—¿Va todo bien? —preguntó un abogado.
Lawrence Kirkland asintió, demasiado agotado para hablar. ¿Se habría dado cuenta de qué había hecho? Me pareció que no; no estaba suficientemente asustado. Me acerqué al grupo.
—Señorita Blake, la echábamos de menos —me dijo el abogado—. Su… compañero parece indispuesto.
Le dediqué mi mejor sonrisa profesional. Todo va de maravilla, ¿ven? Confien en mí, no hay ningún zombi a punto de montar la de Dios.
Caminé hasta el borde del círculo de sangre y noté una especie de viento que me rechazaba. El círculo se había cerrado, y yo me había quedado fuera. No podría entrar a no ser que el chico me invitara.
—Lawrence —susurré—. ¡Lawrence Kirkland!
Volvió la cabeza hacia mí lentamente. A pesar de la oscuridad pude ver el cansancio en sus ojos. Le temblaban los brazos. Virgen santa.
Me acerqué para que el público no pudiera oírme; tenía que fingir que no pasaba nada raro, mientras pudiera. Si teníamos suerte, el zombi se marcharía sin más; si no, le haría daño a alguien. Los muertos no suelen ser muy rencorosos, pero a veces les da por ahí, y si Andrew Doughal odiaba a alguno de sus parientes, aquella noche podía alargarse mucho.
—Lawrence, tienes que romper el círculo y dejarme entrar.
Me miró embobado, sin dar indicios de comprensión. Mierda.
—Lawrence, rompe el círculo ahora mismo.
El zombi ya se había liberado hasta las rodillas, y su camisa blanca resplandecía en contraste con el traje negro. Incómodo durante toda la eternidad. No tenía mal aspecto para un muerto viviente: la piel estaba floja y pálida, pero sin signos de putrefacción, y le quedaba una buena mata de pelo canoso. El chico había hecho un buen trabajo con su tercer zombi; si además conseguía cederme el control, miel sobre hojuelas.
—Lawrence, rompe el círculo, por favor.
Dijo algo en voz demasiado baja. Me acerqué tanto como me lo permitió la sangre.
—¿Qué?
—Larry. Me llamo Larry.
Sonreí; era ridículo. Le preocupaba que lo llamara Lawrence en vez de Larry mientras un zombi descontrolado salía de la tierra. ¿Una ida de olla transitoria? Más le valía.
—Abre el círculo, Larry.
Avanzó a cuatro patas y estuvo a punto de darse de morros con las flores, pero consiguió apartar un poco de sangre con la mano, y la magia se esfumó. Ya no había círculo de poder; así de fácil. Manos a la obra.
—¿Dónde tienes el cuchillo? —pregunté. Intentó girarse, y vi el brillo del acero al otro lado de la tumba—. Tú descansa; yo me encargo.
Se tumbó hecho un ovillo, con los brazos alrededor de las piernas, como si tuviera frío. Lo dejé en paz; antes que nada, controlar al zombi.
Cogí el cuchillo, que estaba junto al cadáver del gallo, y me encaré con el zombi que se apoyaba en su propia lápida, intentando orientarse.
Adaptarse a la muerte no es moco de pavo; las neuronas tardan un poco en revivir, y el cerebro no termina de creerse que debería funcionar. Pero al final se lo cree.
Me subí la manga de la chaqueta y respiré profundamente. No había más remedio, pero no por eso tenía que gustarme. Me pasé el cuchillo por la muñeca y apareció una línea oscura. La piel se abrió y cayó la sangre, casi negra a la luz de la luna. Fue un dolor intenso, punzante. Las heridas pequeñas siempre duelen más que las grandes… al principio. Aquella era pequeña y no dejaría cicatriz. Además, o me hacía un corte o se lo hacía a alguien, para rehacer el círculo; la ceremonia estaba demasiado avanzada para ir a buscar otro gallo y volver a empezar. Si no terminaba deprisa con aquello, el zombi quedaría a su libre albedrío, y cuando nadie les dice qué tienen que hacer, a los zombis les puede dar por comer gente.
Andrew Doughal estaba sentado en la lápida, con la mirada perdida. Si Larry hubiera tenido suficiente fuerza, el zombi habría sido capaz de hablar y razonar por sí mismo, pero en ese momento era sólo un cadáver que esperaba órdenes o un pensamiento fugaz.
Me encaramé a la montaña de gladiolos, crisantemos y claveles. Su aroma se mezclaba con el hedor de la tumba. Metida hasta las rodillas en flores moribundas, agité la muñeca ensangrentada ante la cara del zombi.
Los ojos vacíos siguieron mi mano, inexpresivos como los de un pez muerto. Andrew Doughal estaba ausente, pero dentro de él había algo que olía la sangre y conocía su valor.
