—Hazlo de una vez —dijo Oliver.
Me volví hacia Oliver y le tendí la mano para que me diera la maza. En el momento en que me la entregaba, le atravesé el pecho con la estaca de fresno.
Karl gritó. Oliver empezó a sangrar por la boca y se quedó paralizado, como si no pudiera moverse con la estaca en el corazón, pero seguía vivo. Le hundí la mano en la garganta y empecé a arrancar trozos de carne hasta que vi la columna, brillante de humedad. La agarré con fuerza y tiré; su cabeza cayó a un lado, sujeta por unos pocos jirones de carne. Se la arranqué y la lancé al otro lado de la pista.
Karl Inger estaba tendido junto al altar. Me arrodillé junto a él y le busqué el pulso, pero no tenía. La muerte de Oliver lo había matado.
—Lo has conseguido, Anita. —Alejandro apareció a mi lado—. Sabía que podrías matarlo. Estaba seguro.
»Y ahora matarás a Jean-Claude y gobernaremos juntos la ciudad.
—Sí.
Me puse en pie sin pensarlo y, antes de que pudiera leerme la mente, le clavé las manos en el pecho. Las costillas me arañaban al romperse. Alcancé su corazón palpitante y lo aplasté.
Me quedé sin respiración y sentí una opresión dolorosa en el pecho. Tiré del corazón de Alejandro y él se derrumbó, con una expresión de incredulidad. Yo caí con él.
Estaba boqueando inútilmente; no conseguía coger aire. Me tendí sobre mi amo y sentí que mi corazón latía por los dos. Alejandro se negaba a morir. Me aferré a su garganta y me puse a escarbar; le rodeé el cuello y apreté. Noté como se me hundían los dedos en la carne, y el dolor se volvió insoportable. Estaba ahogándome en sangre, en nuestra sangre.
Se me durmieron las manos y no supe si seguía apretando; lo único que sentía era dolor. Después, hasta eso desapareció, y me precipité en una oscuridad que no conocía la luz ni la conocería jamás.
Me desperté ante un techo blanco. Me quedé mirándolo desconcertada hasta que conseguí situarme. La luz del sol proyectaba cuadrados cálidos en la colcha y las barras metálicas de los laterales de la cama. Tenía un gotero enchufado al brazo.
¿Un hospital? Así que no estaba muerta. Sorpresa, sorpresa.
En la mesita había flores y unos cuantos globos de colores chillones. Me quedé tumbada sin hacer nada, disfrutando del hecho de estar viva.
Se abrió la puerta y apareció un ramo de flores gigantesco. Después, las flores bajaron y asomó Richard.
Creo que dejé de respirar. Noté un zumbido en la cabeza, un hormigueo en todo el cuerpo. Pero no pensaba desmayarme; yo no me desmayaba nunca.
—Estás muerto —acerté a decir.
—Ya ves que no. —Su sonrisa se había desvanecido.
—Vi a Oliver destrozarte la garganta. —La escena se repitió en mi cabeza, como una imagen superpuesta: Richard asfixiándose, muriendo.
Descubrí que era capaz de incorporarme. Me sujeté a las barras de la cama, y noté que el catéter se me movía en la vena, que el esparadrapo me tiraba de la piel. El gotero existía de verdad; lo demás parecía irreal.
Richard se dirigió la mano al cuello, pero la detuvo a mitad de camino. Tragó saliva audiblemente.
—Viste a Oliver destrozarme la garganta, pero eso no me mató.
Me quedé mirándolo y caí en la cuenta de que no tenía ninguna marca en la mejilla; el corte se le había curado.
—Ningún ser humano podría sobrevivir a eso —dije en voz baja.
—Ya lo sé. —Parecía desolado.
—¿Qué eres? —pregunté con un hilo de voz; el pánico me atenazaba la garganta.
—Un licántropo.
—Sé cómo se mueven los licántropos —dije negando con la cabeza—, qué sensación transmiten. Tú no lo eres.
—Pues lo soy.
—No. —Seguí negando con la cabeza.
Se acercó a la cama con las flores en la mano; parecía incómodo, como si no supiera qué hacer con ellas.
—Soy el sucesor del líder de la manada y puedo hacerme pasar por humano. Se me da muy bien.
—Me mentiste.
—No quería.
—Entonces, ¿por qué?
—Porque Jean-Claude me ordenó que no te lo dijera.
—¿Por qué?
