—Encontré marcas de cinco mordiscos distintos en la víctima.
Algo se agitó en sus ojos. No sé muy bien qué era, pero se trataba de una emoción de verdad. ¿Sorpresa, miedo, culpa…? Algo.
—Así que buscas un maestro vampiro descontrolado.
—Sí. ¿Conoces a alguno?
Se echó a reír; todo su rostro se iluminó desde dentro, como si le hubieran encendido una vela detrás de la piel. De repente estaba tan arrebatador que se me encogió el pecho. Pero no era una belleza que tuviera ganas de tocar. Me recordó a un tigre de Bengala que había visto en el zoo. Era tan grande que podría haberme montado en él, y tenía el pelaje de tonos naranja, negros, ocres y nacarados. Sus ojos eran dorados, y sus patas, más anchas que mi mano extendida, recorrían impacientes el sendero que habían abierto sus pasos. Algún genio había puesto los barrotes y la verja que lo separaba de los visitantes tan próximos que, si hubiera querido, podría haberlo tocado. Tuve que cerrar los puños y meterme las manos en los bolsillos para no alargar un brazo y acariciar al tigre. Estaba tan cerca, era tan bonito, tan… tentador…
Me abracé las rodillas y entrelacé los dedos. Aquel tigre me habría arrancado la mano, pero una parte de mí sentía no haberla acercado. Miré la cara de Jean-Claude, escuché su risa, que me recorrió la columna como una caricia, y sospeché que una parte de mí se preguntaría siempre qué habría pasado si hubiera accedido a su deseo. Aunque tampoco sería una duda que me quitara el sueño.
Se quedó mirándome, y el humor desapareció de sus ojos como la luz del cielo cuando cae la noche.
—¿Qué piensas,
ma petite
?
—¿Puedes leerme la mente?
—Sabes que no.
—No sé nada de ti, Jean-Claude. Ni por asomo.
—No hay nadie en la ciudad que sepa más de mí.
—¿Incluida Yasmín?
—Somos muy viejos amigos —dijo bajando la mirada, casi cohibido.
—¿Cuánto hace que os conocéis?
—Lo suficiente. —Me miró a los ojos, pero su semblante estaba inexpresivo.
—Eso no es una respuesta —protesté.
—No. Es una evasiva.
De modo que no iba a responder a mi pregunta. Qué sorpresa.
—¿Hay algún maestro vampiro en la ciudad aparte de Malcolm, Yasmín y tú?
—No que yo sepa.
—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté frunciendo el ceño.
—Exactamente lo que he dicho.
—Eres el amo de la ciudad. ¿No deberías estar informado?
—Las aguas están revueltas,
ma petite
.
—Explica eso.
Se encogió de hombros, y hasta con la camisa pringada de sangre se las arregló para quedar elegante.
—En circunstancias normales, cualquier maestro vampiro necesitaría mi permiso, el permiso del amo, para venir a la ciudad, pero… —Volvió a encogerse de hombros—. Algunos opinan que no soy suficientemente fuerte para ocupar el cargo.
—¿Cuestionan tu autoridad?
—Digamos que podrían cuestionarla en cualquier momento.
—¿Por qué?
—A los otros maestros vampiros les daba miedo Nikolaos.
—Y tú no. —No era una pregunta.
—Por desgracia, no.
—¿Y eso?
—No son tan fáciles de impresionar como tú,
ma petite
.
Empecé a decir que yo no me dejaba impresionar, pero no era cierto y Jean-Claude podría olerlo, así que ¿para qué molestarse?
—De modo que es posible que haya otro maestro vampiro en la ciudad y no te hayas enterado.
—Así es.
—¿No os percibís mutuamente o algo parecido?
—A veces.
—Gracias por la aclaración.
Se pasó los dedos por la frente como si le doliera la cabeza. ¿Les dolía la cabeza a los vampiros?
—No puedo decirte lo que no sé.
—Unos vampiros… —Busqué una palabra que se ajustara, pero no di con ella—. ¿Unos vampiros del montón podrían matar a alguien sin tu permiso?
—¿Del montón?
—Contesta, ¿quieres?
—Podrían.
—¿Te parece posible que cinco vampiros cacen en manada sin la intervención de un maestro vampiro?
—Veo que estás inspirada en la elección de palabras, y no, no me parece posible. Siempre que podemos cazamos en solitario.
—Así que detrás de eso sólo podéis estar Malcolm, Yasmín, tú o un maestro misterioso.
—No creo que sea Yasmín. No tiene suficiente fuerza.
—Pues Malcolm, tú o un maestro misterioso.
—¿De verdad crees que yo podría perder el control? —Me sonreía, pero su mirada era seria. ¿Le importaba la opinión que yo tuviera de él? Esperaba que no.
—No lo sé.
—¿E intentas acorralarme pese a que consideras posible que me haya vuelto loco? Qué temeridad.
—Si no te gusta la respuesta, no haber hecho la pregunta —le dije.
—En eso tienes razón.
Se abrió la puerta y apareció Dolph, libreta en mano.
