Me quedé mirándolo. Estaba muy pálido y desorientado. Se había enfrentado a un dragón, y no era precisamente de los más temibles, pero después de vivir una situación violenta no volvemos a ser los mismos. La primera vez que tenemos que decidir si vivimos o morimos, nosotros o ellos, nos cambia para siempre y no hay vuelta atrás. Enfrentada a la conmoción de la cara de Larry, me habría gustado que las cosas hubieran sido distintas; me habría gustado que siguiera risueño, inocente y confiado. Pero como decía mi abuela paterna, hay que ser gilipollas para creer que de ilusión también se vive.
Larry había entrado en mi mundo. Faltaba ver si estaría dispuesto a encajar otra dosis o saldría corriendo. Huir o perseverar, escaquearse o plantar cara: el eterno dilema. No sabía muy bien qué prefería. Quizá viviera más tiempo si se mantenía alejado de mí; por otra parte, quizá no. Cara, chungo; cruz, peor.
—¿Qué pasa con mi coche? —preguntó Larry, alarmado.
—Lo tienes asegurado, ¿no? —Me encogí de hombros.
—Sí, pero…
—Como no han conseguido triturarnos, igual les da por triturarte el coche.
El chaval me miró buscando indicios de que era una broma. Ya le gustaría.
De repente, una bicicleta salió de la oscuridad y se nos plantó delante. Los faros iluminaron el semblante pálido de un niño.
—¡Cuidado! —grité.
Larry volvió a mirar la carretera justo a tiempo para ver los ojos desorbitados del crío. Los frenos chirriaron, y el niño desapareció de la estrecha franja iluminada. Se oyó un golpe antes de que detuviera el coche. Larry jadeaba; yo había dejado de respirar.
Teníamos el cementerio a la derecha. Estábamos demasiado cerca para pararnos; sin embargo… Mierda. Era un puto crío.
Me volví para mirar. La bicicleta era un amasijo de hierros, y el niño estaba inmóvil. Que no estuviera muerto, por favor…
No creía que los de la Alianza Humana tuvieran tanta imaginación como para usar un niño de cebo, pero si se trataba de una trampa, era de las mejores, porque yo no podía dejarlo tirado en el arcén.
Larry se agarraba al volante con tanta fuerza que le temblaban los brazos. Si antes me había parecido que estaba pálido, no había visto nada. Parecía un fantasma descompuesto.
—¿Está… herido? —preguntó con una voz áspera por las lágrimas contenidas. En realidad quería preguntar si estaba muerto, pero no se atrevió a pronunciar la palabra. Prefería apartarla de su mente.
—Quédate en el coche —le dije.
Larry no contestó. Se quedó mirándose las manos, sin atreverse a levantar la vista. Joder, tampoco era culpa mía que hubiera perdido la flor, así que ¿por qué me sentía culpable?
Salí del coche, con la Browning preparada por si a aquellos locos les había dado por seguirnos a la carretera. Podían haber recuperado el 45 y estar en camino. El niño no se había movido, pero estaba demasiado lejos para ver si respiraba. Sí, seguro que era eso. Lo tenía a un metro por lo menos.
Por favor, que estuviera vivo.
Estaba tendido boca abajo, con un brazo aprisionado por el cuerpo, probablemente roto. Inspeccioné la oscuridad del cementerio mientras me arrodillaba a su lado; no parecía que una turba de ultras exaltados anduviera al acecho. El chaval llevaba el atuendo prototípico: camisa de rayas, pantalón corto y zapatillas de deporte. ¿Quién le había puesto ropa de verano en una noche tan fría? ¿Su madre? ¿Una mujer lo había vestido amorosamente y lo había mandado a morir?
Tenía el pelo castaño ondulado, suave como el de un bebé. La piel de su cuello estaba helada. ¿Por la conmoción? Aunque hubiera muerto, aún no se habría enfriado. Intenté encontrarle el pulso, pero no hubo manera. Por favor, Dios, por favor.
