Circo de los Malditos (23 page)

Read Circo de los Malditos Online

Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
13.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

Me sujetó las manos a la espalda, aprisionándome entre los brazos y el cuerpo, rígido e inamovible como una estatua. Un momento antes era blando y susceptible al dolor. ¿Qué había cambiado?

—Quítale eso de la muñeca. —No me decía a mí.

Intenté volver la cabeza para ver qué tenía detrás, pero fue inútil. Sí que vi que los dos vampiros rubios seguían agazapados para evitar la visión de las cruces.

Noté algo en la muñeca y me debatí, pero el vampiro me sujetaba.

—No te muevas: te vas a cortar.

Volví la cabeza cuanto pude y me encontré ante los ojos redondos del niño, que había recuperado el cuchillo y lo usaba para tirar de mi pulsera.

El vampiro me apretó tanto que pensé que me destrozaría los brazos. Debí de gemir.

—No tenía intención de hacerte daño —me susurró al oído—, pero tú decides.

La pulsera se rompió y cayó en la hierba. El maestro vampiro respiró con fuerza, como si de repente le resultara más fácil. No me sacaba más de cinco centímetros, pero me sujetaba las dos muñecas con una mano, apretando lo justo para evitar que me soltara. Me hacía daño, y tuve que esforzarme para no soltar ningún sonido desvalido.

Me agarró del pelo con la mano libre y me echó la cabeza hacia atrás, para verme los ojos. Los suyos eran de un negro uniforme; no se le veía el blanco.

—Conseguiré su nombre, cueste lo que cueste —me dijo.

Le escupí a la cara.

Con un rugido, me apretó las muñecas hasta hacerme gritar.

—Podríamos haberlo hecho por las buenas —dijo—, pero ahora me apetece verte sufrir. Mírame a los ojos, mortal, y abandona toda esperanza. Prueba mi mirada: ya no habrá secretos entre nosotros. —Bajó mucho la voz—. Quizá me beba tu mente, tal como otros beben sangre, y no deje nada más que un caparazón descerebrado.

Me quedé mirando la oscuridad de sus ojos y sentí que me precipitaba hacia delante, arrastrada por una negrura que jamás había conocido la luz.

VEINTICUATRO

Tenía delante una cara que no reconocí de inmediato. Se sujetaba un pañuelo ensangrentado contra la frente. Pelo corto, ojos claros, pecas…

—Hola, Larry —dije. Mi voz sonó distante, extraña. No recordaba por qué sonaba así.

Seguía siendo de noche. Larry se había limpiado un poco la cara, pero aún sangraba. No podía llevar mucho tiempo inconsciente. ¿Inconsciente? ¿Qué había pasado? Sólo recordaba unos ojos muy negros. Me incorporé tan deprisa que, si Larry no me hubiera sujetado, me habría caído.

—¿Dónde están los…?

—¿Los vampiros?

—Sí —susurré, apoyándome en su brazo.

Estábamos rodeados de grupitos cuchicheantes. Los faros de un coche patrulla horadaban la oscuridad, y había dos agentes de uniforme junto al coche, hablando con un hombre que conocía. Intenté recordar cómo se llamaba.

—Karl —dije.

—¿Qué? —preguntó Larry.

—Karl Inger, el hombre que está hablando con la policía.

—Sí. —Larry asintió.

Había otro hombre en el suelo junto a nosotros: Jeremy Ruebens, de la Alianza Humana. La última vez que lo había visto estaba disparando contra nosotros. ¿Qué demonios ocurría allí?

Jeremy me dedicó una sonrisa que pareció sincera.

—¿Cómo es que nos llevamos tan bien de repente? —le pregunté.

—Te hemos salvado. —Su sonrisa se amplió.

Me aparté de Larry y seguí sentada sin ayuda; tras un momento de mareo, el mundo se estabilizó. Es un decir.

—¿Qué ha pasado, Larry?

El chaval miró a Jeremy Ruebens y volvió a mirarme a mí.

—Nos han salvado.

