—Si fueras mi sierva humana,
ma petite
, no habría ningún desafío, porque una vez establecido, el vínculo con un maestro vampiro no se puede romper.
—Entonces, ¿por qué se preocupa Marguerite?
—Por que Yasmín te pueda elegir como amante. De vez en cuando la pone celosa para que monte en cólera. No acabo de entender sus motivos, pero le encanta.
—La verdad es que sí —me confirmó Yasmín, sin soltar a su sierva. La sujetaba como si nada, sin esfuerzo. Ya, los vampiros pueden desguazar coches con las manos, así que ¿qué es una humana en comparación?
—¿Y yo qué tengo que ver en todo esto?
Jean-Claude me dedicó una sonrisa cansina. ¿Estaba aburrido, enfadado, o solamente harto?
—Tenéis que enfrentaros. La que gane se queda con Yasmín.
—¡Un momento! Enfrentarnos, ¿cómo? ¿En un duelo con pistola al amanecer?
—Nada de armas —dijo Yasmín—. Mi Marguerite no es diestra en su manejo, y no me gustaría que resultara herida.
—Pues deja de torturarla.
—Pero si es parte de la gracia…
—Zorra sádica.
—Sí, ¿verdad?
Hay gente a la que ni siquiera se puede insultar.
—¿Así que ahora pretendes que nos peleemos por esta? —le pregunté a Jean-Claude. No me podía creer que estuviera planteando siquiera la pregunta.
—Sí,
ma petite
.
Respiré profundamente, miré la pistola, miré a la mujer vociferante y enfundé.
—¿No hay ninguna otra forma de resolverlo?
—Si reconoces que eres mi sierva humana, no será necesario pelear. —Jean-Claude me observaba intensamente, sin apartar los ojos.
—Así que me has tendido una trampa. —Sentí que la ira empezaba a bullir en mi interior.
—¿Una trampa,
ma petite
? No preví que Yasmín te encontrara tan arrebatadora.
—Y una polla.
—Acepta que eres mi sierva y podremos dar el asunto por zanjado.
—¿Y si no me da la gana?
—Te tocará luchar con Marguerite.
—Pues si es lo que toca, venga.
—¿Tanto te cuesta reconocer la verdad, Anita? —preguntó Jean-Claude.
—Ni soy tu sierva ni lo seré nunca. ¿Por qué no lo reconoces tú y me dejas en paz de una puta vez?
—Pero qué vocabulario…
—Que te den por culo.
—Está bien,
ma petite
. —Dejó asomar una sonrisa y se irguió en el borde del sofá, quizá para ver mejor—. Cuando te parezca, Yasmín.
—Un momento. —Me quité la chaqueta, pero no supe dónde dejarla.
—Yo te la sujeto —dijo el ocupante de la cama adoselada, sacando un brazo de entre las gasas negras.
Me quedé mirándolo. Estaba desnudo de cintura para arriba, y el aspecto de sus brazos, su estómago y su pecho indicaba que levantaba pesas, aunque sin pasarse. No supe si lucía un bronceado perfecto o era de piel cetrina. Llevaba el pelo enmarañado, por los hombros, y sus ojos marrones eran muy humanos. Eso me gustó.
Le pasé la chaqueta, y una sonrisa le borró los últimos vestigios de somnolencia de la cara. Se incorporó y se abrazó las piernas, cubiertas aún por las sábanas rojas y negras. Apoyó la cabeza en las rodillas y se las apañó para quedar monísimo.
—¿Estás preparada,
ma petite
? —Jean-Claude parecía disfrutar con la situación y, aunque la risa que se insinuaba en su voz tenía un tinte más sardónico que amable, no sé si se mofaba de sí mismo o de mí.
—Supongo.
—Suelta a tu chica, Yasmín, y veamos qué pasa.
—Veinte por Marguerite —dijo Stephen.
—No es justo —protestó Yasmín—. No puedo apostar contra mi sierva humana.
—Os apuesto veinte a cada uno a que gana la señorita Blake —dijo el ocupante de la cama. Miré al hombre durante un instante y vi que me sonreía, pero Marguerite ya se me echaba encima.
Me lanzó una bofetada y la bloqueé con el antebrazo. Luchaba como una chica, a base de tortas y arañazos, pero era rápida, mucho más que los humanos normales. Igual se debía a su condición de sierva vampírica. A saber. Cuando sus uñas me trazaron una línea de dolor en la mejilla, decidí que se había acabado lo de portarse bien.
La contuve con la mano izquierda y me clavó los dientes en ella. Le solté un puñetazo con la derecha, impulsándome con todo el cuerpo, y la alcancé de lleno en el plexo solar.
Marguerite me soltó la mano y se dobló, protegiéndose el estómago, mientras se esforzaba por respirar. Bien.
Tenía la mano izquierda ensangrentada, con la marca de sus dientes. Me toqué la mejilla y noté más sangre. Joder, eso dolía.
Marguerite estaba arrodillada en el suelo, recuperando la respiración, pero me miraba fijamente con una expresión que indicaba que aquello no había terminado: en cuanto tuviera fuerzas, volvería a la carga.