Levantó la cabeza y soltó un gemido. Estaba vivo. Gracias, Dios mío.
Intentó enderezarse, pero se desmoronó dejando escapar un grito.
Larry se había apeado y se nos acercaba.
—¿Cómo está?
—Vivo —contesté.
El niño se empeñaba en incorporarse, de modo que lo cogí por los hombros para ayudar, intentando sostenerlo con el brazo derecho. Alcancé a ver de refilón unos ojos marrones muy grandes, una cara molletuda… y un cuchillo más grande que el niño, en su mano derecha.
—Dile que venga a ayudarte —susurró. Entre los labios regordetes asomaban unos colmillos minúsculos. El filo del cuchillo me apretaba el estómago por encima de la riñonera: la punta se había introducido bajo la chaqueta de cuero y estaba en contacto con la camisa. Fue uno de esos momentos en que el tiempo se estira y se desencadena una pesadilla a cámara lenta: pude decidir con calma entre traicionar a Larry y morir. No había color: nunca les entrego a nadie a los monstruos. Así que…
—¡Corre! —grité.
El vampiro no me apuñaló; sólo se quedó paralizado. Quería capturarme viva: por eso me había amenazado con el cuchillo, no con los colmillos. Me puse en pie, y el vampiro se limitó a mirarme. Mira por dónde, no tenía plan B.
El coche estaba parado, arrojando luz por las puertas abiertas. Los faros conferían un aire muy teatral a la escena. Larry titubeó.
—¡Métete en el coche!
Se acercó a la portezuela abierta, y los faros iluminaron a una mujer. Llevaba un abrigo blanco y largo, que mostraba un traje de chaqueta elegante, de tonos crema y ocre. Abrió la boca y rugió, enseñando los colmillos.
—¡Detrás de ti! —grité mientras echaba a correr.
Larry me miró, miró más allá de donde estaba yo y abrió mucho los ojos. Oí los piececitos a mi espalda. Larry estaba aterrorizado; ¿sería la primera vez que veía un vampiro?
Desenfundé mientras corría. Es imposible acertar a nada a la carrera, y tenía un vampiro delante y otro detrás. Cara o cruz, para variar.
La vampira tomó impulso en el capó del coche y salió despedida con un salto largo y ágil que la llevó contra Larry. Los dos cayeron al suelo.
No podía pegarle un tiro sin arriesgarme a dar a Larry, así que giré en redondo y disparé a bocajarro contra la cara del niño vampiro.
Sus ojos se agrandaron mientras yo apretaba el gatillo. Noté un golpe en la espalda y fallé el tiro. Caí de bruces y me quedé tendida con algo pesado encima.
Me había quedado sin aire, pero me volví con intención de apuntar a lo que tuviera en la espalda: si no hacía algo deprisa, quizá no tuviera que volver a preocuparme por la respiración.
El niño se abalanzó contra mí, blandiendo el cuchillo. La pistola no llegaría a tiempo; si hubiera tenido aire, habría gritado. El cuchillo se me hundió en la manga de la chaqueta, y oí el golpe de la hoja contra el asfalto. Tenía el brazo aprisionado; apreté el gatillo, y una bala inofensiva se perdió en la oscuridad.
Me contorsioné para intentar ver qué, o quién, tenía pegado a la espalda. Era un
qué
: los faros traseros del coche iluminaban un rostro plano de pómulos marcados, con los ojos estrechos, algo almendrados, y el pelo largo y liso. Un poco más étnico y nos lo habríamos encontrado labrado en piedra, rodeado de serpientes y de dioses aztecas.
Me atrapó la mano derecha, la que estaba sujeta al asfalto y todavía sostenía la pistola, y me apretó los dedos contra el metal.
—Suelta el arma o te destrozo la mano —dijo en voz baja, muy grave.
Larry soltó un aullido lastimero.