—¿Cómo?

—Le han echado agua bendita a la que me ha mordido. —Se llevó la mano al cuello, inconscientemente, pero se dio cuenta de que lo miraba—. ¿Ahora podrá controlarme?

—¿Entró en tu mente mientras te mordía?

—No sé. ¿En qué se nota?

Abrí la boca para explicárselo, pero volví a cerrarla: era inexplicable.

—Si Alejandro, el maestro vampiro, me hubiera mordido mientras entraba en mi mente, ahora estaría bajo su control.

—¿Alejandro?

—Así lo llamaban los otros vampiros.

Sacudí la cabeza, pero todo empezó a dar vueltas y tuve que tragar saliva para no vomitar. ¿Qué me había hecho? No era la primera vez que se metían en mi mente, pero nunca había tenido una reacción tan violenta.

—La ambulancia está de camino —dijo Larry.

—No la necesito.

—Llevaba una hora inconsciente, señorita Blake —dijo Ruebens—. Como no se despertaba, los policías han pedido una ambulancia.

Tenía a Ruebens tan cerca que podría tocarlo con sólo estirar los dedos. Estaba eufórico, como una recién casada, y me miraba todo afable. ¿Por qué me había convertido de repente en su mejor amiga?

—De modo que le han echado agua bendita a la vampira que te había mordido —le dije a Larry—. ¿Y después?

—Han ahuyentado a los demás con crucifijos y amuletos.

—¿Amuletos?

Ruebens sacó una cadena que llevaba dos colgantes con libros en miniatura, de tapas metálicas. Los dos me habrían cabido en la palma de la mano.

—No son amuletos, Larry. Son torás en miniatura.

—Como llevan la estrella de David en la tapa…

—La estrella no funciona. Es un símbolo más cultural que religioso.

—Así que son como biblias.

—Supongo que sí. La Torá contiene el Antiguo Testamento.

—¿También funcionaría la Biblia?

—No sé. Probablemente, pero nunca llevo una encima cuando me atacan los vampiros. —Culpa mía, supongo, porque ¿cuánto hacía desde que había consultado la Biblia por última vez? Empezaba a parecer una cristiana dominguera. Pero ya me preocuparía por el alma cuando el cuerpo se sintiera un poco mejor.

—Diles que cancelen la ambulancia; estoy bien.

—De eso nada —dijo Ruebens, extendiendo el brazo hacia mí. Lo miré y se detuvo en seco—. Permítanos ayudarla, señorita Blake. Recuerde que tenemos enemigos comunes.

Los policías se acercaban a nosotros por la hierba oscura. Y también se acercaba Karl Inger, que seguía hablando con los agentes.

—¿Le han dicho a la policía lo del tiroteo? —le pregunté a Ruebens. Se le demudó el rostro—. No han dicho nada, ¿verdad?

—La hemos salvado de un destino peor que la muerte. Lamento lo ocurrido: si los vampiros son sus enemigos, eso nos convierte en aliados, por mucho que levante muertos.

—Ya: los enemigos de sus enemigos son sus amigos —dije. El asintió. Los policías estaban llegando—. De acuerdo, pero no vuelva a apuntarme con un arma, u olvidaré que me ha salvado.

—No volverá a ocurrir, señorita Blake. Le doy mi palabra.

Me apetecía soltar alguna bordería, pero los policías me habrían oído. No pensaba delatar a Ruebens ni a la Alianza Humana, así que tendría que reservarme el sarcasmo para otra ocasión. Conociendo a Ruebens, ya se presentaría.

Mentí a la policía sobre la intervención de la Alianza Humana, y no les expliqué qué quería Alejandro de mí. Que pensaran que era el tercer ataque del clan descontrolado. Ya les diría la verdad a Dolph y a Zerbrowski, pero en aquel momento no me apetecía contarles toda la película a unos desconocidos. Ni siquiera estaba muy segura de querer contársela a Dolph; prefería omitir el detalle de que me temía que era la sierva humana de Jean-Claude.

Eso, mejor no mencionarlo.