—Estate quietecita o tendré que hacerte daño —le dije. Ella sacudió la cabeza.
—No puede rendirse,
ma petite
. Ganarías el cuerpo de Yasmín, ya que no su corazón.
—No quiero su cuerpo ni el de nadie.
—Sabes que eso es mentira,
ma petite
.
—Deja de llamarme así.
—Llevas mis dos primeras marcas, Anita; prácticamente eres mi sierva humana. Reconócelo y no hará falta que nadie siga sufriendo.
—No cuela.
Marguerite se estaba incorporando. Mierda. Me acerqué antes de que llegara a levantarse y la desequilibré con una patada en los tobillos, mientras la agarraba por los hombros y la empujaba hacia el suelo. Le sujeté el brazo derecho con una llave. Ella intentó incorporarse, y aumenté la presión hasta que desistió.
—Deja de luchar le dije.
—No. —Era la segunda vez que la oía hablar con coherencia.
—Puedo romperte el brazo.
—Pues rómpemelo; me da igual. —Seguía ardiendo de cólera. Joder, hay gente con la que no se puede razonar.
La puse boca abajo sin soltarle el brazo y se lo apreté más, aunque intenté no rompérselo porque con eso no conseguiría lo único que quería: zanjar la pelea.
Mantuve la llave con la pierna arrodillándome en su torso, para que mi peso la sujetara. Me llené la mano de pelo rubio y le eché la cabeza hacia atrás. Después aflojé la llave y le rodeé el cuello con el brazo, con el codo por delante para apretarle las arterias laterales. Me cogí la muñeca con la otra mano e hice más presión.
Le hundí la cara en la nuca para evitar los zarpazos. Soltaba grititos entrecortados porque no tenía aire para gritar a pleno pulmón.
Como no podía traspasarme el jersey, metió la mano bajo la manga derecha y se puso a arañarme a conciencia. Hundí la cara más aún y apreté hasta que me temblaron los labios y me rechinaron los dientes. Seguí comprimiéndole el cuello con todas mis fuerzas.
Hasta que dejó de arañarme y se puso a darme manotazos débiles en el brazo, con unas manos que parecían mariposas moribundas.
Cuando se estrangula a alguien, tarda mucho en quedar inconsciente. En el cine parece fácil, rápido y limpio, pero es difícil y lento y, sobre todo, de limpio no tiene nada. Mientras se aprieta se nota el pulso, a los lados del cuello. En la vida real, la gente se debate que da gusto. Si se pretende matar así a alguien, más vale seguir apretando mucho tiempo después de que haya dejado de moverse.
Marguerite fue relajándose poco a poco, miembro a miembro. La solté lentamente cuando se convirtió en un saco de patatas, y quedó tendida en el suelo. No veía que respirase; ¿me habría pasado de la raya?
Le puse la mano en la carótida y comprobé que tenía el pulso firme. Sólo había perdido el conocimiento. Menos mal.
Me puse en pie y me acerqué a la cama. Yasmín se arrodilló junto al cuerpo inerte de Marguerite.
—Mi amor, mi único amor, ¿qué te ha hecho?
—Está inconsciente —le expliqué—. Volverá en sí dentro de poco.
—Si la hubieras matado, te habría desgarrado la garganta.
—No empecemos. —Sacudí la cabeza—. Ya he superado mi cuota de teatro por hoy.
—Estás sangrando —me dijo el hombre de la cama.
Era verdad: me goteaba el brazo derecho. Por mucho que Marguerite no me hubiese hecho nada grave, los arañazos eran tan profundos que algunos dejarían cicatriz. Cojonudo; ya tenía una larga, de cuchillo, en la misma zona. De todas formas, en el brazo izquierdo tenía más cicatrices, todas de lesiones laborales.
La sangre seguía cayendo, aunque no se veía en la moqueta negra. Es una decoración adecuada para un sitio en el que se vaya a sangrar con frecuencia.
Yasmín ayudó a Marguerite a incorporarse. Se había recuperado muy deprisa. ¿Por qué? Porque era la sierva humana de una vampira, claro.
La susodicha se acercó a la cama, hacia mí. De repente se la veía demacrada, con los huesos de la cara pronunciados. Tenía los ojos muy brillantes, enfebrecidos.
—Sangre fresca, y hoy no he tomado nada.
—Contrólate —intervino Jean-Claude.
—No le has enseñado modales a tu sierva —dijo Yasmín, mirándome con cara de pocos amigos.
—Déjala en paz. —Jean-Claude se había puesto en pie.
—A los siervos hay que someterlos, y ya va siendo hora de que empieces con esta.
—¿Someterlos? —Lo miré por un lado de la cabeza de la vampira.
—Lamentablemente, es una etapa del proceso —dijo Jean-Claude como si tal cosa, como quien habla de domar caballos.
—Vete a la mierda. —Saqué la pistola y la empuñé con las dos manos. No estaba dispuesta a dejarme someter.
Vi de reojo que había alguien de pie al otro lado de la cama, y no era el hombre, que no se había movido. Era una mujer esbelta, con la piel del color del café con leche y el pelo negro, muy corto. Estaba desnuda. ¿De dónde había salido?
