Me quedé mirándolo. Notaba el sabor de Jean-Claude. Mierda.
—¿Qué quiere de mí?
—Directa al grano. Me gusta. La vida humana es demasiado corta para malgastarla con trivialidades.
¿Se trataba de una amenaza? Su rostro sonriente no me daba ninguna pista. Seguía teniendo los ojos brillantes, y seguía irradiando simpatía. Contacto visual; parecía nueva. Clavé la vista en la mesa y me sentí mejor. O peor: de repente era capaz de asustarme.
—Dice Inger que tiene un plan para derrotar al amo de la ciudad. ¿En qué consiste? —le pregunté a la mesa. Ardía en deseos de levantar la vista, de mirarlo a los ojos, de perderme en su calidez reconfortante. Todas las decisiones serían tan fáciles… Sacudí la cabeza—. Si sigue invadiéndome la mente, daré por terminada la reunión.
Volvió a reírse, con un sonido tan acogedor que se me pusieron los pelos de punta.
—Es muy buena. Hacía siglos que no conocía a ningún humano que estuviera a su altura… Una nigromante, nada menos. ¿Se da cuenta de lo infrecuente que es esa habilidad?
—Sí —dije por decir algo.
—Por favor, señorita Blake, no se moleste en mentirme.
—No he venido a hablar de mí. Si no quiere contarme su plan, adiós.
—Yo soy el plan. Puede percibir mi poder, el transcurso de más siglos de los que podría soñar su insignificante amo. Me remonto a la noche de los tiempos.
No sería para tanto, pero lo dejé estar. Era suficientemente antiguo para que no quisiera discutir con él, si podía evitarlo.
—Entrégueme al amo y la liberaré de sus marcas —añadió.
Subí la vista y volví a bajarla rápidamente. Seguía sonriendo, pero ya no colaba. Era una escenificación, como lo demás. Muy buena, eso sí.
—Si nota el sabor del amo en mis marcas, ¿no puede encontrarlo por su cuenta?
—Percibo su poder y puedo evaluarlo como enemigo, pero no sé cómo se llama ni dónde se oculta. —Lo dijo en serio, sin intentar manipularme. Al menos, no me pareció que lo intentara; quizá se tratara de otro truco.
—¿Qué quiere de mí?
—Que me diga quién es y dónde se oculta durante el día.
—No sé lo segundo. —Me alegraba que además fuera cierto, porque el vampiro habría olido la mentira.
—Entonces, deme su nombre.
—¿Por qué?
—Porque quiero ser el amo de la ciudad.
—¿Para qué?
—¡Cuántas preguntas! ¿No le parece suficiente que la libere de su influencia?
—No. —Sacudí la cabeza para enfatizarlo.
—¿Qué le importa la suerte que corran los vampiros?
—En realidad, nada, pero antes de darle potestad sobre toda esta zona, me gustaría saber qué piensa hacer con ella.
Volvió a reír, sin trucos. Al menos ponía algo por su parte.
—Llevaba mucho tiempo sin conocer a un ser humano tan testarudo. Me gustan las personas obstinadas; el mundo avanza gracias a ellas.
—Responda a mi pregunta.
—No estoy nada conforme con que los vampiros tengan derechos ciudadanos. Quiero dejar las cosas como estaban antes.
—¿Por qué desea que se vuelva a hostigar a los vampiros?
—Son demasiado poderosos para permitirles campar a sus anchas. Sojuzgarán a la humanidad mucho más fácilmente amparándose en la legislación y el derecho de voto que recurriendo a la violencia.
Pensé en la Iglesia de la Vida Eterna, el credo de crecimiento más rápido del país.
—Supongamos que tiene razón. ¿Cómo lo evitaría?
—Impidiendo que tengan voz ni voto.
—Hay más maestros vampiros en la ciudad.
—¿Se refiere a Malcolm, el preboste de la Iglesia de la Vida Eterna?
—Sí.
—Lo he observado, y no permitiré que prospere su cruzada para legitimar a los vampiros. Desmantelaré su iglesia y prohibiré su fe. Sin duda, estará de acuerdo conmigo en que representa un peligro notorio. —Lo estaba, pero no me daba la gana mostrarme de acuerdo con un maestro vampiro. Me parecía mal. Continuó—: San Luis es un hervidero de vampiros metidos en política y negocios; hay que detenerlos. Somos depredadores, señorita Blake, y eso no cambiará nunca. Si no vuelven a perseguirnos, la humanidad estará condenada. ¿No se da cuenta?
Me daba cuenta. Lo creía.
—¿A usted por qué le preocupa? Hace mucho que dejó de ser humano.
—Soy el vampiro más antiguo que existe y me siento en la obligación de mantener a raya a mis semejantes. Todos estos derechos nuevos están sacando las cosas de quicio, y es preciso ponerles coto. Somos demasiado poderosos para que se nos conceda tanta libertad; los seres humanos tienen derecho a ser humanos. Antaño sólo sobrevivían los vampiros más fuertes, inteligentes y afortunados; los necios, los negligentes y los que abusaban de la violencia sucumbían a manos de los cazavampiros. Si se rompe ese equilibro, el futuro no depara nada bueno.
