengo que contarle lo que me ha pasado hoy en el trabajo». Cuando me lo permites, ni pienso en ti; no tenemos en común nada más que la violencia y la muerte, y no me parece una base muy sólida para una relación.

—Vaya, te ha entrado la vena filosófica. —Tenía los ojos a pocos centímetros de los míos, y sus pestañas parecían de encaje negro.

—Sólo soy sincera.

—No esperaba menos. Sé cuánto desprecias a los mentirosos. —Miró a Richard—. Casi tanto como a los monstruos.

—¿Por qué la tomas con Richard?

—¿Yo?

—Sabes de sobra que sí.

—Es posible que esté dándome cuenta de que lo único que quieres es lo único que no puedo ofrecerte.

—¿Qué es lo único que quiero, según tú?

—Que sea humano.

—Si crees que el vampirismo es tu único defecto, te equivocas.

—¿De verdad?

—Sí. El problema es que eres un egoísta y un gallito que espera que todo el mundo se pliegue a su voluntad.

—¿Gallito? —Parecía verdaderamente sorprendido.

—Como quieres estar conmigo, te importa una mierda que yo no quiera estar contigo. Tus deseos, tus necesidades, están por encima de los de cualquier otro.

—Pero eres mi sierva humana,
ma petite
, y eso nos complica la vida.

—No soy tu sierva humana.

—Llevas mis marcas, luego eres mi sierva.

—¡No! —Lo dije muy convencida, pero se me encogió el estómago ante la posibilidad de que fuera cierto y ya no pudiera liberarme de él.

Me sostenía la mirada con los ojos de siempre: azules, oscuros, arrebatadores.

—Si no fueras mi sierva, no habría derrotado al dios serpiente con tanta facilidad.

—Me da igual por qué lo hayas hecho; me he sentido violada.

—Ya que eliges esa palabra… —Una expresión de disgusto cruzó su rostro—. Deberías saber que yo no te he hecho nunca nada parecido. Nikolaos sí que lo hizo: se metió en tu mente por la fuerza. Si no fuera porque llevabas mis dos primeras marcas, te habría destrozado.

La cólera me bullía en el estómago, desbordándolo y recorriéndome todo el cuerpo. Sentía un impulso irresistible de golpearlo.

—Y como llevo las marcas, puedes entrar en mi mente y apoderarte de mí. Me dijiste que las marcas hacían que te resultara más difícil, no más fácil. ¿También mentías en eso?

—Lo hecho, hecho está; habría muerto mucha gente si no hubiéramos detenido a esa criatura, y he extraído poder de donde lo he encontrado.

—De mí.

—Sí: eres mi sierva humana, y tu cercanía aumenta mi poder. Ya lo sabías.

Eso lo sabía, sí, pero no que pudiera usarme de amplificador.

—Así que represento para ti lo que los gatos negros para las brujas.

—Si me dejas ponerte las dos últimas marcas, serás más que eso. Será una unión de carne, sangre y espíritu.

—Me he fijado en que no has dicho
alma
.

—Eres insufrible —dijo con un gruñido de exasperación. Estaba enfadado de verdad. Bien.

—No vuelvas a meterte en mi cabeza sin permiso.

—¿O qué?

Su tono era desafiante, colérico, desconcertado. Estaba de rodillas frente a él, muy cerca. Tuve que respirar profundamente varias veces para no gritarle.

—Si vuelves a hacerme eso, te mataré —respondí sin alzar la voz, pero escupiendo cada palabra con ira.

—O lo intentarás. —Tenía su cara tan cerca que, con sólo aspirar, me atraería hacia sí. Nuestros labios se rozarían. Recordé lo suaves que eran, la sensación de apretarme contra su pecho, el tacto de su quemadura en forma de cruz. Me eché hacia atrás y me sentí casi mareada.

Sólo había sido un beso, pero era un recuerdo que me ardía en el cuerpo como en la peor novela rosa que imaginarse pueda.

—¡Déjame en paz! —siseé contra su cara, con los puños apretados—. Maldito seas, ¡maldito seas!

Se abrió la puerta del despacho, y un agente uniformado asomó la cabeza.

—¿Ocurre algo?

Nos volvimos para mirarlo. Abrí la boca con intención de decirle qué ocurría exactamente, pero Jean-Claude se me adelantó.

—Todo va bien, no se preocupe.