VEINTICINCO

El coche de Larry era un Mazda de último modelo. Los de la Alianza Humana habían estado tan entretenidos con los vampiros que no habían tenido tiempo de destrozarlo. Menos mal, porque mi coche era siniestro total. Bueno, eso es lo que dictaminaría la aseguradora, después de realizados todos los trámites, pero la cuestión era que se había roto algo muy grande en los bajos; chorreaba líquidos más oscuros que la sangre por todos lados, y el morro parecía pisoteado por un elefante. Estaba claro que no tenía salvación.

Tuvimos que tirarnos varias horas en urgencias. Los de la ambulancia habían insistido en que tenían que examinarme, y a Larry le tenían que dar puntos en la frente. El flequillo anaranjado le cubría la herida: su primera cicatriz, a la que seguirían muchas otras si se quedaba en el negocio y cerca de mí.

—¿Cuánto tiempo llevas en este trabajo? ¿Catorce horas? Y ¿qué te parece de momento?

Me miró de reojo y volvió a concentrarse en la carretera, con una sonrisa desprovista de humor.

—No sé.

—¿Quieres dedicarte a la reanimación cuando termines los estudios?

—Eso pensaba. —La sinceridad era un bien escaso.

—¿Ya no estás tan seguro?

—No mucho.

Lo dejé estar. El cuerpo me pedía que intentara convencerlo para que se dedicara a otra cosa, algo normal para gente cuerda, pero sabía que la reanimación no era una simple elección laboral. Si se tenían dotes, había que levantar zombis, porque de lo contrario se corría el riesgo de que el poder aflorase en los momentos más inoportunos. Que le pregunten a Judith, mi madrastra, cuánta gracia le hacía que nos siguieran los bichos atropellados. Por supuesto, mi trabajo le parecía asqueroso, y qué se le iba a hacer, tenía razón.

—Con una licenciatura en biológicas también se pueden hacer otras cosas —le dije.

—¿Sí? ¿Por ejemplo? ¿Trabajar en el zoo o en una empresa de control de plagas?

—O dar clases. O hacerte asesor forestal, o biólogo de campo, incluso investigador.

—¿Y cuál de esos trabajos está tan bien pagado como este?

—¿Quieres ser reanimador por el dinero? —pregunté decepcionada.

—Quiero hacer algo útil, y ¿se te ocurre otra forma mejor de usar mis capacidades que librar al mundo del peligro de los nomuertos?

Me quedé mirándolo, pero sólo veía su perfil levemente iluminado por las luces del cuadro de mandos.

—De modo que no quieres ser reanimador, sino ejecutor de vampiros. —Intenté contener la sorpresa.

—Con el tiempo, sí.

—¿Por qué?

—¿Por qué lo haces tú?

—Contesta a mi pregunta.

—Quiero ayudar a la gente.

—Pues hazte policía. Siempre vienen bien los expertos en criaturas sobrenaturales.

—Creo que hoy no se me ha dado muy mal.

—No.

—¿Entonces?

Busqué la forma de decirlo con menos de cincuenta palabras.

—Lo que ha pasado ha sido horrible, pero podría haber sido peor.

—Estamos llegando a la calle Olive. ¿Por dónde sigo?

—Por la izquierda.

Larry cogió el carril izquierdo y se detuvo en el semáforo, con el intermitente puesto.

—No sabes en dónde te metes —le dije.

—Pues explícamelo.

—Mejor aún: te lo voy a enseñar.

—¿Cómo?

—Gira a la derecha antes del tercer semáforo. —Cuando entramos en el aparcamiento, añadí—: Es el primer edificio de la derecha.

Larry ocupó el único sitio que encontró libre: el mío. Mi pobre Nova no volvería a casa.

—Enciende la luz —dije mientras me quitaba la chaqueta.

Larry obedeció. Se le daba mejor que a mí, pero como era a mí a quien obedecía, me parecía bien.

