—Vale —dijo tras pensarlo un rato—. Pero me gustaría saber algo más de ti.
—¿Por qué?
—¿Y por qué no? —Ahí me había pillado.
—¿Cómo puedo saber que no te lo ha pedido Jean-Claude?
—¿Por qué iba a pedirme que charlara contigo? —preguntó. Me encogí de hombros—. Venga, vamos a empezar desde cero. Imagínate que nos hemos conocido en el gimnasio.
—¿En el gimnasio?
—Sí. —Sonrió—. Te sentaba de puta madre el traje de baño.
—El chándal —corregí.
—Te quedaba muy bien el chándal.
—¿No habíamos quedado en que me sentaba de puta madre?
—Si te imagino en traje de baño, estás de puta madre; el chándal sólo te queda muy bien.
—Bueno.
—Al cabo de un rato de charla, te invito a salir.
—¿Estás invitándome a salir? —Tuve que mirarlo.
—En efecto.
—No me parece buena idea —dije mientras sacudía la cabeza y desviaba la mirada.
—¿Por qué?
—Ya te lo he dicho.
—Que muriera una persona no significa que vayan a morir todos.
Apreté el volante con tanta fuerza que me dolieron las manos.
—Perdí a mi madre con ocho años, y cuando tenía diez, mi padre volvió a casarse. La gente se va y no vuelve.
—Dicho así, suena espeluznante —dijo bajando la voz.
No sé por qué había dicho aquello; normalmente no hablaba de mi madre con los desconocidos ni, ya puestos, con nadie.
—Espeluznante, sí. Y tanto.
—Si no dejas que nadie se relacione contigo, no sufrirás. ¿Es eso?
—Además, en el segmento de edad comprendido entre los veintiuno y los treinta hay un montón de soplapollas —dije.
—En eso tienes razón. Pero tampoco es que abunden las tías guapas, inteligentes e independientes.
—Déjate de cumplidos o me voy a sonrojar.
—No tienes pinta de sonrojarte fácilmente.
Una imagen me cruzó la mente: Richard Zeeman desnudo junto a la cama, poniéndose el chándal a toda prisa. En su momento no me había sentido cohibida, pero de repente, allí en el coche y con él tan cerca, si lo pensaba bien… El calor me subió por las mejillas; afortunadamente, no había bastante luz para que se diera cuenta. No quería que supiera que estaba pensando en su cuerpo desnudo. No suelo hacer esas cosas. Claro que tampoco es habitual que vea desnudo a un hombre con el que ni siquiera he salido, y bien pensado, cuando salgo con un hombre tampoco es normal que acabe viéndolo en cueros.
—Estamos en el gimnasio tomándonos un zumo y te invito a salir —insistió.
Me concentré en la carretera: no conseguía quitarme de la cabeza la imagen de sus muslos y otras partes. Me incomodaba, pero cuanto más me esforzaba por apartar la imagen, más nítida se volvía.
—¿Cine y cena? —dije al fin.
—No, algo más original: espeleología.
—¿Pretendes que vayamos a arrastrarnos por una cueva la primera vez que quedemos?
—¿Lo has hecho alguna vez?
—Una.
—¿Y te gustó?
—Estábamos intentando pillar a los malos por sorpresa, y no me paré a pensar si me gustaba o no.
—Entonces deberías probarlo mejor. Yo voy una vez al mes, por lo menos. Puedes ponerte ropa vieja y pringarte de barro a conciencia sin que nadie te diga nada.
—¿Barro?
—¿Te da repelús?
—Después de haber sido ayudante de laboratorio cuando estudiaba, pocas cosas me dan repelús.
—Al menos puedes decir que has acabado haciendo algo relacionado con la carrera.
—Cierto. —Reí.
—Y yo también, aunque acabé por dedicarme a formar enanos.
—¿Te gusta la enseñanza?
—Me encanta. —Sólo dos palabras, pero con una emoción inusitada en alguien que hablara del trabajo.
—A mí también me gusta lo que hago.
—¿También cuando te ves obligada a tratar con zombis y vampiros?
—Sí. —Asentí.
—Nos tomábamos un zumo y te invitaba a salir. ¿Qué contestas?
—Me parece que no.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Qué desconfiada.
—Es de fábrica.
—Si no lo intentas, has fracasado de antemano.
—Es una elección, no un fracaso. —Ya. Estaba a la defensiva.
—Venga, vamos a hacer espeleología este fin de semana. —El abrigo de cuero protestó cuando intentó acercarse más de lo que permitía el cinturón. Le habría bastado con alargar el brazo para tocarme, y lo peor del caso era que una parte de mí lo estaba deseando.
Fui a decir que no, pero me di cuenta de que quería decir que sí. Y era una gilipollez, pero me parecía agradable estar con él a oscuras, oliendo el cuero y la colonia. Sería una cuestión de química, de atracción repentina, de lo que fuera, pero Richard me gustaba. No sé cómo, pero me tocaba las teclas, y hacía mucho que no me ponía nadie.