Tenía a Yasmín a un metro, humedeciéndose los labios con gesto juguetón. La luz le hacía brillar los colmillos.
—Te mataré, ¿entendido? —le dije.
—Inténtalo.
—No vale la pena jugarse el pellejo para pasar un buen rato.
—Al cabo de unos cuantos siglos se llega a la conclusión de que es lo único que vale la pena.
—Jean-Claude, contrólala si no quieres que me la cargue. —Mi voz sonó más aguda de lo que pretendía. Se me notaba el miedo.
A aquella distancia, la bala debería destrozarle el pecho, y no habría resurrección que valiera: tendría el corazón hecho trizas. Claro que tenía más de quinientos años, e igual no bastaba con un tiro. Menos mal que tenía el cargador lleno.
Noté un movimiento por el rabillo del ojo, y estaba volviéndome cuando me aprisionaron contra el suelo. Tenía a la mulata encima. Me daba igual que fuera humana o no; iba a disparar y después veríamos. Pero me sujetó las muñecas, apretando tanto que creí que me las iba a destrozar.
Soltó un rugido bajo y prolongado, un sonido que parecía estar cubierto de pelo negro y tener colmillos. Ninguna cara humana podía tener aquel aspecto.
Me arrancó la Browning de las manos como quien le quita un caramelo a un niño, y se quedó sujetándola de cualquier manera, como si no supiera a qué lado iba cada extremo.
Un brazo le rodeó la cintura y me la quitó de encima. Era el hombre de la cama. La mujer se volvió hacia él, rugiendo.
Yasmín saltó hacia mí. Me eché hacia atrás hasta dar con la pared.
—Desarmada no eres tan valiente, ¿eh? —me dijo con una sonrisa.
De repente la tenía arrodillada delante. No la había visto acercarse; ni siquiera había captado un movimiento borroso. Se había plantado ahí como por arte de magia.
Se irguió lentamente, arrinconándome contra la pared, y me hundió los dedos en los brazos para acercarme. Tenía una fuerza increíble; a su lado, la cambiaformas mulata parecía frágil.
—¡No! —gritó Jean-Claude, que por fin acudía en mi ayuda. Pero iba a llegar demasiado tarde; Yasmín sacó los colmillos y echó la cabeza hacia atrás, dispuesta a atacar. Me sentía impotente.
Me apretaba contra sí, con los brazos entrelazados a mi espalda. Si hubiera apretado un poco más, me habría partido por la mitad.
—¡Jean-Claude! —grité.
Noté algo caliente dentro del jersey, a la altura del corazón. Yasmín vaciló, y todo su cuerpo se estremeció. ¿Qué coño estaba pasando?
Entre nosotras se alzó una lengua de fuego blanco azulado. Grité, y la vampira hizo lo propio. Seguimos gritando mientras nos quemábamos.
Se apartó de mí, con el top envuelto en llamas blanquiazules. A mí también me salían llamas de un agujero del jersey; me lo quité tras soltar las correas de la sobaquera.
Mi crucifijo seguía llameando. Me lo arranqué de un tirón y lo arrojé al suelo. El fuego se extinguió en la moqueta.
Me había quedado una quemadura en forma de cruz justo en el esternón, y empezaba a llenarse de ampollas. Segundo grado.
Yasmín se había arrancado la blusa. Tenía una quemadura idéntica, pero más baja, en pleno canalillo, porque era más alta que yo.
Me arrodillé en el suelo, en vaqueros y sujetador, incapaz de contener las lágrimas. Tenía una cicatriz mayor, también en forma de cruz, en el antebrazo izquierdo: a los seguidores humanos de un vampiro les había parecido divertido marcarme. Les hizo tanta gracia que no dejaron de reírse hasta que los liquidé.
Las quemaduras son una putada; duelen más que ninguna otra lesión.
Tenía delante a Jean-Claude. La cruz resplandecía como si estuviera al rojo blanco, y eso que no se había acercado demasiado. Levanté la mirada y vi que se protegía los ojos con el brazo.
—Aparta eso,
ma petite
. Te prometo que nadie más te hará daño esta noche.
—¿Por qué no te mantienes al margen y me dejas a mí decidir qué hago?
—Ha sido un acto de inconsciencia por mi parte permitir que las cosas llegaran tan lejos. Perdóname, Anita.
No resulta fácil tomarse en serio las disculpas de alguien que se oculta el rostro con el brazo para evitar una cruz, pero el caso es que se estaba disculpando. Para ser Jean-Claude, no estaba mal.
Cogí el crucifijo. Me había cargado el cierre al arrancármelo, así que tendría que cambiar la cadena si quería volver a ponérmelo. Miré el jersey; tenía un boquete del tamaño de un puño, centrado en la parte superior. Hala, a la basura con él. ¿Dónde guarda una cruz incandescente alguien que ni siquiera lleva camisa?
El hombre de la cama me devolvió la chaqueta. Lo miré a los ojos y vi preocupación, mezclada con un poco de miedo. Tener tan cerca sus ojos marrones, tan humanos, me resultaba reconfortante, aunque no sabía por qué.