—Puedes irte a casa, Anita. Mañana repasaremos las declaraciones.
—Gracias. —Asentí.
—Eh, sé dónde vives —dijo con una sonrisa.
—Gracias, Dolph. —Me puse en pie, también sonriendo.
Jean-Claude se levantó con el movimiento fluido de una marioneta arrastrada por unos hilos invisibles. Richard se enderezó más despacio, apoyándose en la pared, como si estuviera entumecido. De pie le sacaba más de cinco centímetros a Jean-Claude, lo que lo hacía alto, demasiado para mi gusto. Claro que nadie me había pedido mi opinión.
—¿Podemos hacerle unas preguntas más? —añadió Dolph, dirigiéndose a Jean-Claude.
—Por supuesto, inspector.
Cuando lo vi avanzar por el pasillo me pareció advertir cierta rigidez en sus movimientos. ¿Los vampiros también se magullan? ¿Estaba dolorido por la pelea? ¿Tenía importancia? Ninguna. En cierto modo, Jean-Claude tenía razón: si fuera humano, incluso a pesar de ser un capullo egoísta, tendría alguna posibilidad. Tampoco tengo tantos prejuicios, pero por favor, ¿es mucho esperar de un hombre que por lo menos esté vivo? No me iban los cadáveres ambulantes, por atractivos que fueran. Dolph le sujetó la puerta a Jean-Claude y se volvió hacia nosotros.
—Usted también puede marcharse, señor Zeeman.
—¿Y mi amigo Stephen?
—Lléveselo a casa, y que descanse. Mañana hablaré con él. —Se miró el reloj—. Mejor dicho, hoy, más tarde.
—Se lo diré cuando se despierte.
Dolph asintió y cerró la puerta. Nos quedamos a solas en el silencio zumbante del pasillo. Claro que era posible que el zumbido estuviera sólo en mi cabeza.
—Y ahora, ¿qué? —dijo Richard.
—Ahora nos largamos.
—Me ha traído Rashida.
—¿Quién?
—La otra cambiaformas, la que ha perdido el brazo.
—Pues coge el coche de Stephen.
—Rashida nos ha traído a los dos.
—Así que te has quedado en tierra.
—Eso parece.
—Puedes pedir un taxi —le dije.
—No llevo dinero. —Casi sonrió.
—Vale, te llevo a casa.
—¿Y a Stephen?
—Y a Stephen. —Sonreí sin saber por qué; siempre es mejor que echarse a llorar.
—Ni siquiera sabes dónde vivo. ¿Y si te toca llevarme a Kansas?
—Si tengo que tirarme más de diez horas al volante, te buscas la vida, pero si es razonable…
—¿Te parece razonable Meramec Heights?
—Sí.
—Voy a por el resto de la ropa.
—Yo diría que ya estás vestido.
—Tengo un abrigo por algún lado.
—Te espero aquí.
—Vigila a Stephen. —Algo parecido al temor cruzó su rostro.
—¿De qué tienes miedo? —le pregunté.
—De los aviones, de las pistolas, de los depredadores grandes y de los maestros vampiros.
—Coincidimos en dos de cuatro.
—Voy a buscar el abrigo.
—Aquí estaremos —dije sentándome junto al hombre lobo dormido.
—No tardo nada. —Sonrió al decirlo. Tenía una sonrisa muy mona.
Volvió con un abrigo largo, negro, que parecía de cuero y le enmarcaba el pecho desnudo como una capa. Me gustaba el efecto, pero se cerró los botones y se anudó el cinturón. El cuero negro conjuntaba muy bien con la melena y aquel rostro tan atractivo; el pantalón de chándal gris y las zapatillas deportivas, no tanto. Se arrodilló para coger a Stephen en brazos, y el cuero crujió cuando tensó los músculos. Stephen tenía mi altura y probablemente pesaría diez kilos más que yo, y Richard cargó con él como si fuera una pluma.
—Abuelita, abuelita, qué brazos más fuertes tienes…
—¿Me toca decir eso de «Para sujetarte mejor»?
Me ruboricé. No pretendía coquetear, al menos conscientemente.
—¿Quieres que os lleve? —repliqué un poco seca, para enmascarar el corte.
—Sí, por favor.
—Pues no te pongas sarcástico.
—¿Eh?
Me quedé mirándolo. Sus ojos eran de un marrón perfecto, como el chocolate. No sabia qué decir, de modo que no dije nada: una táctica que, bien pensado, debería emplear más a menudo.
Me volví y empecé a caminar, buscando las llaves del coche. Richard me seguía, y Stephen se acurrucó contra su pecho, arropándose en la manta.
—¿Tienes el coche muy lejos?
—A unas manzanas, ¿por qué?
—Stephen va poco abrigado.
—Ahora querrás que vaya a buscar el coche y vuelva a recogeros… —pregunté con los ojos como platos.
—Sería todo un detalle.
Abrí la boca para protestar, pero me contuve. La manta no abrigaba mucho, y Stephen se había hecho algunas de las heridas al salvarme la vida. No era tan grave ir a buscar el coche.
