—Sí.
—Soy Karl Inger.
—Disculpe si he sonado brusca. ¿Qué desea?
—Dijo que volvería a escucharme si tuviera un plan mejor. Lo tengo.
—¿Para matar al amo de los vampiros de la ciudad? —Ni que necesitara preguntarlo.
—Sí.
Aspiré a fondo y tapé el auricular antes de dejar salir el aire; sólo me faltaba que pensara que estaba soltándole jadeos telefónicos.
—Señor Inger…
—Escúcheme, por favor. Anoche le salvamos la vida, y eso tendría que valer algo. —Ahí me había pillado.
—¿Qué plan tiene?
—Preferiría explicárselo en persona.
—Tardaré bastante en ir a la oficina.
—¿Puedo ir a verla ahora?
—No —contesté sin pensarlo.
—¿No se lleva trabajo a casa?
—Lo evito siempre que puedo.
—Qué desconfiada.
—Siempre.
—¿Podría ser otro sitio? Hay un caballero que desea conocerla.
—¿Quién?, y ¿por qué?
—No creo que le suene.
—Haga la prueba.
—El señor Oliver.
—¿Tiene nombre de pila?
—No sé.
—Ah. ¿Por qué quiere presentarnos?
—Tiene un buen plan para matar al amo.
—A ver.
—No. Es conveniente que el señor Oliver se lo explique en persona; él es mucho más persuasivo que yo.
—A usted no se le da mal.
—Entonces, ¿se reunirá conmigo?
—Claro, ¿por qué no?
—Excelente. ¿Sabe ir a Arnold?
—Sí.
—Hay un lago a las afueras, en la Tesson Ferry. ¿Lo conoce?
Tenía la impresión de que había pasado por ahí de camino a las dos últimas escenas de crimen. Todos los caminos conducían a Arnold.
—Lo encontraré.
—¿Cuánto tardará en llegar?
—Una hora.
—Estupendo. La espero.
—¿Con el señor Oliver?
—No. Iremos a verlo en mi coche.
—¿A qué viene tanto secretismo?
—No es secretismo. —Bajó la voz, algo avergonzado—. Es que no se me da muy bien explicar cómo llegar a un sitio; será más fácil si la llevo.
—Puedo seguirlo en coche.
—Tengo la impresión de que no confía en mí.
—No es nada personal, señor Inger: prefiero no confiar en nadie.
—¿Ni siquiera en quienes le salvan la vida?
—Ni siquiera.
—Nos vemos en el lago en una hora. —No le dio por insistir con la confianza. Mejor.
—De acuerdo.
—Gracias por venir, señorita Blake.
—Estoy en deuda con ustedes, como bien se dedica a recordarme.
—No hace falta que se ponga a la defensiva; no tenía intención de ofenderla.
—No estoy ofendida. —Suspiré—. No me gusta deber favores.
—Si viene a ver al señor Oliver, estaremos en paz, se lo prometo.
—Le tomo la palabra.
—Hasta dentro de una hora.
—Vale.
Después de colgar caí en la cuenta de que tendría que comer en algún momento. Si se me hubiera ocurrido, habría quedado en dos horas. Tendría que picar algo por el camino… si me daba tiempo después de alquilar un coche. ¿Qué importa una pequeña molestia si es por un amigo? ¿O por alguien que me ha salvado la vida? Y ¿por qué me molestaba tanto estar en deuda con Inger?
Porque era un ultraderechista grillado. Un fanático. No me gustaba tener tratos con fanáticos, y mucho menos, deberles la vida.
En fin. Si me reunía con él, estaríamos en paz. Eso me había asegurado. ¿Por qué no acababa de creérmelo?
El lago Chip-Away era poco más que un estanque de un cuarto de hectárea, delimitado por una estrecha orilla elevada. Tenía una caseta en la que vendían cebo y comida, y un aparcamiento de grava. Había un coche usado con un cartel de
SE VENDE
: pesca de pago combinada con venta de coches. Qué ingenioso.
A la derecha del aparcamiento se divisaba un terreno con césped, un cobertizo destartalado y los restos de una barbacoa industrial. Más allá había un bosque, que subía hasta la colina. A la izquierda estaba el río Meramec; no dejaba de ser curioso ver agua de verdad tan cerca del lago artificial.
Aquella apacible tarde de otoño había sólo tres coches en el aparcamiento, e Inger estaba junto a un Chrysler Le Baron de color granate brillante. En la orilla había unos cuantos pescadores que lanzaban sedales al agua; les gustaría tanto la pesca que no les importaba pasar un poco de frío.
Aparqué junto al coche de Inger, que se me acercó sonriente y con la mano tendida, como un agente inmobiliario derramando entusiasmo al ver a su cliente. No tenía ni idea de qué vendía, pero sabía de antemano que no me interesaba.
—Cuánto me alegro de que haya venido, señorita Blake. —Estrechó mi mano entre las suyas, cordial, afectuoso, falso.
—¿Qué pretende, señor Inger? —La pregunta hizo que le vacilara la sonrisa.
—No la entiendo.