—La quemadura en forma de cruz —dije enseñándole el brazo— me la hicieron unos siervos humanos; les pareció muy gracioso. La cicatriz grande es de una vez que un vampiro me hizo añicos el hueso. A mi fisioterapeuta le parece un milagro que no haya perdido movilidad. Aquí me pusieron catorce puntos, también por un ataque de un siervo humano. Y eso, sólo en los brazos.

—¿Hay más? La luz del vehículo lo hacía parecer muy pálido.

—Un vampiro me clavó una estaca rota en la espalda. —Larry hizo un gesto de dolor—. Y también me rompieron la clavícula mientras me masticaban un brazo.

—Intentas asustarme.

—No me digas.

—Pues no funciona.

Debería haber bastado con enseñarle las cicatrices, pero estaba visto que no. Joder. Seguiría contra viento y marea, si no moría antes.

—De acuerdo: te quedarás el resto del semestre, pero prométeme que no saldrás a cazar vampiros sin mí.

—Pero el señor Burke…

—Ayuda a ejecutar vampiros, pero no los caza solo.

—¿Qué diferencia hay entre ejecutarlos y cazarlos?

—Las ejecuciones consisten en clavarle una estaca a un cadáver o aun vampiro bien encadenado.

—¿Y las cacerías?

—Cuando salga en busca de los vampiros que han estado a punto de matarnos, eso será una cacería.

—¿Y no crees que el señor Burke podría enseñarme a cazar?

—Ni siquiera creo que pudiese mantenerte con vida —dije. El chaval puso cara de pasmo—. No pretendo decir que fuera a hacerte daño deliberadamente, pero si tienes que poner tu vida en manos de alguien, más vale que sea en las mías.

—¿Crees que llegaremos a ese extremo?

—Ya hemos estado a punto.

Guardó silencio durante unos minutos, con la vista clavada en las manos, que recorrían el volante.

—Te prometo que no iré a cazar vampiros con nadie que no seas tú. —Me miró con aquellos ojos tan azules—. ¿Ni con el señor Rodríguez? El señor Vaughn me ha dicho que él te enseñó a ti.

—Es cierto, pero Manny ha dejado las cacerías.

—¿Y eso?

—Su mujer pasaba mucho miedo, y tienen cuatro hijos.

—Ni el señor Burke ni tú tenéis pareja ni hijos.

—Exactamente.

—Yo tampoco.

Fui incapaz de contener una sonrisa. ¿Yo estaba tan ansiosa cuando empecé? Nooo.

—Los listillos no le caen bien a nadie.

Él también sonrió, con tal ingenuidad que no aparentaba más de trece años. ¿Se puede saber por qué no se había ido corriendo con el rabo entre las piernas después de lo que había pasado? ¿Y por qué yo tampoco? No tenía ninguna respuesta razonable. Quizá a Larry se le pudiera dar bien. O quizá acabara muerto. Salí del coche y me incliné sobre la portezuela abierta.

—Vete directo a casa —le dije—, y si no tienes un crucifijo de reserva, cómpratelo mañana sin falta.

—De acuerdo.

Cerré la puerta y perdí de vista su rostro solemne. Subí los escalones sin mirar atrás. No me quedé observándolo mientras se marchaba, aún con vida, aún con ganas de dedicarse a aquello después de su primer encontronazo con los monstruos. Yo le sacaba cuatro años nada más, pero me parecían siglos. Nunca había estado tan verde como él, pero yo había perdido a mi madre con sólo ocho años, y eso marca.

Seguía dispuesta a intentar convencerlo para que no se hiciera ejecutor de vampiros, pero si no lo conseguía, trabajaría con él. Sólo existen dos tipos de cazavampiros: los buenos y los muertos. Quizá pudiera convertir a Larry en uno de los primeros; era mucho mejor que la otra opción.

Other books

Ancient Prophecy by Richard S. Tuttle, Richard S. Tuttle
Otherkin by Berry, Nina
Absolute Zero by Anlyn Hansell
The Scenic Route by Devan Sipher
Breaking Stalin's Nose by Eugene Yelchin