—Vale.
Se acuclilló cerca de una antorcha. Sabía que lo hacía por deferencia, porque él no necesitaba luz, y se lo agradecía, aunque tampoco tenía intención de decírselo.
Me senté delante de él, con la espalda apoyada en la pared.
—¿Así que conoces a Alejandro? —pregunté. Él me miraba con una expresión de las suyas—. ¿Qué pasa?
—Cuéntame todo lo que ocurrió anoche con Alejandro.
Casi parecía una orden, pero había algo en sus ojos, en su cara: inquietud, casi temor. Que era una tontería, porque ¿qué tenía que temer Jean-Claude de Alejandro? Eso, ¿qué? Se lo conté todo.
Puso un semblante cuidadosamente inexpresivo, bello e irreal como un cuadro. Los colores eran correctos, pero la vida, el movimiento, habían desaparecido. Se llevó un dedo a los labios y lo retiró de mi vista; reapareció al cabo de un momento, brillando bajo la luz. Alargó el dedo húmedo hacia mí y me aparté.
—¿Qué pretendes?
—Limpiarte la sangre de la mejilla. Nada más.
—Ni se te ocurra.
Suspiró, con un sonido casi imperceptible que se insinuó como la brisa en mi piel.
—¿Por qué siempre lo pones todo tan difícil?
—Me alegra que te hayas dado cuenta.
—Necesito tocarte,
ma petite
. Creo que Alejandro te hizo una cosa.
—¿Qué?
—Algo imposible. —Sacudió la cabeza.
—Déjate de acertijos.
—Creo que te ha marcado.
—¿Qué quieres decir? —Lo miré anonadada.
—Que te ha puesto la primera marca, tal como hice yo.
—Ni de coña. —Negué con la cabeza—. Un humano no puede ser siervo de dos vampiros.
—Exactamente. —Se me acercó—. Déjame comprobarlo, por favor.
—¿En qué consistiría esa comprobación?
Masculló algo con voz airada, en francés. Era la primera vez que lo oía maldecir.
—Ya ha amanecido, estoy agotado y, si no paras de hacer preguntas, una cosa muy sencilla podría llevarnos todo el día. —Había verdadera cólera en su voz, pero teñida de cansancio y algo de miedo. Verlo con miedo me asustaba; se suponía que era un monstruo invulnerable, y los monstruos no temen a los otros monstruos.
Suspiré. ¿Sería mejor pasar el mal trago cuanto antes, como con las inyecciones? Quizá.
—De acuerdo; tenemos poco tiempo, pero me gustaría saber qué me espera. No me van las sorpresas.
—Necesito tocarte para buscar mis marcas y luego las suyas. No deberías haber sido presa de su mirada tan fácilmente; no debería haber pasado.
—Venga, acaba con esto de una vez.
—¿Mi contacto te resulta tan repulsivo que tienes que prepararte, como si doliera?
Era poco más o menos lo que estaba haciendo, de modo que no supe qué contestar.
—Date prisa, antes de que me lo piense mejor —dije al final. Él se pasó de nuevo el dedo por los labios—. ¿Eso es necesario?
—Por favor,
ma petite
.
—De acuerdo, basta de interrupciones.
Me apreté contra la piedra fría de la pared.
—Bien.
Jean-Claude se arrodilló ante mí y me pasó el dedo por la mejilla, trazándome una línea de humedad en la piel. Noté en la cara la sangre seca, como arenilla. Se inclinó hacia mí, casi diría que dispuesto a besarme, y le apoyé las manos en el pecho firmemente, para mantenerlo apartado. Podía percibir la carne dura y suave bajo la muselina de la camisa.
Me aparté de él bruscamente y me golpeé en la cabeza contra la pared.
—¡Mierda!
Jean-Claude sonrió, y sus ojos azules resplandecieron a la luz de las antorchas.
—Confía en mí. —Se acercó; nuestros labios casi se rozaban—. No voy a hacerte daño —susurró contra mi boca.