Habría firmado el discurso sin dudarlo; era espeluznante. Opinaba que el vampiro más antiguo que había conocido en mi vida tenía razón. ¿Podría entregarle a Jean-Claude? ¿Debería entregarle a Jean-Claude?
—Estoy de acuerdo, señor Oliver, pero no puedo entregárselo sin más. Lo cierto es que no sé por qué, pero no puedo.
—La lealtad es un rasgo admirable. Tómese su tiempo, señorita Blake, pero no tarde mucho en decidirse. Debo actuar sin dilación.
—Lo entiendo. —Asentí—. Le daré una respuesta en un par de días. ¿Cómo puedo localizarlo?
—Inger le dará un teléfono. Puede hablar con él sin tapujos.
—Es su siervo humano, ¿verdad? —le pregunté a Inger, que seguía en posición de firmes junto a la puerta.
—Tengo ese honor.
—Pues yo me largo. —Sacudí la cabeza.
—No se sorprenda por no haberse dado cuenta de que Inger está a mi servicio. Si las marcas fuesen perceptibles, ¿cómo podríamos usar a los siervos de ojos, oídos y manos?
En eso tenía razón. En eso y en muchas más cosas. Me levanté; él hizo lo propio y me tendió la mano.
—Disculpe, pero sé de sobra que el contacto facilita la intromisión mental.
—No necesito tocarla para eso —dijo apartando la mano. Era una voz maravillosa, reluciente y alegre como una mañana de Navidad. Se me había formado un nudo en la garganta, y las lágrimas me anegaban los ojos. Mierda, mierda y mierda.
Retrocedí hacia la puerta, e Inger la abrió. No parecía que fueran a intentar retenerme. Oliver no pensaba violar mis pensamientos para obtener el nombre; había decidido dejarme ir en paz: el detalle casi me convencía de que era buen tipo y todo. Me dejaba marchar en vez de exprimirme los sesos.
Cuando salimos, Inger cerró la puerta lentamente, con reverencia.
—¿Qué edad tiene Oliver? —le pregunté.
—¿No la percibe?
—¿Qué edad tiene? —insistí sacudiendo la cabeza.
—Yo tengo más de setecientos años —respondió sonriendo—. El señor Oliver ya era muy antiguo cuando lo conocí.
—Supera de sobra los mil años.
—¿Por qué lo dice?
—Conocí a una vampira que tenía algo más de mil años. Daba miedo, pero no tenía tantísimo poder.
—Si desea conocer su edad, será mejor que se la pregunte a él.
Me quedé mirando el rostro sonriente de Inger, y de repente recordé dónde había visto unas facciones muy parecidas a las de Oliver: en las reproducciones de homínidos prehistóricos. Eso situaba su edad en los cientos de miles de años.
—Virgen santa.
—¿Qué le ocurre, señorita Blake?
—Es imposible que sea tan antiguo —dije sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—¿Cuántos años le echa?
No quería decirlo en voz alta; sería como convertirlo en realidad. ¿Cuánto poder puede acumular un vampiro en un millón de años?
Del interior de la casa salió una mujer que avanzó hacia nosotros. Iba descalza, con las uñas de manos y pies pintadas de un rojo intenso, y llevaba un vestido entallado del mismo color. Tenía las piernas largas y pálidas, pero de un tono que prometía broncearse si recibía suficiente luz solar. El pelo, denso y muy negro, le llegaba por debajo de la cintura. Lucía un maquillaje impecable. Me sonrió, y entre sus labios escarlata asomaron unos colmillos.
Pero no era una vampira. No sabía qué demonios era, pero sabía qué no era. Miré a Inger, que parecía contrariado.
—¿Nos vamos? —dije.
—Sí. —Caminó hacia la puerta de espaldas, y lo imité. No apartamos la vista de la belleza colmilluda que se nos acercaba por el pasillo.
Se desplazaba con unos movimientos líquidos, tan deprisa que costaba seguirla con la mirada. Los licántropos podían moverse así, pero tampoco era una cambiaformas.
Rodeó a Inger y se dirigió hacia mí. Para qué los disimulos: corrí hacia la puerta. Pero era demasiado rápida para mí, para cualquier humano.
Me cogió el antebrazo derecho y me miró desorientada. Tenía que notar la funda del cuchillo, pero al parecer, no sabía qué era. Mejor para mí.
—¿Qué eres? —le pregunté sin perder la calma. No tenía miedo; era la temible matavampiros. Ya.
Abrió la boca y se pasó la lengua por los colmillos, más largos que los de un vampiro.
—¿Cómo consigues cerrar la boca con eso? —le pregunté.
Parpadeó sorprendida, y la sonrisa desapareció de su cara. Se empujó los colmillos con la lengua hasta que adoptaron una longitud normal.
—Colmillos retráctiles —dije—. Mola.
—Me alegro de que te haya gustado el espectáculo —dijo muy seria—, pero eso no ha sido nada.
Volvió a sacar los colmillos. Abrió mucho la boca, como si bostezara, y los rayos de sol que se colaban entre las cortinas arrancaron destellos de su dentadura.