Jean-Claude no contaba. No sabía por qué, pero no contaba. Quizá tuviera algo que ver el detalle de que estaba muerto.
—De acuerdo, me dejaré meter en una cueva. ¿Dónde y cuándo?
—Podemos quedar el sábado delante de mi casa, a las diez.
—¿De la mañana?
—No eres muy madrugadora, ¿eh?
—No demasiado.
—Hay que empezar pronto para recorrer la cueva en un día.
—¿Qué me pongo?
—Lo más zarrapastroso que tengas. Yo me pongo un mono encima de los vaqueros.
—Tengo monos. —No comenté que los usaba para no mancharme la ropa de sangre; lo del barro parecía bastante menos grave.
—Muy bien. Yo me encargo del resto del equipo.
—¿Hace falta mucha cosa?
—Un casco, una linterna y puede que rodilleras.
—Suena muy emocionante eso de salir contigo.
—Lo será —dijo en voz baja. Por algún motivo, el tono era más íntimo de lo que cabía esperar en un coche. No tenía la voz mágica de Jean-Claude, así que sería por otra cosa.
—Gira aquí —dijo a continuación, señalando una bocacalle—. La tercera casa de la derecha.
Paré en un acceso corto, cubierto. La fachada era de ladrillo visto, rematada en la parte superior con algún color claro que no logré distinguir porque no había farolas. A veces se me olvida lo oscura que es la noche sin electricidad.
Richard se desabrochó el cinturón y abrió la puerta.
—Gracias por traerme.
—¿Necesitas ayuda con él? —Llevé la mano al contacto.
—No hace falta, puedo solo, pero gracias.
—De nada.
—¿He dicho algo malo? —preguntó mirándome con curiosidad.
—Aún no.
—Bien. —Su sonrisa iluminó brevemente la oscuridad.
Salió del coche, abrió la puerta trasera y sacó a Stephen, con cuidado de que no se le cayera la manta. Lo izó haciendo fuerza con las piernas y no con el torso, algo que se aprende levantando pesas. Y eso que un cuerpo humano inerte es más difícil de levantar que una barra con el peso equivalente; está mucho peor equilibrado.
Cerró la puerta con la espalda, y yo me quité el cinturón para echar el seguro trasero. Richard lo vio por la portezuela del acompañante, que aún estaba abierta.
—¿Te da miedo que entre el hombre del saco? —Su voz se superponía al ruido del motor al ralentí.
—Nunca se sabe.
—Cierto.
Era sólo una palabra, pero encerraba tristeza, añoranza, inocencia perdida. Me gustaba sentirme comprendida. Dolph y Zerbrowski entendían de muerte y violencia, pero no de pesadillas.
Cerré la puerta, volví a colocarme al volante, me ajusté el cinturón y me puse en marcha. Los faros iluminaron a Richard, que se había quedado a mirarme, y mostraron una mancha amarilla entre sus brazos, donde asomaba el pelo de Stephen. Lo dejé a oscuras delante de su casa, acompañado únicamente del canto de los grillos otoñales.
Aparqué delante de casa poco después de las dos de la mañana. Y yo que quería haberme acostado pronto… La nueva quemadura en forma de cruz me ardía y hacía que me doliera todo el pecho. Además tenía el torso rígido, entumecido. Encendí la luz interior del coche y me desabroché la cremallera. La luz amarilla dejó a la vista montones de magulladuras florecientes. Al principio no supe cómo me las había hecho; después recordé el peso de la serpiente sobre mi cuerpo. Virgen santa. Tenía suerte de haber salido con cardenales en vez de costillas rotas.
Apagué la luz y me cerré la chaqueta. Las correas de la sobaquera me castigaban la piel, pero con el dolor de la quemadura ni me enteraba. Una buena quemadura hace olvidar todo lo demás.
La bombilla del portal estaba fundida, para variar. Tendría que llamar para pedir que la cambiaran; de lo contrario, podía esperar sentada.
Había subido tres escalones cuando vi que había un hombre sentado junto a la puerta, esperándome. Su pelo, rubio y corto, destacaba en la penumbra, y tenía las manos a la vista en las rodillas, para demostrar que no llevaba pistola. O al menos, que no empuñaba ninguna: Edward siempre iba armado a no ser que le hubieran quitado la pistola.
Bien pensado, yo también.
—Cuánto tiempo sin verte —le dije.
—Tres meses. Suficiente para que se me haya curado el brazo.
—A mí me quitaron los puntos hace un par de meses —comenté. El se quedó mirándome en silencio—. ¿Qué quieres?
—¿No podría ser una visita de cortesía? —Se estaba riendo de mí.
—A las dos de la mañana, más te vale que no.
—Así que prefieres que sea por motivos de trabajo… —Hablaba con naturalidad, pero no colaba. Sacudí la cabeza.
—No. —Lo último que quería era tener algo que ver con el trabajo de Edward. Su especialidad era matar licántropos, vampiros o cualquier cosa que hubiera dejado de ser humana. Se había hartado de matar personas: era demasiado fácil—. ¿Es un asunto de trabajo?
