—¿Eso significa también que estás tan desconcertada como nosotros? —preguntó Zerbrowski.
—Exactamente.
—Pues estamos apañados.
Sentía estar de acuerdo.
La cámara se cernía ante nosotros, negra como boca de lobo y, quizá, con un vampiro loco dentro. La ilusión de mi vida.
—Me toca ir delante —dijo Dolph. Había cogido la segunda pistola y se había guardado la suya. Como ya tenía balas de plata, ya podía, y en eso era un buen jefe: no permitía nunca que sus hombres hicieran nada que él no estuviera dispuesto a hacer. Ya me gustaría que Bert fuera así; Bert era más bien de los que entregarían al primogénito de un empleado y después dirían: «Te parece bien, ¿no?».
Dolph se detuvo ante el boquete de la cámara. La oscuridad era tan densa que se podía cortar; era la oscuridad absoluta de una cueva, una oscuridad de esas en las que ya te pueden meter el dedo en el ojo, que no lo vas a cerrar.
Nos indicó que nos acercáramos, pero pasó de largo y siguió por el pasillo. Había más pisadas ensangrentadas que entraban en la cámara, volvían a salir y se perdían tras otro recodo. ¿Es que no sabían construir en línea recta?
Zerbrowski y yo nos colocamos a los lados de Dolph. La tensión me cargaba el cuello y los hombros. Aspiré profundamente y solté el aire poco a poco. Mucho mejor. Hala, si ni siquiera me temblaba la mano.
Dolph no dobló la esquina tirándose al suelo; se limitó a pegarse a la pared y girar bruscamente apuntando con las dos manos, dispuesto a lo que fuera.
—¡No dispare, que estoy vivo!
—Es John Burke —dije al reconocer la voz—. Trabaja conmigo.
—Lo conozco —dijo Dolph volviéndose para mirarme.
Me encogí de hombros: más vale prevenir. No creía que Dolph fuera a pegarle un tiro a John por accidente, pero había otros dos polis que no lo conocían, y cuando hay armas de fuego de por medio, toda precaución es poca. Norma de supervivencia.
John era alto, esbelto y de piel cetrina, con el pelo negro azabache surcado por un mechón blanco en el centro. Le quedaba muy apañado. Siempre había sido guapo, pero desde que se había afeitado tenía menos pinta de villano de Hollywood y más de galán. Alto, misterioso, atractivo y muy diestro en la caza de vampiros. ¿Se podía pedir algo más? Pues sí, mucho más, pero esa es otra historia.
John se acercó sonriendo. Llevaba una pistola en una mano y, mejor aún, un kit de cazavampiros en la otra.
—Me he adelantado para asegurarme de que el vampiro no salía a la calle mientras estabais de camino.
—Gracias —le dije.
—Se hace lo que se puede por la seguridad ciudadana.
—Lo que tú digas.
—¿Dónde está el vampiro? —preguntó Dolph.
—Le estaba siguiendo la pista —dijo John.
—¿Cómo?
—Por las huellas de pies descalzos.
¡Coño, claro! El vampiro iba descalzo, pero John no. Me volví hacia la cámara. Demasiado tarde, demasiado despacio. Una puta chapuza.
Salió de la oscuridad, tan deprisa que costaba seguirlo con la vista. Era un simple borrón que se lanzó contra el novato y lo arrastró contra la pared. El chico gritó, apretándole la pistola contra el pecho. Los disparos atronaron en el pasillo y resonaron en las cañerías, pero las balas salieron por la espalda del vampiro como si atravesaran papel. Magia.
Me adelanté, intentando apuntar sin darle al novato, que no paraba de gritar. Su sangre nos empapó como una lluvia cálida. Disparé contra la cabeza del vampiro, pero se movió a una velocidad increíble, aplastando al policía contra una pared mientras lo despedazaba. Hubo muchos gritos y movimientos, pero parecían lejanos, irreales. Todo pasó muy deprisa, y yo era la única con balas de plata que estaba lo bastante cerca. Me adelanté y apoyé el cañón de la pistola en la nuca del vampiro. Un vampiro normal no me lo habría permitido. Disparé, pero el bicho se giró, levantó al hombre por los aires y lo lanzó hacia mí. La bala falló el objetivo, y caímos al suelo. El peso de dos hombres adultos me dejó sin aire durante un momento. Tenía al novato encima, gritando, sangrando, muriendo.
Puse la pistola en la base del cráneo del monstruo y disparé. Saltó un montón de sangre, huesos y cosas más pesadas y húmedas, pero el vampiro siguió ensañándose con el cuello del joven. Debería haber muerto, pero qué va.
Se echó hacia atrás, rechinando los dientes ensangrentados. Se estaba tomando un respiro entre trago y trago. Le metí la pistola en la boca y noté como los dientes arañaban el metal. Le reventó la cara, desde el labio superior hasta el cráneo. La mandíbula inferior siguió boqueando, pero ya no podía morder. El cuerpo decapitado apoyó las manos en el suelo, como si quisiera levantarse. Le coloqué la pistola en el pecho y disparé; a bocajarro puede que le arrancara el corazón. Nunca había intentado cargarme a un vampiro sólo con una pistola, y no sabía si funcionaría. Tampoco sabía qué sería de mí de no ser así.