—Al señor Oliver no le gustará que la amenaces —dijo Inger.
—Se está volviendo débil, sentimental… —Me clavó los dedos con más fuerza de la que debería tener.
Me atenazaba el brazo derecho, de modo que no podía coger la pistola. Los cuchillos también estaban descartados, por motivos parecidos. Quizá debería llevar más armas.
La mujer soltó un bufido, una explosión de aire que ninguna garganta humana podría producir, y agitó una larga lengua bífída.
—Virgen santa. ¿Qué eres?
Se echó a reír, pero la carcajada no sonó natural; quizá fuera por la lengua. Sus pupilas se convirtieron en rendijas, y sus iris adquirieron un tono dorado.
Intenté zafarme, pero me tenía bien sujeta. Me dejé caer, y ella bajó la mano, pero no me soltó.
Me apoyé en el costado y le descargué una patada en la rodilla con todas mis fuerzas. Ella gritó, cayó al suelo y me soltó el brazo por fin.
Algo sucedía en sus piernas. Parecían estar juntándose, mientras la piel se expandía. No había visto nunca nada parecido, y podría haber sobrevivido sin verlo.
—¿Qué haces, Melanie? —dijo una voz a nuestras espaldas.
Oliver estaba en el umbral, algo apartado de la zona más iluminada del salón. Su voz sonaba como una avalancha, como un árbol al caer. Una tormenta que, sólo con palabras, parecía cortar y triturar.
La cosa del suelo se encogió al oírlo. La parte inferior de su cuerpo empezaba a adoptar un aspecto serpentino.
—Una lamia —dije en voz baja. Me aparté y me apoyé en la puerta—. Creía que se habían extinguido.
—Es la última —dijo Oliver—. La mantengo a mi lado porque no me atrevo a dejarla campar a su antojo.
—¿A qué animales puede convocar? —le pregunté.
Suspiró, y en aquel sonido pude reconocer una tristeza inmemorial, demasiado arraigada para transmitirse con palabras.
—A las serpientes. Puedo convocar a las serpientes.
—Claro. —Asentí. Abrí la puerta y salí al porche soleado. Nadie intentó detenerme.
La puerta se cerró a mis espaldas, y al cabo de unos minutos salió Inger, tenso de cólera.
—Le pedimos disculpas humildemente por el comportamiento de Melanie. Es un animal.
—Oliver debería atarla más corto.
—Lo intenta.
Asentí. Sabía en qué consistía intentar algo, hacer todo lo posible. Por otra parte, si podía controlar a una lamia, a mí podría manipularme sin pestañear, y no me daría cuenta. ¿Hasta qué punto eran reales mi confianza, mis buenos deseos, y hasta qué punto me los había inculcado Oliver?
—La llevaré al lago —dijo Inger.
Y al lago fuimos. Había conocido a mi primera lamia y puede que al ser vivo más antiguo del mundo. Un día memorable de cojones.
Acababa de llegar a casa y tenía la llave en la cerradura cuando empezó a sonar el teléfono. Empujé la puerta con el hombro y fui a contestar a toda prisa. Levanté el auricular al quinto timbrazo.
—¡Sí!
—¿Anita? —Era Ronnie.
—Sí, soy yo.
—Suenas rara.
—Es que he venido corriendo. ¿Qué hay?
—He recordado cómo conocí a Cal Rupert.
Tardé un momento en caer en la cuenta: se refería a la primera víctima de los vampiros. Me sentí algo avergonzada por no haber pensado en el acto en la investigación que tenía entre manos.
—Dime.
—El año pasado hice un trabajo para un bufete especializado en la tramitación de peticiones de muerte permanente.
—Ya sé que Rupert tenía una. Por eso fui a clavarle una estaca sin esperar la orden de ejecución.
—¿Y también sabías que ese mismo bufete le tramitó otra petición a Reba Baker?
—¿Quién es esa?
—Puede que la segunda víctima.
Se me encogió el estómago: por fin tenía una pista de verdad.
—¿Qué te hace pensar eso? —pregunté.
—Era joven y rubia, y faltó a una cita que tenía en el bufete. Cuando intentaron localizarla, resultó que llevaba dos días sin ir a trabajar.
—El tiempo que hace que la mataron.
—Exactamente.
—Llama al sargento Rudolf Storr y explícaselo. Di que llamas de mi parte para que te pongan con él.
—¿No prefieres que lo comprobemos antes?
—No quiero que corras riesgos. Es asunto de la policía. Que se ganen el sueldo.
—Aguafiestas.
—Ronnie, llama a Dolph y que se encargue la policía, que está para eso. Después de ver a los vampiros que han cometido los asesinatos, no creo que nos convenga llamar su atención.
—¿Cómo dices?
Suspiré. Se me había olvidado que Ronnie no tenía ni idea. Le conté una versión abreviada.
—El sábado por la mañana te lo amplío en el gimnasio —dije al final.
—¿Cómo lo llevas?
—Bien por ahora.
—Ten cuidado, ¿vale?
—Como siempre. Y tú.