Circo de los Malditos (33 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
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Después, nada. Recuperé la vista normal, y la brisa cálida empezó a amainar. El olor se me quedó pegado como un perfume caro.

Oí algo grande que se desplazaba. Subí la linterna y me encontré frente a un rostro pesadillesco de piel oscura.

El pelo corto, liso y negro, rodeaba una cara angulosa. Unos ojos dorados, con pupilas verticales, me miraban sin parpadear, inmóviles. El torso esbelto arrastró la parte inferior del cuerpo hacia mí.

De cintura para abajo, el ser tenía la piel traslúcida. Se le veían las piernas y los genitales, pero parecían estar fundiéndose en una cola de serpiente. Si no existen los lamios, ¿de dónde salen las lamitas? Contemplé lo que había sido un ser humano y grité.

Abrió la boca y le vi los colmillos. Siseó, y la saliva le corrió barbilla abajo. No quedaba nada humano en aquellos ojos de pupila vertical; hasta la lamia tenía más aspecto humano que él, pero si yo me transformara en serpiente, creo que también enloquecería. Y quiza fuera lo mejor que podía pasar.

Desenfundé la Browning y le pegué un tiro en la boca. Se echó hacia atrás, chillando, pero no sangraba. Tampoco moría. Joder.

—¡Rayu! —gritó la lamia a lo lejos. Estaba llamando a su pareja, o advirtiéndola.

—No le hagas daño, Anita —gritó Alejandro. Por lo menos tenía que gritar; ya no podía susurrarme en la mente.

La cosa se cernió sobre mí, boqueando y enseñando los colmillos.

—¡Decidle que me deje en paz! —les grité.

Me había guardado la pistola. De todas formas, ya no me quedaban balas.

Me quedé esperando con la linterna en una mano y el cuchillo en la otra. Si llegaban a tiempo de contenerlo, me parecía bien. Si las balas de plata no lo herían, tampoco confiaba demasiado en los cuchillos de plata, pero no estaba dispuesta a rendirme sin presentar batalla.

La cosa me obstaculizaba el paso al túnel seco, pero se desplazaba con una lentitud lastimera. Apreté la espalda contra la pared y me puse en pie; empezó a moverse un poco más deprisa, con la intención indudable de interceptarme. Intenté pasar corriendo a su lado, pero me agarró un tobillo y me derribó.

Empezó a arrastrarme hacia sí por las piernas. Me incorporé y le clavé el cuchillo en el hombro, arrancándole un grito. La sangre le corrió por el brazo, y se retorció violentamente, haciéndome perder el cuchillo cuando di con el hueso.

Se echó hacia atrás y me hundió los colmillos en la pantorrilla. Dejé escapar un grito y saqué el otro cuchillo.

Cuando el monstruo levantó la cabeza tenía la boca llena de sangre. De los colmillos le colgaban gruesas gotas de un líquido amarillento.

Le clavé el cuchillo en un ojo dorado, y sus chillidos retumbaron en la caverna. Cayó de espaldas y empezó a retorcerse, sacudiendo la parte inferior del cuerpo mientras abría y cerraba las manos convulsivamente. Me coloqué encima y empujé el cuchillo con todas mis fuerzas.

Noté que alcanzaba el fondo del cráneo con la punta. El monstruo seguía debatiéndose, pero estaba malherido. Le dejé el cuchillo en el ojo y le arranqué el otro del brazo.

—¡Rayu, no!

Apunté a la lamia con la linterna. Tenía el torso mojado, y Alejandro estaba junto a ella. Parecía casi curado; nunca había visto que un vampiro se regenerase tan deprisa.

—Pagarás sus muertes con la vida —dijo Melanie.

—No, la chica es mía.

—Ha matado a mi compañero y debe morir.

—Esta noche le pondré la tercera marca y la convertiré en mi sierva. Es suficiente venganza.

—¡No! —gritó Melanie.

Yo esperaba que el veneno empezara a hacer efecto, pero de momento, la mordedura me dolía y nada más; no me ardía ni nada parecido. Miré hacia el túnel seco, pero me seguirían y no tendría opciones de matarlos. No podía enfrentarme a ellos en aquellas condiciones; ya se presentaría otra oportunidad.

Me zambullí en el torrente. Sabía que sólo había un par de centímetros de aire entre el agua y la piedra: pero era ahogarme, o quedarme donde estaba para que me matara la lamia o me esclavizara el vampiro. Difícil elección.

Me introduje en el canal boca arriba, con la nariz apretada contra la piedra. Podía respirar. Igual sobrevivía y todo; los milagros existen.

Se empezaron a formar olas, y una me cubrió la cara, haciéndome tragar agua. Intenté desplazarme sin agitar mucho el cuerpo, pero eran mis movimientos los que provocaban las olas. Iba a conseguir ahogarme yo solita.