El cuerpo de la cosa se estremeció y dejó escapar el aliento en un largo suspiro.
Vi que Dolph y Zerbrowski tiraban de él hacia atrás. Creo que ya me lo había cargado, pero les agradecía la ayuda por si las moscas. John lo roció con agua bendita, que se puso a espumear en el vampiro moribundo. Se estaba muriendo de verdad.
El novato no se movía. Su compañero me lo quitó de encima y lo acunó como si fuera un niño. La sangre le había pegado el pelo a la cara, y tenía los ojos claros muy abiertos, fijos en ninguna parte. Los muertos siempre están ciegos, de una forma o de otra.
Había sido valiente, un buen chaval. Tampoco era mucho más joven que yo, pero mirando su cara pálida y sin vida me sentía como si tuviera un millón de años. Estaba muerto, sin más. El valor no salva a nadie de los monstruos; sólo mejora las probabilidades.
Dolph y Zerbrowski habían dejado al vampiro en el suelo, y John estaba sentado a horcajadas sobre él con una estaca y un mazo. Yo llevaba años sin usar una estaca; prefería la recortada. Claro que siempre he sido una cazavampiros muy progresista.
El vampiro estaba muerto. No hacía falta atravesarle el corazón, pero me quedé mirando, sentada contra la pared. Por si acaso. La estaca entró con facilidad porque yo ya había hecho el agujero. Aún tenía la pistola en la mano, pero prefería no enfundarla todavía: la cámara seguía siendo un misterio y, con frecuencia, donde hay un vampiro hay más.
Dolph y Zerbrowski se acercaron a la cámara, pistola en mano. Debería haberme levantado para acompañarlos, pero en aquel momento me pareció más importante respirar. Podía sentir la sangre que me recorría las venas, y notaba mi pulso. Me alegraba de seguir viva, pero me partía el alma no haber conseguido salvar al chico. Me jodía un montón.
—¿Cómo estás? —preguntó John, arrodillándose junto a mí.
—Bien.
Me miró con incredulidad, pero no se atrevió a llevarme la contraria. Así me gusta.
Se encendió la luz de la cámara: una luz intensa, amarillenta, cálida como un día de verano.
—Coño —dijo Zerbrowski.
Me incorporé y estuve a punto de caerme; me temblaban las piernas. John me sujetó por el brazo, y me quedé mirándolo hasta que me soltó.
—Tan cabezota como siempre —dijo con una media sonrisa.
—Ahí.
Habíamos llegado a salir dos veces. Craso error. Sólo conseguimos sentirnos más incómodos trabajando juntos, y es que no le sentaba muy bien que yo fuera capaz de hacer las mismas cosas que él. Tenía esas ideas sudistas trasnochadas sobre las señoritas: que si una señorita no debería pasearse armada por ahí ni ponerse perdida de sangre y cadáveres. Se me ocurrían cinco palabras que dedicar a cualquiera que tuviera esa actitud. Sí, justo esas cinco.
Había un terrario grande destrozado contra una pared. Antes tendría conejillos de indias, ratas o conejos, pero sólo quedaban manchas de sangre y trozos de piel peluda. Los vampiros no comen carne, pero si se coge un recipiente de cristal lleno de animalitos y se estampa contra la pared, el resultado son animalitos troceados. ¿O debería decir puré?
Cerca de los cristales había una cabeza, probablemente de hombre a juzgar por el corte de pelo, pero no me acerqué a comprobarlo. No quería verle la cara. Ya había sido muy valiente y no me quedaba nada que demostrar.
El cuerpo estaba en una pieza, o casi. Parecía que el vampiro le hubiera hundido las manos en el pecho para arrancarle las costillas. Estaba casi partido por la mitad, pero lo unía una tira rosada de músculo e intestinos.
—La cabeza tiene colmillos —dijo Zerbrowski.
—El asesor vampírico —dije.
—¿Qué pasó? preguntó Dolph.
Me encogí de hombros.
—Supongo que estaba inclinado sobre el vampiro cuando revivió, y nada más verlo, se lo cargó directamente.
—¿Para qué?
—Parecía más un animal que otra cosa. Se despertó en un lugar extraño, con un desconocido encima, y reaccionó como una fiera enjaulada.
—¿Y cómo es que el asesor no fue capaz de controlarlo? ¿No está para eso?
—Sólo podría controlar a un vampiro animalístico el maestro que lo ha creado. El asesor no era suficientemente poderoso.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó John. Se había guardado la pistola. Yo seguía empuñando la mía. Sería una chorrada, pero me hacía sentir mejor.
—Ahora tengo que intentar llegar a tiempo a mi tercera reanimación de la noche.
—¿Así, por las buenas?
Lo miré, dispuesta a cabrearme si hacía falta.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Tener un ataque de histeria? Eso no resucitaría a los muertos y me haría sentir peor aún.
—Lástima que no hagas juego con el envoltorio. —Suspiró.
Me guardé la pistola en la sobaquera y lo miré sonriente.