—Claro que sí.
—No, en serio.
Me quedé mirando su expresión de desconcierto. A lo mejor pasaba tanto tiempo rodeada de canallas que se me había olvidado que no todo el mundo lo era, pero pensar lo peor ahorra muchos disgustos.
—Lo siento, señor Inger, pero persigo a tantos delincuentes que a veces soy un poco negativa. —Seguía desconcertado—. No se preocupe; lléveme a ver a ese tal Oliver.
—Al señor Oliver.
—Sí, claro.
—¿Vamos en mi coche? —dijo señalándolo con un gesto.
—Prefiero seguirlo.
—No confia en mí.
Parecía ofendido. Supongo que el común de los mortales no está acostumbrado a despertar sospechas antes de haber hecho nada. La ley dice que cualquier persona es inocente mientras no se demuestre que es culpable, pero la verdad es que cuando se presencia demasiada muerte y dolor se tiende a pensar lo contrario.
—De acuerdo: vamos en su coche.
Pareció alegrarse enormemente. Enternecedor.
Además, yo llevaba dos cuchillos, tres cruces y una pistola. Tanto si el señor Oliver era inocente como si era culpable, estaba preparada. Esperaba no necesitar el armamento con él, pero quizá me hiciera falta más tarde. Tal como marchaban las cosas, no estaba de más ir armada hasta los dientes: cuando menos me lo esperaba, saltaba la liebre. O el dragón. O el vampiro.
Fuimos por la antigua autopista 21 y seguimos en dirección este por Rock Creek, una carretera estrecha y serpenteante en la que apenas podían cruzarse dos coches. Inger tomaba las curvas despacio, pero en general conducía a la velocidad justa para hacer el viaje llevadero.
Había casas de labranza que llevaban allí muchos años, así como construcciones nuevas en parcelas de tierra roja y descarnada como una herida. Inger se adentró en una urbanización llena de chalets grandes de aspecto caro, muy modernos. A lo largo del camino de grava había unos arbolitos lastimeros, atados a estacas, que se estremecían bajo el viento otoñal. Unas cuantas hojas conseguían aferrarse, un poco desconcertadas, a las ramitas escuálidas.
En aquella zona había un bosque poco tiempo atrás. No hay quien entienda la manía de los constructores de talar los árboles crecidos y plantar otros que tardarán decenios en parecer algo.
Aparcamos frente a un sucedáneo de cabaña de troncos, mucho más grande y con muchas más ventanas que ninguna cabaña de verdad. El terreno desnudo tenía el color del óxido, y la grava blanca del camino procedía de algún lugar muy lejano; la grava de la zona era tan roja como la tierra.
Inger empezó a rodear el coche, creo que con intención de abrirme la puerta, pero me adelanté y salí yo sola. Se quedó un poco perplejo, pero lo superaría. Nunca he entendido que una persona perfectamente sana necesite que le abran la puerta ni, mucho menos, que el hombre tenga que dar la vuelta al coche mientras la mujer se queda esperando como un pasmarote.
Lo seguí a los escalones del porche. No estaba mal; era amplio y podría ser cómodo para pasar las veladas de los veranos venideros, aunque de momento allí no había nada más que madera y una cristalera gigantesca cubierta con cortinas estampadas con ruedas de carreta en tonos rojizos. Muy rústico.
Llamó a la puerta, de madera tallada. En el centro tenía un rectángulo de vidrio emplomado, más decorativo que útil como mirilla. No esperó a que acudiera nadie a la puerta; sacó una llave, abrió y entró. A saber por qué avisaba.
En el interior reinaba la penumbra. Todas las ventanas estaban tapadas con unas cortinas muy resultonas, que mantenían a raya la luminosidad pastosa.
Los suelos de tarima encerada estaban desnudos, y tampoco había adornos en la repisa de la chimenea apagada. Todo olía a nuevo y estaba sin estrenar, como los juguetes en Navidad. Inger avanzaba resuelto, sin mirar atrás, y seguí sus anchas espaldas al interior de la casa. Al parecer, al ver que no esperaba que me abriera la portezuela del coche, había decidido que no hacía falta mantener las formas.
Me parecía bien.
El pasillo estaba tachonado de puertas, bastante espaciadas. Inger llamó a la tercera de la izquierda.
—Adelante —dijo una voz desde dentro.
Inger abrió la puerta, entró y se quedó muy tieso, como un soldado en posición de firmes. ¿Qué había en aquella habitación? Tampoco era tan difícil averiguarlo.
Entré.
Había una hilera de ventanas que daban al norte, todas tapadas con cortinas gruesas. Una fina línea de luz solar se filtraba entre dos cortinas y cruzaba una amplia mesa de despacho impoluta. Al otro lado había un sillón, ocupado por un hombre.
Era diminuto, como un enano o un pigmeo. Digamos que un enano con vestigios de acondroplasia; tenía un cuerpo de proporciones estándar, embutido en un traje a medida. Pero casi no tenía barbilla, cosa que, junto con la frente huidiza, hacía resaltar más el arco superciliar muy marcado y la nariz ancha.