—No, claro. —Mis palabras sonaron débiles e inseguras.
Me rozó los labios con los suyos y después los apretó con delicadeza. El beso pasó de la boca a la mejilla. Tenía los labios suaves como la seda, etéreos como los pétalos de caléndula, cálidos como el sol del mediodía. Fue bajando y se detuvo en el pulso de mi cuello.
—¿Jean-Claude?
—Alejandro ya había nacido cuando el imperio azteca era sólo un sueño —susurró contra mi piel—. Presenció la llegada de los españoles y la caída de los aztecas. Sobrevivió mientras otros morían o enloquecían. —Sacó la lengua, cálida y húmeda.
—¡Basta! —Lo empujé. Notaba sus latidos en las manos. Se las subí al cuello y noté el pulso. Subí más hasta notar un párpado, muy suave, debajo del pulgar—. Aparta o te saco un ojo. —Tenía la voz entrecortada por el pánico… y por algo mucho peor: el deseo.
La sensación de su cuerpo contra el mío, en las manos, el contacto de sus labios… Parte de mí deseaba que siguiera; lo deseaba a él. Pues bueno, pues el amo me ponía, ¿y qué? Nada nuevo. Su ojo temblaba bajo mi pulgar, y me pregunté si sería capaz. ¿Podría apagar uno de aquellos orbes azul zafiro? ¿Sería capaz de cegarlo?
Noté el movimiento de sus labios. Me rozó la piel con los dientes, y sentí los colmillos en la yugular. Y de repente, supe que, en efecto, era capaz. Me dispuse a apretar, y él se desvaneció como un sueño, o una pesadilla.
Estaba de pie delante de mí, mirándome con unos ojos completamente negros. Había retraído los labios y mostraba los colmillos relucientes. Su piel tenía una blancura marmórea y parecía brillar con luz propia, y aun así estaba arrebatador.
—Alejandro te ha puesto la primera marca,
ma petite
. Te compartimos. No sé cómo, pero así es. Dos marcas más y serás mía; tres más y serás suya. ¿No prefieres que sea yo? —Volvió a arrodillarse delante de mí, pero tuvo cuidado de no tocarme—. Me deseas como una mujer desea a un hombre. ¿No prefieres eso a que un desconocido te haga suya por la fuerza?
—No me pediste permiso para ponerme las dos primeras marcas. No fue decisión mía.
—Te lo pido ahora. Déjame compartir contigo la tercera marca.
—No.
—¿Prefieres servir a Alejandro?
—No pienso servir a nadie.
—Esto es una guerra, Anita. Tienes que elegir bando.
—¿Por qué?
Se levantó y se puso a dar vueltas, impaciente.
—¿No lo entiendes? Los asesinatos son una forma de cuestionar mi autoridad, igual que la marca que llevas. Si puede, se quedará contigo.
—No soy tuya ni suya.
—Yo intento hacértelo comprender, para que puedas aceptarlo, pero él lo hará sin más.
—Así que estoy en medio de una trifulca de nomuertos a causa de tus marcas.
Parpadeó. Se disponía a decir algo, pero volvió a cerrar la boca.
—Sí —reconoció al fin.
—Muchas gracias. —Me puse en pie y empecé a caminar—. Si tienes más información sobre Alejandro, mándame una carta.
—Nada de esto desaparecerá porque tú lo desees.
—Lo sé de sobra. —Me detuve delante de la cortina—. No te imaginas con cuánto empeño he deseado que me dejes en paz.
—Si yo faltara, me echarías de menos.
—Bájate del burro.
—No te engañes,
ma petite
. Yo te propongo una unión; él te impondría la esclavitud.
—Si te creyeras de verdad esas paparruchas, no me habrías puesto las dos marcas por la fuerza; me habrías preguntado. Y ahora, casi diría que no puedes ponerme la tercera sin mi consentimiento. —Me quedé mirándolo—. Es eso, ¿verdad? Para ponerme la tercera marca necesitas mi ayuda, o algo así. Es distinta de las dos primeras. ¿Serás cabrón?