—Que te folle un pez.
Sí, esas eran las cinco palabras.
Me había limpiado casi toda la sangre de la cara y las manos en el lavabo del hospital, y llevaba el mono ensangrentado en el maletero. Ya estaba presentable o, al menos, tan presentable como podía. Bert me había dicho que tenía la tercera cita en el cementerio Oakglen, a las diez. En teoría, el empleado nuevo ya había levantado dos zombis y se iba a quedar mirando mientras yo levantaba el tercero. No me quejaba.
Cuando entré en el cementerio ya eran las once menos veinticinco. Mierda. No creía que el nuevo reanimador se llevara muy buena impresión de mí, por no mencionar al cliente. La señora Doughal había enviudado cinco días atrás, y su difunto marido no había dejado testamento. Siempre comentaba que tenía que redactarlo, pero ya sabéis cómo son estas cosas: se van dejando para más adelante, y al final…
Tenía que levantar al señor Doughal delante de una viuda, dos abogados, dos testigos, sus tres hijos adultos y cuatro lagartijas que pasaban por ahí. Un mes atrás habían autorizado las reanimaciones de muertos de una semana o menos para que dictaran testamento. Gracias a eso, los Doughal se ahorrarían un montón de impuestos. Descontando los honorarios de los abogados, claro.
Había una hilera de coches a un lado de la estrecha carretera de grava. El césped se iba a quedar hecho polvo, pero si hubieran aparcado en la carretera, la habrían dejado intransitable. Claro que ¿quién iba a pasearse por una carretera de cementerio a las diez y media de la noche, aparte de un puñado de reanimadores, sacerdotes vodun, porretas adolescentes, necrófilos y satanistas? Para oficiar ritos en un cementerio después del anochecer había que ser feligrés de una religión reconocida y conseguir un permiso, o ser reanimador. En nuestro caso no hacía falta permiso, más que nada porque no teníamos fama de ir por ahí realizando sacrificios humanos. Unas cuantas ovejas negras habían echado a perder la reputación de los practicantes del vudú. Yo, como buena cristiana, también miraba con malos ojos a los satanistas. Vamos, que a fin de cuentas son mala gente, ¿no?
Sentí la magia en cuanto pisé la carretera. Intentaban reanimar a un muerto, y muy cerca.
El nuevo ya había levantado dos zombis. ¿Podría con el tercero?
Ni Charles ni Jamison eran capaces de levantar más de dos por noche. ¿Cómo se las habría arreglado Bert para encontrar a alguien tan poderoso en tan poco tiempo?
Había cinco coches, sin contar el mío, y una docena de personas apiñadas alrededor de la tumba. Hombres y mujeres llevaban traje de chaqueta; ellos, con corbata. Me sorprende que tanta gente se arregle para ir al cementerio. Será porque lo normal es visitarlos en los entierros, pero el caso es que de entierro van vestidos casi todos mis clientes: con ropa formal, austera y oscura.
—Escúchanos, Andrew Doughal, te conminamos a que te levantes y vengas a nosotros. Andrew Doughal, ven a nosotros. —La voz del director del coro de dolientes era masculina.
La magia crepitó en el aire y se hizo opresiva. Me costaba llenar de aire los pulmones. Era una magia fuerte, pero inestable. Podía notar la inseguridad del reanimador como un soplo de aire frío. Sería poderoso, pero era joven y no controlaba mucho los poderes. Si había cumplido los veintiuno, me comería el sombrero.
Eso había encontrado Bert: un niñato sin formar. Y estaba levantando el tercer zombi de la noche. Lo que hay que aguantar.
Me quedé a la espera, entre los árboles. El chico era bajo, casi tanto como yo, y llevaba unos pantalones negros y una camisa blanca de vestir con manchas oscuras de sangre seca. Tendría que darle unas clases sobre lo que había que ponerse, igual que Manny me las había dado a mí. Los reanimadores aún tenían que empezar de aprendices: no había cursos de levantamiento de zombis.
Invocaba a Andrew Doughal todo solemne, mientras los abogados y familiares lo contemplaban desde fuera. No había ningún miembro de la familia con él, dentro del círculo de sangre. Era aconsejable situar a un familiar detrás de la lápida, para que ayudara a controlar al zombi; si no, sólo podría controlarlo el reanimador. Si no se había hecho en aquel caso, no había sido por negligencia; era por imperativo legal. No se puede levantar a un muerto para que dicte testamento si entre los controladores hay alguien que sea parte interesada.
Las flores del túmulo se estremecieron, y de entre ellas salió una mano pálida que parecía intentar agarrarse a algo. La siguió otra mano, y luego una cabeza. El zombi salía de la tumba como si estuvieran tirando de él con cuerdas.
El nuevo reanimador se tambaleó y cayó de rodillas en la tierra. La magia también se tambaleó; el chaval se había puesto en el plato un zombi de más. El muerto seguía saliendo de la tumba, intentaba sacar las piernas, pero no lo controlaba nadie. Lawrence Kirkland había levantado el zombi, pero no podría darle instrucciones. Los zombis incontrolados son los que nos dan mala fama.