—Es increíble. Ahora me toca hacer de taxista para un hombre lobo —rezongué para consolarme.
Richard no me oyó o decidió pasarlo por alto. Inteligente, guapo, profesor de ciencias, licenciado en biología y especializado en criaturas sobrenaturales… ¿Qué más podía pedir? Dadme un momento y ya se me ocurrirá algo.
El coche avanzaba en la oscuridad como por un túnel en el que sólo se distinguía el círculo de luz que proyectaban los faros. La noche de octubre se cerraba a su alrededor.
Stephen iba dormido en el asiento trasero de mi Nova, y Richard estaba en el asiento del acompañante, girado hacia mí. Ya sé que es más educado mirar al interlocutor, pero estaba en inferioridad de condiciones porque tenía que mantener la vista en la carretera. Él no tenía nada mejor que hacer.
—¿Qué haces en tu tiempo libre? —me preguntó.
—En mi tiempo… ¿qué?
—¿Aficiones?
—Creo que de eso tampoco tengo.
—Algo harás aparte de liarte a tiros con serpientes gigantes.
Sonreí, lo miré de reojo, y él se acercó tanto como se lo permitió el cinturón de seguridad. También sonreía, pero había algo en sus ojos, o en su tono, que indicaba que hablaba en serio, que le interesaba mi respuesta.
—Soy reanimadora.
—Muy bien. ¿Qué haces cuando no estás levantando zombis? —Entrelazó las manos y apoyó el brazo izquierdo en el respaldo.
—Ayudar a la policía en casos sobrenaturales. Asesinatos, por lo general.
—¿Algo más?
—Ejecutar vampiros que se pasan de la raya.
—¿Algo más?
—No, eso es todo.
Volví a mirarlo. No podía verle los ojos, porque eran demasiado oscuros, pero podía sentir su mirada. O serían imaginaciones mías. Sí, había pasado demasiado tiempo con Jean-Claude. El olor del abrigo de Richard se mezclaba con el de su colonia, muy tenue y probablemente cara. Combinaba muy bien con el cuero.
—El caso es que trabajo, hago ejercicio, salgo por ahí con los amigos… —continué—. ¿Qué haces tú cuando no estás dando clase?
—Submarinismo, espeleología, excursiones ornitológicas, jardinería, astronomía… —Su sonrisa resplandecía en la oscuridad.
—Será que tienes más tiempo libre que yo.
—En realidad, los profesores tienen más deberes que los alumnos.
—Qué putada.
Se encogió de hombros; el cuero crujió contra su piel. El cuero bueno siempre se mueve como si siguiera vivo.
—¿Ves la tele? —me preguntó.
—Se me estropeó hace dos años y no he tenido tiempo de repararla.
—¿Y qué haces para divertirte?
—Colecciono pingüinos de peluche —dije tras pensarlo un momento. Me arrepentí casi al instante.
—Algo vamos avanzando… De modo que a la Ejecutora le gustan los muñecos. Mola.
—Me alegro de que te haga gracia. —El tono de cascarrabias no se me escapó ni a mí.
—¿Qué pasa?
—No se me da muy bien la cháchara.
—Pues no lo estabas haciendo mal.
En realidad, sí, pero no sabía muy bien cómo explicárselo. No me gustaba hablar de mi vida con desconocidos, y menos si tenían alguna relación con Jean-Claude.
—¿Qué quieres de mí? —solté.
—Sólo estaba matando el rato.
—No cuela.
El pelo le caía por la cara. Era más alto y corpulento que Phillip, pero me lo recordaba bastante. Phillip había sido el único humano que había conocido hasta entonces que se mezclara con vampiros.
Phillip colgaba inerte de las cadenas. La sangre le caía por el pecho en una cascada roja brillante que salpicaba al llegar al suelo, como la lluvia. La luz de las antorchas se reflejaba en las vértebras húmedas. Lo habían degollado.
Me derrumbé contra la pared como si me hubieran dado un golpe. No podía respirar.
«Oh, Dios, Dios», susurraba alguien una y otra vez, y era yo. Bajé los escalones apoyándome contra la pared. No podía apartar los ojos del cadáver. No podía mirar nada más. No podía respirar. No podía llorar.
El reflejo de las antorchas en los ojos les daba la impresión de movimiento. Un grito me creció en las entrañas y me surgió por la garganta:
«¡Phillip!»
Sentí un escalofrío en la columna. Allí estaba, con el fantasma de la conciencia intranquila. No había tenido la culpa de que Phillip muriese, pero me sentía culpable igualmente. Alguien debería haberlo salvado y, puesto que yo había sido la última que había tenido la oportunidad, debería haber sido yo. La culpabilidad es compleja, desde luego.
—¿Qué quieres de mí? —insistí.
—Nada —contestó Richard.
—Mentiroso.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Un instinto muy bien afinado.
—¿De verdad llevas tanto tiempo sin charlar con un hombre?
Fui a mirarlo, pero decidí que mejor no. No hacía tanto.
—La última persona con la que tuve un escarceo acabó muerta. Son cosas que me vuelven precavida.