Si alguien grita, es que no tiene nada mejor que hacer. Me subí la manga izquierda contra el asfalto, para revelar la muñeca, donde llevaba el reloj y la pulsera. Los tres crucifijos brillaron a la luz de la luna, y el vampiro siseó, sin soltarme. Le froté con la pulsera la mano que me sujetaba, y me llegó el olor de la carne quemada. Entonces, con la mano libre, me sujetó por la manga y me llevó el brazo de los crucifijos a la espalda, de forma que no pudiera alcanzarlo con él.
Si hubiera sido un muerto reciente, le habría bastado con ver los crucifijos para echarse a aullar; pero no era simplemente antiguo; era antiquísimo. Necesitaría bastante más que una cruz consagrada para quitármelo de encima.
Larry volvió a gritar.
Yo también grité, porque no podía hacer nada más, salvo aferrarme a la pistola mientras el vampiro me hacía picadillo la mano, y eso no sería muy productivo. No querían matarme, pero no parecía que les importara herirme, y aquel tipo podía convertirme la mano en una pulpa sanguinolenta, de modo que solté la pistola y grité, mientras intentaba aflojar el cuchillo que me inmovilizaba el brazo y liberar la otra manga de la mano del vampiro para tocarlo con las cruces.
De repente sonó un disparo. Todos nos quedamos paralizados y después miramos hacia el cementerio. Jeremy Ruebens y compañía habían recuperado la pistola y nos disparaban. ¿Acaso les había parecido que aquellos monstruos estaban conchabados con nosotros? ¿O les daba igual a quién alcanzaban?
—¡Ayúdame, Alejandro! —gritó una mujer a nuestras espaldas. De repente, el vampiro que llevaba de mochila se esfumó; no sabía por qué, ni me importaba. Me quedé con el monstruo enano casi encima, mirándome con sus enormes ojos marrones.
—¿No te duele?
—No. —La pregunta me sorprendió tanto que contesté antes de darme cuenta.
El niño, decepcionado, se puso de cuclillas junto a mí.
—Quería hacerte un corte para lamer la sangre de la herida. —Su voz seguía siendo la de un niño; siempre lo sería. Pero la experiencia de sus ojos me traspasó la piel como un hierro candente. Era antiguo, mucho más que Jean-Claude.
Una bala alcanzó el faro trasero del coche, justo por encima de la cabeza del niño, que se volvió hacia los fanáticos con un rugido muy poco infantil. Intenté arrancar el cuchillo del asfalto, pero estaba bien incrustado.
El vampiro se desvaneció en la oscuridad como una ráfaga de viento. Iba a por los fanáticos; que Dios se apiadara de ellos.
Me volví para mirar a Larry. Estaba en el suelo y tenía encima a una mujer de pelo largo, castaño y ondulado. El tal Alejandro, que era el tipo que me había estado inmovilizando, y otra mujer, forcejeaban con ella; al parecer le había dado por matar a Larry, e intentaban detenerla. Me pareció bien.
Otra bala surcó el aire, pero ni se nos acercó. Se oyó un grito estrangulado y se acabaron los disparos. ¿El niño habría alcanzado al tirador? ¿Larry estaría herido? ¿Qué podía hacer para ayudarlo y, ya puestos, para salir de aquello?
Los vampiros parecían muy ocupados; si iba a actuar, aquel parecía el momento adecuado. Intente bajarme la cremallera de la chaqueta con la mano izquierda, pero se encalló a medio camino. Cojonudo. Mordí la solapa y di un tirón. Vale, ya me había desabrochado la chupa. ¿Qué más?
Me bajé la manga izquierda con los dientes, me senté en el extremo y saqué el brazo. Después, sacar el derecho resultó más fácil.
Alejandro cogió en vilo a la mujer de pelo castaño. La lanzó por encima del coche y la perdí de vista, pero no la oí caer. Puede que supiera volar, pero en tal caso, no quería saberlo.