Hablé con seguridad, sin vacilar. Bien por mí. Podía sacar la Browning, pero en un duelo contra Edward, lo más probable era que acabara muerta. Era como tratar con un leopardo domesticado: se deja acariciar y hasta parece cariñoso, pero es difícil olvidar que si tiene hambre o se enfada, matará al primero que se les ponga por delante y se lo comerá.
—Sólo quiero información. No voy a causarte ningún problema.
—¿Qué tipo de información? —pregunté. Volvió a sonreír. Sí que estaba risueño, el amigo Edward.
—¿No podemos hablar dentro? Hace un frío que pela.
—La última vez no parecías necesitar invitación para entrar.
—Has cambiado la cerradura.
—Esta es más difícil de forzar, ¿verdad? —Sonreí, muy contenta. Edward se encogió de hombros y, si fuera otra persona, yo diría que parecía avergonzado—. El cerrajero me aseguró que no podría entrar nadie.
—Porque no me he traído el ariete.
—Pasa, venga. Voy a hacer un café.
Lo rodeé. Se puso en pie y me siguió. No me importó darle la espalda; quizá me pegara un tiro algún día, pero no por la espalda ni después de haberme dicho que sólo quería hablar. A pesar de los pesares, Edward tenía sus principios y, si quisiera matarme, no sólo me lo habría advertido, sino que hasta me habría dicho cuánto le pagaban, para ver el miedo en mis ojos.
Sí, Edward tenía sus principios y, aunque tuviera bastantes menos que la mayoría de la gente, no los rompía nunca; no traicionaba jamás su código de honor, por rarito que fuera. Si me decía que no iba a causarme problemas, podía creerlo. Ya me gustaría que Jean-Claude también se atuviera a un código.
En la escalera reinaba el silencio que cabía esperar a esas horas y entre semana. Mis vecinos, criaturas diurnas y madrugadoras, roncaban entre las sábanas. Abrí la cerradura nueva e invité a Edward a entrar.
—Veo que has cambiado de estilo —comentó.
—¿Qué?
—No llevas nada debajo de la chaqueta.
—Oh. —Toma respuesta ingeniosa. No sabía qué decir, o más bien, cuánto decir.
—Así que otra vez jugando con vampiros.
—¿De dónde lo sacas?
—De la quemadura en forma de cruz que tienes en…, en el pecho.
Ah, era eso. Muy bien. Me quité la cazadora, la dejé en el sofá y me quedé con el sujetador y la funda de la pistola, sin sonrojarme. Qué mayor. Me desabroché la funda, fui con ella a la cocina y la dejé en la mesa para sacar el café de la nevera, sólo en vaqueros y sujetador. Me habría dado corte delante de cualquier otro hombre, vivo o muerto, pero con Edward era distinto: nunca había habido tensión sexual entre nosotros. Puede que algún día nos liáramos a tiros, pero que nos liáramos de otra forma era inconcebible. Mi quemadura le interesaba más que mis curvas.
—¿Cómo te has hecho eso? —me preguntó.
Puse en marcha el molinillo, y el olor bastó para que me sintiera mejor. Llené el filtro de la cafetera, eché agua y apreté el botón. Mis habilidades culinarias acaban ahí.
—Voy a ponerme una camisa —dije.
—No te conviene ponerte nada que te roce.
—Pues no me la abrocharé.
—¿No vas a decirme cómo te lo has hecho?
—Sí.
Cogí la pistola y fui al dormitorio. Enterrada en el armario tenía una camisa de manga larga color lila descolorido, que en tiempos mejores había sido morada. Era de hombre y me llegaba por las rodillas, pero resultaba cómoda. Me subí las mangas hasta los codos y me abroché los botones inferiores. Me miré al espejo y vi que tapaba bastante. Perfecto.
Dudé un poco, pero al final dejé la Browning Hi-Power en la funda de la cabecera de la cama. No parecía que las cosas fueran a ponerse feas con Edward, y cualquier cosa que consiguiera burlar la cerradura nueva y entrara por la puerta tendría que burlarlo también a él, así que me sentía bastante a salvo.
Me lo encontré repantingado en el sofá con las piernas estiradas y cruzadas por los tobillos, y los hombros a la altura del reposabrazos.
—Ponte cómodo —le dije.
—¿Vas a contarme lo de los vampiros? —preguntó sonriente.
—Sí, pero antes tengo que decidir hasta dónde.
—Por supuesto. —Su sonrisa se amplió.
Saqué dos tazas, el azucarero y la leche. El café ya estaba saliendo, con un aroma cálido tan denso que daba para abrazarlo.
—¿Cómo lo quieres? —le pregunté.
—Como lo tomes tú.
—¿No tienes ninguna preferencia? —Me volví para mirarlo, y él sacudió la cabeza contra el respaldo—. De acuerdo.
Eché café en las tazas, puse tres terrones y un montón de leche en cada una, las removí y las dejé en la mesa de la cocina.
—¿No vas a traérmelo? —protestó.
—Prohibido tomar café en mi sofá blanco.