Había algo en su cara que me resultaba conocido, un rasgo que tenía que haber visto en otra persona, porque estaba segura de que a él no lo conocía. Tenía un rostro muy característico.
Me di cuenta de que me había quedado mirándolo fijamente y me sentí avergonzada, cosa que no me hace ninguna gracia. Lo miré a los ojos: eran afables, de un marrón uniforme. Tenía el pelo oscuro, cortado y peinado minuciosamente por algún peluquero caro. Me sonrió desde detrás de su mesa reluciente.
—Señor Oliver, le presento a Anita Blake —dijo Inger, que se quedó junto a la puerta.
Oliver se levantó y rodeó la mesa para tenderme la mano, pequeña y bien formada.
Medía uno con veinte, ni un centímetro más, pero me bastó estrecharle la mano para notar que era mucho más fuerte de lo que cabía esperar. No parecía musculado, pero irradiaba fuerza.
La baja estatura no lo acomplejaba. Me parecía bien; a mí me ocurría lo mismo.
Sonrió brevemente y volvió al sillón. Inger cogió una silla y la colocó frente a la mesa para que me sentara, pero él se quedó de pie junto a la puerta, ya cerrada. Sin duda, manifestaba un respeto marcial hacia el ocupante del despacho. En cuanto a mí, deseaba ser de su agrado, cosa rara con mi tendencia a desconfiar.
Me descubrí sonriendo. Me sentía cómoda con Oliver, como si fuera mi tío favorito. Fruncí el ceño. ¿De qué iba aquello?
—¿Qué pasa aquí? —pregunté.
Oliver sonrió, todo afabilidad.
—¿A qué se refiere, señorita Blake? —Hablaba en voz baja, con un timbre denso y lleno de matices, como la nata en el café. Casi se podía notar su sabor, agradable y reconfortante. Sólo conocía otra voz que tuviera el mismo efecto.
Observé la estrecha franja de luz solar, a pocos centímetros de su brazo. Era mediodía. No podía ser… No, ¿verdad?
Examiné su rostro, muy vivo. No detecté ese rastro tan peculiar que identifica a los vampiros. Sin embargo, ni su voz ni la sensación de bienestar que transmitía resultaban naturales. Nunca me había sentido tan a gusto con nadie de buenas a primeras, y no estaba dispuesta a estrenarme.
—Se le da bien —dije—. Muy bien.
—¿A qué se refiere, señorita Blake? —repitió. Me dieron ganas de acurrucarme en su voz cálida y acogedora, como si fuera una manta.
—¡Ya vale!
Me miró sorprendido, como si no entendiera nada. Una actuación perfecta. Entendí a qué se debía: no estaba actuando. Había tratado con muchos vampiros antiguos, pero no había visto a ninguno que fuera capaz de hacerse pasar por humano hasta tal punto. Podría presentarse en cualquier sitio sin alarmar a nadie. O a casi nadie.
—Le aseguro que no intento nada, señorita Blake.
Tragué saliva. ¿Sería cierto? ¿Era tan poderoso que los trucos y la voz le salían solos? No; si Jean-Claude podía controlarlos, él también.
—Basta de jueguecitos, ¿vale? Si quiere hablar de negocios, adelante, pero nada más.
Su sonrisa se amplió, aunque no tanto como para enseñar los colmillos. Con unos pocos siglos de práctica se puede aprender a sonreír así.
Y entonces se echó a reír. Fue un sonido maravilloso, como el de una cascada que invitara a zambullirse.
—¡Basta!
Le vi los colmillos cuando terminó de carcajearse.
—Si ha detectado mis jueguecitos, como usted dice, no ha sido por las marcas vampíricas. Se trata de un talento natural, ¿no es así?
—Lo tenemos casi todos los reanimadores.
—No en su grado, señorita Blake. Lo noto en la piel. Tiene poderes de nigromante.
Fui a negarlo, pero me contuve: no servía de nada mentir en algo así. Tenía delante al vampiro más antiguo que hubiera podido concebir, más antiguo que en mis peores pesadillas. Pero no hacía que me dolieran los huesos: me hacía sentir bien. Mejor que Jean-Claude, mejor que nada en el mundo.
—Podría serlo, pero elegí otro camino.
—No, señorita Blake. Todos los muertos reaccionan ante usted. Hasta yo siento el estímulo.
—¿Quiere decir que también tengo poder sobre los vampiros?
—Si aprendiera a controlar su talento, sin duda. Tendría un poder indudable sobre los muertos y nomuertos de toda índole.
Fui a preguntarle cómo podía conseguirlo, pero ¿para qué molestarse? No era probable que un maestro vampiro fuera a darme pistas sobre la forma de dominar a sus seguidores.
—Me está llevando al huerto.
—Le aseguro que hablo muy en serio. Su poder emergente es lo que ha atraído al amo de los vampiros de la ciudad. Quiere controlarlo, por miedo a que se vuelva contra él.
—¿De dónde se saca eso?
—Noto su sabor en las marcas que le ha dejado.