Larry estaba oculto tras una cortina de pelo claro. La segunda mujer lo sujetaba como a un príncipe al que fuera a besar. Alejandro la agarró por la melena, la obligó a ponerse en pie y la lanzó contra el coche. Ella se tambaleó, pero no cayó, e hizo ademán de morderlo, como si fuera un perro atado.
Tracé un círculo amplio a su alrededor, con los crucifijos siempre por delante, como en cualquier peli de vampiros. Aunque, bien pensado, nunca he visto a ningún cazavampiros con cruces en la pulsera.
Larry estaba a cuatro patas, tambaleándose. Hablaba con voz aguda, al borde de la histeria, y no paraba de repetir: «Estoy sangrando. Estoy sangrando».
Lo toqué, y saltó como si se hubiera quemado. Me miró aterrado.
La sangre le goteaba camisa abajo, negra a la luz de la luna. Lo había mordido, por el amor de Dios. Lo había mordido.
—¿No oléis la sangre? —gemía la rubia, debatiéndose para llegar a Larry. Parecía un ruego.
—Contrólate o te controlo —ordenó Alejandro con una furia contenida que pareció cortar el aire. La vampira se inmovilizó.
—Ya está, ya está —dijo atemorizada. Nunca había visto a un vampiro tan acojonado ante otro. Parecía… ¿qué? ¿Muerta de miedo? Bueno, algo parecido. Allá ellos; yo tenía mejores cosas que hacer. Por ejemplo, dar con la forma de esquivarlos a todos y meterme en el coche.
Alejandro tenía a la mujer sujeta contra el coche, con una mano. Con la izquierda sujetaba mi pistola. Me quité la tobillera de colgantes. Es imposible pillar desprevenido a un vampiro; hasta los muertos recientes están más a la que salta que un gato de rabo largo en una habitación llena de mecedoras. Ya que no tenía oportunidad de sorprenderlo, probé con métodos más expeditivos.
—¡Lo ha mordido! ¡Me cago en la hostia! ¡Lo ha mordido! —grité mientras le tiraba de la camisa para llamar su atención. Le colé la tobillera por la espalda.
El vampiro se echó a gritar.
Le pase los crucifijos de la pulsera por la mano; cuando soltó la pistola, la recogí. De la espalda le salía una lengua de fuego azulado. Intentaba alcanzársela, pero no llegaba. Vuelta y vuelta, cariño.
Mientras se debatía entre gritos, el vampiro me dio un golpe de refilón en la cabeza; salí despedida y di de bruces contra el asfalto. Amortigüé lo que pude con los brazos, pero no conseguí evitar que mi cabeza rebotara en la carretera.
El mundo se llenó de puntos negros. Cuando se me aclaró la vista tenía encima una cara muy pálida. El pelo largo, rubio platino, me rozó la mejilla cuando la vampira se inclinó para morder.
Aún llevaba la Browning en la mano derecha. Apreté el gatillo, y el cuerpo de la mujer salió despedido como si hubieran tirado de él. Cayó en la carretera, sangrando. Lo del estómago no era nada comparado con el agujero que tenía en la espalda. Esperaba haberle deshecho la columna.
Conseguí ponerme en pie.
Alejandro se arrancó la camisa, y los crucifijos cayeron a la carretera en un charco de fuego azul. Tenía la espalda achicharrada, con ampollas aquí y allá para añadir una nota de color. Se giró hacia mí y le pegué un tiro en el pecho, apresuradamente. No lo derribé.
Larry lo agarró por el tobillo, pero el vampiro siguió avanzando, arrastrando al joven como si fuera un juguete. Lo cogió por el brazo y lo puso en pie, pero Larry le pasó una cadena por el cuello. El pesado crucifijo de plata estalló en llamas, y Alejandro, en gritos.
—¡Entra en el coche ahora mismo! —ordené.