—Creo que porque sabía que te indignaría; sabe que no toleras los engaños. —Me pregunté si Jean-Claude sabotearía intencionadamente una posible relación entre Richard y yo… y me contesté que sí—. Querías saber qué me ataba a Jean-Claude. Era eso. El líder de mi manada le cedió mis servicios a condición de que nadie averiguase qué soy.
—¿A qué viene tanto secreto?
—Los licántropos no podemos dedicarnos a la enseñanza.
—Así que eres hombre lobo.
—¿No es mejor que estar muerto?
Me quedé mirándolo. Seguía teniendo los ojos de un marrón perfecto; el pelo seguía cayéndole por la cara. Quería pedirle que se sentase, que me dejara acariciarlo y apartárselo de aquellas facciones arrebatadoras.
—Sí. Es mejor que estar muerto.
Dejó escapar un suspiro, como si hubiera estado conteniendo el aliento. Sonrió y me tendió las flores.
Las cogí por hacer algo. Eran claveles rojos, con tanta paniculata que parecían nublados. Olían un poco a clavo. Richard era hombre lobo. El sucesor del líder de su manada. Podía hacerse pasar por un tipo normal y corriente. Me quedé mirándolo y le tendí la mano. La aceptó, y la suya era cálida, sólida y llena de vida.
—Y ahora que ya hemos aclarado por qué no estás muerto, ¿por qué no estoy muerta yo?
—Edward estuvo haciéndote la respiración artificial hasta que llegaron las ambulancias. Los médicos no saben a qué se debió tu paro cardiaco, pero dicen que no te quedarán secuelas.
—¿Cómo explicasteis los cadáveres a la policía?
—¿Qué cadáveres?
—No me toques los cojones.
—Cuando llegaron las ambulancias no había ninguno.
—El público lo vio todo.
—¿Dónde terminaba la realidad y empezaba la ficción? Cada espectador declaró una cosa distinta. La policía tiene sus sospechas, pero no puede demostrar nada. El Circo se ha clausurado hasta que las autoridades dictaminen que no es peligroso.
—¿Que no es peligroso? —Me eché a reír.
—Bueno, que no es más peligroso que de costumbre. —Se encogió de hombros.
Aparté la mano de las de Richard y hundí la cara en los claveles, para empaparme de su olor.
—¿Jean-Claude… está vivo?
—Sí.
Me sentí aliviada. No quería que muriese; quería que Jean-Claude siguiera con vida. Oh, mierda.
—Entonces sigue siendo el amo de los vampiros de la ciudad, y sigo atada a él.
—No. Me ha pedido que te diga que has quedado libre. Las marcas de Alejandro cancelaron las suyas, o algo así. Dice que un humano no puede ser siervo de dos vampiros.
¿Libre? ¿Era libre? Aparté la cara de las flores para mirarlo.
—No puede ser tan fácil.
—¿Lo que ha pasado te ha parecido fácil?
—De acuerdo, muy fácil no ha sido. —Sonreí—. Pero creía que sólo la muerte podría liberarme del vínculo con Jean-Claude.
—¿Te alegras de no tener ya las marcas?
Fui a decir que por supuesto, pero me contuve. Richard estaba muy serio, probablemente porque entendía lo tentador que resultaba el poder, la alianza con los monstruos. Era horrible, pero también maravilloso.
—Sí —dije al fin.
—¿De verdad? —Asentí—. Pues no pareces muy entusiasmada.
—Sé que debería estar dando saltos de alegría, pero me siento más vacía que otra cosa.
—Estos días han sido caóticos. Es normal que estés desorientada.
¿Por qué no me alegraba más de haberme librado de Jean-Claude? ¿Por qué no me sentía aliviada de no ser la sierva humana de nadie? ¿Podía ser que lo echara de menos? Estúpido. Ridículo. Cierto.
Cuando se hace muy cuesta arriba pensar en una cosa, lo mejor es ponerse a pensar en otra.
—Así que ahora se han enterado todos de que eres hombre lobo.
—No.
—Te llevaron en ambulancia y ya estás curado; creo que habrán atado cabos.
—Jean-Claude me mantuvo oculto hasta que me curé. No he salido hasta hoy.
—¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?
—Una semana.
—Estás de coña.
—Pasaste tres días en coma. Aún no se explican cómo empezaste a respirar sin ayuda.
Pues si que había estado cerca. No recordaba ningún túnel luminoso, ninguna voz tranquilizadora. Menuda estafa.
—No me acuerdo de nada.