Me quedé muy quieta hasta que se calmaron las aguas, respiré rápidamente varias veces para hiperventilar y dilatar los pulmones, me los llené de aire y me sumergí. Buceé con brazadas cortas; el canal era tan estrecho que no permitía otra cosa. Sentía el pecho en tensión y me dolía la garganta por la falta de aire. Subí la cabeza y me di con la roca. Había menos de un centímetro de aire. Se me metió agua por la nariz y me puse a toser, con lo que tragué más agua. Me apreté contra el techo tanto como pude para respirar un poco, volví a zambullirme y buceé tan deprisa como me fue posible. Si el canal se llenaba por completo antes de que lo hubiera atravesado, moriría.

¿Y si no terminaba? ¿Y si sólo había agua? Presa del pánico, pataleé frenéticamente. La linterna sólo iluminaba roca y agua.

«Dios mío, por favor, no me dejes morir así.»

Me ardía el pecho. La linterna parecía haber perdido intensidad, pero me di cuenta de que eran mis ojos los que se apagaban. Iba a desmayarme y ahogarme. Me impulsé hacia arriba y, cuando atravesé la superficie con los brazos, comprobé que encima había espacio. Aire.

Me llené los pulmones, y me dolió. Había una orilla rocosa y una línea de luz solar cruzaba la neblina que saturaba la gruta. Procedía de un hueco de la parte superior de la roca. Me encaramé a la orilla, tosiendo, mientras me esforzaba por recuperar el aliento. El suelo estaba cubierto de barro grisáceo.

Aún llevaba la linterna y el cuchillo, pese a que no recordaba haber seguido sujetándolos. Si yo había atravesado el canal, era posible que me hubieran seguido, de modo que no me entretuve. Volví a enfundar el cuchillo, me guardé la linterna y me arrastré hacia la luz.

Estaba llena de barro y tenía las manos magulladas, pero me las apañé para alcanzar la grieta. Era muy estrecha, pero al otro lado se veían árboles y una colina. Nunca me había gustado tanto un paisaje.

A mis espaldas, algo afloró a la superficie. Me volví.

Alejandro se incorporó, y el rayo de luz lo alcanzó de lleno. Le estalló la piel en llamas, lanzó un alarido y volvió a zambullirse.

—Arde, hijo de puta, arde.

La lamia apareció en la superficie.

Me metí por la grieta y me quedé atascada. Afiancé los brazos e intenté hacer fuerza con los pies, pero me resbalaban en el barro.

—Te mataré.

Me revolví frenéticamente para pasar por el maldito agujero. La roca se me clavó en la espalda y noté que me hacía sangre, pero a continuación caí rodando por la tierra empinada, hasta que topé con un árbol.

La lamia llegó a la grieta; la luz del sol no le hacía daño. Forcejeó en la abertura, tratando de desprender la roca con las manos, pero era imposible que cupiera. Quizá la parte serpentina se pudiera contraer, pero la parte humana era demasiado ancha.

Por si acaso, me puse en pie y empecé a bajar la colina. El terreno era tan empinado que tenía que trotar en zigzag, de árbol en árbol. Oí el sonido del tráfico. Al parecer, más adelante había una carretera, y bastante transitada.

Eché a correr; la cuesta me empujaba cada vez más deprisa hacia el ruido de los coches. Entreví la carretera entre los árboles.

Llegué dando tumbos al arcén, cubierta de barro gris, pringosa, calada hasta los huesos y aterida. Nunca me había sentido mejor. Dos coches pasaron de largo, a pesar de mis señas. Puede que fuera por la pistola.

Un Mazda verde se detuvo a un lado. El conductor se inclinó para abrirme la puerta del acompañante.

—¡Entra! —Era Edward.

Me quedé mirando sus ojos azules, pero tenía una expresión neutra e inescrutable como la de un gato, e irradiaba la misma suficiencia. Me daba igual. Entré en el coche y cerré la puerta.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—A mi casa.

—¿No prefieres ir a un hospital?

Sacudí la cabeza.

—Has vuelto a seguirme —dije al cabo de un rato.

—Te he perdido en el bosque —reconoció sonriente.

—Estas ratas de ciudad…

—Mira quién habla. —Su sonrisa se amplió—. Tienes pinta de haber suspendido el examen de ingreso en los boy scouts.

Fui a decir algo, pero me lo pensé mejor. Edward tenía razón, y yo estaba demasiado cansada para llevarle la contraria.

CUARENTA Y UNO

Estaba sentada en el borde de la bañera, envuelta en una toalla enorme. Me había duchado y enjabonado a conciencia, y ya se habían ido por el desagüe todo el barro y la sangre, con excepción de la que seguía manando del profundo corte que tenía en la espalda. Edward me lo apretaba con una toallita para detener la hemorragia.

—En cuanto dejes de sangrar te lo vendo.

—Gracias.

—No sé cómo lo hacemos, pero siempre acabo remendándote.

Me volví para mirarlo y me dolió.

—Y tú siempre acabas cobrándote el favor.

—Cierto. —Sonrió.

Ya tenía las manos vendadas. Parecían las de la momia en versión esparadrapo.

—Esto me preocupa —dijo Edward, tocando con suavidad la mordedura de la pantorrilla.

—Y a mí.

—No se ha decolorado. —Levantó la vista—. ¿No te duele?