—Ponerte la tercera marca por la fuerza sería como violarte. Me odiarías durante toda la eternidad.
—Aciertas de pleno.
—A Alejandro le dará igual que lo odies; sólo quiere perjudicarme. Te tomará sin pedirte permiso.
—Sé defenderme.
—Ya lo demostraste anoche.
Alejandro había hecho conmigo lo que había querido, y yo ni siquiera me había dado cuenta. ¿Qué protección tenía contra algo así? Sacudí la cabeza y aparté la cortina. La luz era tan intensa que me cegó, y tuve que esperar a que se me acostumbraran los ojos. Notaba en la espalda el frío de la oscuridad. En aquel momento, la luz me pareció abrasiva, agobiante, pero cualquier cosa era mejor que los susurros en la noche. Si tenía que elegir entre que me cegara la luz o me cegara la oscuridad, me quedaba con lo primero sin dudarlo.
Larry estaba tumbado en el suelo, con la cabeza apoyada en el regazo de Yasmín, que lo tenía sujeto por las muñecas. Marguerite, tumbada encima de él, le limpiaba la sangre de las mejillas con lametazos largos y lentos. Richard estaba hecho un ovillo, con la cara ensangrentada. En el suelo había algo que se agitó; un pelaje gris que se erizaba y se contraía. Una mano se alzó y cayó como una flor marchita, y vi el brillo de los huesos que sobresalían de la carne. La mano dobló los dedos, en carne viva, pero no había sangre. Los huesos entraban y salían con un sonido de succión, y un líquido transparente salpicó la moqueta negra. Pero no sangraba.
Desenfundé la Browning y me desplacé para apuntar a Yasmín y a la cosa del suelo. Tenía la espalda contra la cortina, pero me aparté: sería demasiado fácil pillarme por detrás.
—Suéltalo inmediatamente.
—No le hemos hecho nada —dijo Yasmín.
Marguerite bajó la mano hasta la entrepierna de Larry y se puso a masajearlo.
—¡Anita! —Larry tenía los ojos muy abiertos, y estaba tan pálido que las pecas parecían manchas de tinta.
Disparé a escasos centímetros de la cabeza de Yasmín. El sonido retumbó en la sala.
—Puedo destrozarle el cuello antes de que consigas apretar el gatillo otra vez —dijo Yasmín, volviéndose hacia mí.
Apunté a la cabeza de Marguerite, justo encima de un ojo.
—Si lo matas, la mato a ella. ¿Qué te parece?
—¡Yasmín! ¿Qué haces? —Jean-Claude apareció a mis espaldas. Lo miré de reojo y volví a centrarme en Marguerite. En aquel momento, el peligro no era él.
La cosa del suelo se puso a cuatro patas laboriosamente y se sacudió como un perro recién salido del agua. Era un lobo enorme, con un pelaje denso entre gris y marrón, esponjoso como si acabaran de bañarlo y secarlo con secador. El líquido formaba un charco en el suelo, y había jirones de ropa por todas partes. El lobo acababa de formarse, como si hubiera renacido.
Encima de la mesita de cristal había unas gafas de montura metálica cuidadosamente dobladas.
—¿Irving?
El lobo soltó algo que estaba a medio camino entre un gruñido y un ladrido. ¿Sería una afirmación?
Sabía de sobra que Irving era hombre lobo, pero verlo era algo muy distinto. Hasta aquel momento no había llegado a asumirlo; mirando los ojos marrón claro del lobo, me lo creí de verdad.
Marguerite se había tumbado detrás de Larry, rodeándole el pecho con los brazos y la cintura con las piernas, casi oculta por su cuerpo.
Me había distraído mirando a Irving y ya no podía disparar a la sierva humana sin poner a Larry en peligro. Yasmín estaba arrodillada junto a ellos y sujetaba a Larry por el pelo.