—¿Cómo ibas a acordarte, si estabas inconsciente?
—Siéntate, que me va a entrar tortícolis de mirarte.
Acercó una silla a la cama, se sentó y sonrió. Era una sonrisa preciosa.
—Así que eres hombre lobo —añadí. El asintió—. ¿Cómo ocurrió?
Se quedó mirando el suelo durante un buen rato, y cuando levantó la cabeza estaba muy serio. Sentí haber hecho la pregunta; esperaba una narración épica sobre la forma en que había sobrevivido a un fiero ataque.
—Por una inyección con suero contaminado.
—¿Quéee?
—Ya me has oído. —Parecía avergonzado.
—¿Por una inyección?
—Sí. —Mi sonrisa se fue ampliando—. ¡No tiene gracia! —protestó.
—No, ninguna. —Negué con la cabeza, pero sabía que tenía los ojos brillantes y me costaba horrores contener la risa—. Bueno, tienes que reconocer que un poco…
—Te va a doler. —Suspiró—. Pero ríete si quieres.
Los dos estallamos en una carcajada, y nos reímos hasta que nos dolió. La risa también es contagiosa.
Aquel mismo día, más tarde, me llegó una docena de rosas blancas con una nota que decía: «Eres libre, si lo deseas, pero albergo la esperanza de que quieras volver a verme, como yo quiero volver a verte a ti. Tú decides. Jean-Claude».
Me quedé mirando las flores y al final le pedí a una enfermera que se las diera a otra persona, o que las tirase, o que hiciera con ellas lo que le viniera en gana. Sólo quería perderlas de vista. De acuerdo: me sentía atraída por Jean-Claude. Quizá estuviera un poco enamorada de él en el fondo, en algún recodo oscuro. Pero daba igual: las historias de amor con monstruos siempre acaban mal para los humanos. Es impepinable.
Y aquello me llevaba a Richard. También era un monstruo, pero estaba vivo, cosa que le confería una ventaja considerable sobre Jean-Claude. Además, ¿era menos humano que yo, una reina de los zombis, cazavampiros y nigromante? No tenía demasiado derecho a quejarme.
No sé qué hicieron con todos los cadáveres, pero no apareció ningún policía para interrogarme. Daba igual que hubiera salvado a la ciudad: desde el punto de vista jurídico había cometido asesinato, porque ninguna acción de Oliver lo hacía acreedor de la pena capital.
Cuando me dieron el alta volví al trabajo. Larry seguía allí. Ahora está aprendiendo a cazar vampiros. Que no le pase nada.
Resultó que la lamia era inmortal de verdad. Supongo que eso significa que no se han extinguido, sino que siempre han escaseado. Jean-Claude le consiguió un permiso de trabajo y la contrató en el Circo de los Malditos. No sé si le permite procrear; no me he acercado por allí desde que salí del hospital.
Por fin salí con Richard. Optamos por lo tradicional: cine y cena. Hemos quedado la semana que viene para hacer espeleología, pero me ha prometido que no habrá canales inundados. Tiene los labios más suaves que he besado en la vida. De acuerdo, se pone demasiado peludo para mi gusto una vez al mes, pero nadie es perfecto.
Jean-Claude no se ha dado por vencido: sigue enviándome regalos, que yo sigo y seguiré rechazando hasta que dejen de llegar o hasta que se congele el Infierno; lo que ocurra primero.
Casi todas las mujeres se lamentan de que no queden solteros heterosexuales. Yo empiezo a lamentarme de que no queden humanos.
Laurell K. Hamilton
nació en 1963 en Heber Springs (Arkansas, EE. UU.), creció en un pequeño pueblo de Indiana y reside en las proximidades de San Luis (Misuri). Entre sus primeras lecturas recuerda una recopilación de relatos de Robert E. Howard, y siempre ha sentido especial predilección por los géneros fantástico y terrorífico.
Después de llegar al género con la novela
Nightseer
y varios libros para franquicias, saltó a la fama tras la publicación de las primeras entregas dedicadas al personaje de Anita Blake, serie que la ha convertido en habitual de las listas de éxitos, incluido el codiciado primer puesto del
New York Times
. Como complemento a las novelas de Anita, ha empezado a publicar otra serie dedicada a Meredith Gentry, detective privada y princesa feérica, también de ambientación contemporánea con elementos fantásticos. Ambas series comparten una imaginería sexual cada vez más notoria, y no rehúyen contenidos que tradicionalmente se consideran ofensivos.