—No. La lamia aún no lo había convertido del todo; puede que no fuera tan venenoso. Además, ¿crees que en San Luis habrá alguien que tenga el antídoto? Se creían extinguidas hace más de doscientos años.

—No parece que haya hinchazón —dijo palpando la herida.

—Y hace un buen rato que me llevé el mordisco. Si el veneno fuera a hacer efecto, ya lo habría notado.

—Sí. —Observó la marca—. Pero mantenlo vigilado.

—No sabía que te importara tanto mi bienestar.

—El mundo sería mucho menos interesante si no estuvieras —dijo con su inexpresividad habitual, como si aquello no fuera con él. Viniendo de Edward, era un cumplido monumental.

—¡Contrólate, por favor!

Sus labios se adornaron con una ligera sonrisa, pero sus ojos siguieron tan azules y distantes como el cielo del invierno.

Éramos amigoides, incluso amigos, pero me consideraba incapaz de entenderlo. Había aspectos de él que ni siquiera podía entrever.

Hasta entonces había creído que Edward sería capaz de matarme si lo consideraba necesario, pero ya no estaba tan segura. Y ¿cómo se puede ser amigo de alguien de quien se sospecha algo así? Otro misterio.

—Ya no sangra —anunció.

Me untó la herida con pomada antiséptica y la cubrió con una gasa. De repente sonó el timbre.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Las tres.

—Mierda.

—¿Qué pasa?

—Había quedado con un tío.

—¿Tú?

—No es para tanto. —Lo miré con reproche.

Sonrió como el gato que se ha comido al canario y se puso en pie.

—Ya estás remendada. Voy a abrirle la puerta.

—Sé amable.

—¿Yo?

—Bueno, por lo menos, no le pegues un tiro.

—Intentaré contenerme. —Salió del cuarto de baño.

¿Qué pensaría Richard al ver que otro hombre le abría la puerta? Desde luego, Edward no se pondría fácil. Probablemente lo invitaría a sentarse sin explicarle quién era. Yo tampoco tenía muy claro qué decirle. ¿«Te presento a mi amigo el asesino»? No sonaba muy bien. Quizá si le explicaba que era cazavampiros, como yo…

Pasé al dormitorio. La puerta que daba al comedor estaba cerrada, de modo que podía vestirme tranquila. Intenté ponerme un sujetador y me encontré con que me rozaba la herida. Tendría que prescindir de él. Eso limitaba mis opciones de vestuario, a no ser que quisiera enseñarle a Richard más de lo previsto. No quería perder de vista la mordedura, así que nada de pantalones.

Casi siempre dormía con una camiseta grande y, en las circunstancias en que la gente normal se pone una bata, yo me ponía unos vaqueros. Pero tenía una bata de verdad, muy cómoda, de tela negra y sedosa, completamente opaca.

Hacía juego con un body negro de la misma tela, pero decidí que tampoco iba a extremar mis atenciones tanto como para recibirlo con el conjunto. Además, el body era bastante incómodo, como suele ocurrir con la ropa interior sexy.

Rescaté la bata del fondo del armario y me la puse. Tenía un tacto muy agradable. Me la crucé a conciencia, para que el borde de encaje no revelara nada, y me anudé fuertemente el cinturón para mantenerla fírme en su sitio.

Escuché un momento junto a la puerta, pero no oí nada: ni charla ni movimiento. Abrí y me planté en el comedor.

Richard estaba en el sofá, con un montón de ropa por compañía. Edward estaba en la cocina haciendo café, como Pedro por su casa.

Richard se volvió al oírme, y llegué a atisbar su cara de sorpresa. ¿Qué pensaría al verme aparecer con el pelo mojado y sin vestir?

—Bonita bata —comentó.

—Me la regaló un tipo demasiado optimista.

—Pues tenía buen gusto.

—Un comentario irónico y te echo a patadas.

—¿Interrumpo? —Miró a Edward de reojo.

—Es un compañero de trabajo, nada más. —Le lancé una mirada de advertencia a Edward: que se atreviera a decir algo. Sonrió y se puso a llenar las tazas—. Vamos a la cocina —añadí—. Tengo terminantemente prohibido beber café en el sofá blanco.

Edward dejó los cafés en la mesa y se quedó apoyado en la encimera, cediéndonos las sillas.

Richard dejó el abrigo en el sofá y se sentó delante de mí. Llevaba un jersey turquesa con una cenefa azul oscuro, que resaltaba el marrón inmaculado de sus ojos. Se le habían marcado un poco los pómulos, y llevaba una tirita en la mejilla. Se había puesto reflejos de tonos violín. Es asombroso hasta qué punto puede favorecer el color adecuado.

Yo también era consciente de que el negro me sentaba bien y, por la expresión de Richard, él también se había dado cuenta, pero no dejaba de lanzar miradas furtivas a Edward.

—Hemos tenido un encontronazo con los vampiros que cometieron los asesinatos —comenté.

—¿Habéis averiguado algo? —preguntó Richard, interesado.

Miré a Edward, que se encogió de hombros. Era mi cabra.

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