Era mentira, pero ¿cuál era la verdad? Que tenía dos marcas vampíricas y estaba perdiendo el alma a jirones: no era algo que me apeteciera divulgar. La policía suele desconfiar de cualquiera que tenga una relación demasiado estrecha con los monstruos.

El agente nos miraba, indeciso.

—No pasa nada —confirmé—. Pero es muy tarde. ¿Puede preguntarle al sargento Storr si ya puedo irme a casa?

—¿Cómo se llama?

—Anita Blake.

—Ah, la reanimadora favorita de Storr.

—La misma que viste y calza —contesté con un suspiro.

—Ahora le pregunto. —Nos observó detenidamente—. ¿Tiene algo que añadir? —le preguntó a Richard.

—No.

—Muy bien, pero sea lo que sea lo que no está pasando, que haga menos ruido al no pasar.

—Con mucho gusto —dijo Jean-Claude—. Siempre al servicio de las fuerzas del orden.

El policía volvió a desaparecer en el despacho y nos dejó arrodillados en el pasillo. El cambiaformas seguía dormido en el suelo, con una respiración rítmica que subrayaba el silencio en lugar de llenarlo. Richard estaba inmóvil, mirando a Jean-Claude, y una vez más fui consciente de la cercanía. Podía sentir el cuerpo de Jean-Claude contra la piel. Él bajó la vista, y caí en que sólo llevaba el sujetador debajo de la chaqueta desabrochada.

Se me puso la piel de gallina, y se me endurecieron los pezones como si los hubiera tocado. El estómago se me encogió con una ansiedad que no tenía nada que ver con la sangre.

—¡Basta!

—No estoy haciendo nada,
ma petite
. Lo que te recorre la piel es tu deseo, no el mío.

Tragué saliva y aparté la vista. Muy bien, me atraía. Pues vale: eso no significaba nada. Nada de nada. Apoyé la espalda en la pared.

—He venido a buscar información —le dije sin mirarlo—, no a hacer manitas con el amo de la ciudad.

Richard seguía en silencio, mirándome casi con curiosidad, como si intentara catalogarme, pero sin ninguna animadversión.

—Manitas —repitió Jean-Claude. No necesité ver su sonrisa.

—Ya me entiendes.

—No se me habría ocurrido llamarlo así.

—He dicho que basta.

—¿Qué?

Le lancé una mirada asesina, pero sus ojos chispeaban de risa. En aquel momento parecía muy humano.

—¿De qué querías hablar,
ma petite
? Tenía que ser muy importante para que vinieras a verme por tu propio pie.

Inspeccioné su rostro en busca de burla, enfado o lo que fuera, pero estaba tan expresivo como una estatua de mármol. La sonrisa y el humor de sus ojos eran una máscara; no tenía forma de saber qué había debajo. Tampoco estaba segura de querer saberlo.

Respiré profundamente y solté el aire poco a poco.

—Vale, ¿dónde estuviste anoche? —Lo observaba atentamente, intentando captar algún cambio de expresión.

—Aquí —respondió.

—¿Toda la noche?

—Sí —respondió sonriente.

—¿Puedes demostrarlo?

—¿Hace falta? —Su sonrisa se amplió.

—Quizá.

—Qué poco categórica. No pareces tú.

Pues no había llegado muy lejos en mi hábil intento de sonsacarle la información.

—¿Estás seguro de que quieres hablar de esto con gente delante? —le pregunté.

—¿Lo dices por Richard?

—Sí.

—No tenemos secretos el uno para el otro,
ma petite
. Richard es mis manos y mis ojos, ya que tú te niegas.

—¿Y qué quieres decir con eso? Creía que no podías tener varios siervos humanos a la vez.

—Por fin lo reconoces —proclamó triunfante.

—Déjate de jueguecitos. Aquí ha muerto gente.

—Te aseguro que no te pido a la ligera que aceptes las últimas marcas y te conviertas en mi sierva.

—Anoche hubo un asesinato. —Igual conseguía evadir las trampas verbales si me concentraba en el trabajo.

—¿Y?

—Los autores eran vampiros.

—Ah. Ya entiendo qué tengo que ver.

—Me alegro de que lo encuentres gracioso.

—La muerte por mordedura de vampiro es provisional,
ma petite
. Espera tres noches e interroga a la víctima cuando reviva. —De repente perdió la expresión divertida—. ¿Qué parte has omitido?

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