—¿Quieres que le rompa el cuello?
—No le vas a hacer ningún daño, Yasmín —dijo Jean-Claude. Estaba junto a la mesa. El lobo se le acercó, gimiendo, y el le acarició la cabeza.
—Conten a tus perros, Jean-Claude, o este no lo cuenta. —Yasmín estiró el cuello de Larry para recalcar sus palabras; ya no llevaba la tirita que le ocultaba la mordedura de vampiro. Marguerite pasó la lengua por la carne tensa.
Estaba segura de que podría pegarle un tiro en la frente mientras lamía a Larry, pero Yasmín podría romperle el cuello, y lo haría. No quería correr el riesgo.
—Haz algo, Jean-Claude —dije—. Eres el amo de los vampiros de la ciudad; ¿no debería obedecerte?
—Sí, Jean-Claude, dame órdenes.
—Se está midiendo conmigo.
—¿Por qué?
—Quiere ser ama de la ciudad, pero no es suficientemente fuerte.
—Pues he tenido fuerza de sobra para impedir que tu sierva y tú oyerais los gritos. Richard ha estado llamándote, pero no has oído nada porque yo no lo he permitido.
Richard estaba junto a Jean-Claude. Tenía una mancha de sangre en la comisura de los labios, y un corte abierto en la mejilla.
—He intentado detenerla —dijo.
—Pues no te has esforzado mucho —respondió Jean-Claude.
—Dejad la discusión para otro momento —corté—. Ahora tenemos un problema.
Yasmín se echó a reír, y el sonido me recorrió la columna como si me hubieran vaciado una lata de lombrices por dentro de la camisa. Me estremecí, y en aquel momento decidí que el primer disparo sería para ella. Era una buena ocasión de comprobar si los maestros vampiros eran más veloces que las balas.
Soltó a Larry, todavía riendo, y se puso en pie. Marguerite seguía sujetándolo. Larry se puso a cuatro patas, con ella a caballo. Lo rodeaba con brazos y piernas, riendo y besándolo en el cuello.
Le di una patada en la cara con todas mis fuerzas, y la tiré al suelo. Yasmín iba a saltar hacia delante y apreté el gatillo, apuntando a su pecho, pero Jean-Claude me dio un golpe en el brazo y desvió el disparo.
—La necesito viva.
—Pero está como una cabra —protesté, apartándome.
—Necesita que lo ayude contra los otros maestros —dijo Yasmín.
—Te traicionará si puede —le dije a Jean-Claude.
—Aun así, la necesito.
—Si no puedes controlarla a ella, ¿cómo demonios vas a enfrentarte a Alejandro?
—No lo sé. ¿Eso es lo que querías oír? No lo sé.
—¿Puedes levantarte? —le pregunté a Larry, que seguía en el suelo.
Me miró. Tenía los ojos encharcados por las lágrimas contenidas. Se apoyó en una silla para incorporarse y estuvo a punto de caer, de modo que lo sujeté por el brazo, sin soltar la pistola.
—Vamos, Larry, nos largamos de aquí.
—Me parece un buen plan —dijo con voz entrecortada, esforzándose por no llorar.
Nos dirigimos a la puerta. Yo seguía sujetando a Larry y apuntando con la pistola, a nada en concreto.
—Vete con ellos, Richard. Asegúrate de que llegan al coche sanos y salvos. Y no vuelvas a fallarme como me has fallado hoy.
Richard hizo caso omiso de la amenaza y se adelantó a abrir. Salimos sin volver la espalda a los vampiros y el hombre lobo. Cuando se cerró la puerta, dejé escapar el aire que había estado conteniendo sin querer.
—Ya puedo andar solo —dijo Larry. Le solté el brazo. Tuvo que apoyarse en la pared, pero parecía capaz de tenerse en pie. Una primera lágrima surcó su mejilla—. Sácame de aquí.