Sé que los zombis no tienen alma. De hecho, no puedo levantar un cadáver hasta que lleva muerto tres días, que son los que tarda el alma en abandonar el cuerpo. Casualmente, los vampiros tardan lo mismo en revivir. Qué cosas.
Si no es el alma lo que reanima el cuerpo, ¿qué es? La magia: la mía, o la de Larry. Puede. Aun así, algo había en el cadáver, algo llenaba el vacío que había dejado el alma. Cuando la reanimación marchaba bien, ese algo era la magia. ¿Y en casos como aquél? No lo sabía, y ni siquiera estaba segura de querer saberlo. ¿Qué importancia tenía, si me servía para sacar las castañas del fuego? Sí, claro. Si lo repetía lo suficiente, igual conseguía creérmelo.
Le ofrecí mi muñeca sangrante, y vaciló un momento. Como le diera por rechazarla, a ver qué se me ocurría.
El zombi se quedó mirándome. Solté el cuchillo y me apreté la herida. Salió sangre, densa y viscosa, y el zombi me agarró con unas manos frías pero firmes. Acercó la cabeza a mi muñeca y se puso a chupar, moviendo la mandíbula convulsivamente, tragando tanto y tan deprisa como podía. Me iba a salir el chupetón más gordo del mundo, a juzgar por lo que estaba doliendo.
Intenté retirar la mano, pero el zombi empezó a chupar con más fuerza. No quería soltarme. Lo que faltaba.
—¿Puedes levantarte, Larry? —pregunté en voz baja. Seguíamos intentando fingir que aquello era lo normal. El zombi había aceptado mi sangre, y podría controlarlo si conseguía que me soltara.
—Sí —contestó Larry, levantando la cabeza hacia mí. Se puso en pie apoyándose en la lápida—. ¿Qué quieres? —Buena pregunta.
—Ayúdame a soltarlo. —Seguía intentando apartarme, pero esa cosa se agarraba con uñas y dientes.
Larry lo rodeó con los brazos y tiró, pero no consiguió nada.
—Prueba con la cabeza —le dije.
Le tiró del pelo, pero los zombis no sienten el dolor. A continuación le metió un dedo en la boca y consiguió despegar la ventosa. Parecía a punto de vomitar. Pobrecillo. Pero yo quería recuperar el brazo.
Se limpió el dedo en el pantalón como si le diera asco lo que había tocado. Como que me iba a dar pena.
La herida estaba roja. Al día siguiente tendría un moratón de la hostia.
El zombi estaba de pie y me miraba. Había vida en sus ojos: alguien había llegado a casa. Esperaba que fuera el habitante correcto.
—¿Eres Andrew Doughal? —pregunté.
—Sí —contestó con voz firme. Era una voz acostumbrada a impartir órdenes, pero no me dejé impresionar por ella. La usaba gracias a mi sangre. En realidad, los muertos son mudos y no recuerdan quiénes son hasta que prueban sangre fresca. Homero tenía razón; a saber qué otras cosas de la
Ilíada
son ciertas.
Me apreté la herida con la otra mano y me aparté de la tumba.
—Ahora responderá a sus preguntas —les dije a los congregados—, pero que no sean muy complicadas. Recuerden que se ha pasado casi todo el día muerto.
Los abogados no sonrieron, y la verdad es que no me extrañaba nada. Les indiqué con un gesto que podían acercarse, pero no se movieron. ¿Letrados escrupulosos? Esa sería nueva.
—Adelante —dijo la señora Doughal, dándole un golpecito en el brazo a su abogado—. Esto me está costando una fortuna.
Estuve a punto de decir que no cobramos por tiempo, pero a saber si Bert no había decidido cambiar el sistema de tarifas. Aunque bien pensado, tampoco era mala idea. Andrew Doughal se portó muy bien y respondió a todas las preguntas con su voz firme y cultivada. Si se pasaba por alto el resplandor de su piel a la luz de la luna, parecía vivo, aunque en unos pocos días, o como mucho en un par de semanas, se pudriría, como todos. Si Bert había dado con la forma de conseguir que los clientes devolvieran a los muertos a la tumba antes de que empezaran a caerse en pedazos, mejor que mejor.
Había pocas cosas más tristes que una familia que volvía al cementerio con la madre empapada en perfume caro para ocultar el olor de la descomposición. El peor caso con el que me había topado era el de una cliente que le había dado un baño a su marido antes de devolverlo. Tuvo que llevar gran parte de su carne en una bolsa de basura, porque se le había desprendido al sumergirse en agua caliente.
Larry retrocedió y tropezó. Lo sujeté y cayó contra mí, pero mantuvimos el equilibrio.
—Gracias… por todo —dijo sonriendo un poco. Se quedó mirándome, muy cerca. A pesar del frío de la noche de octubre, estaba sudoroso.
—¿Has traído abrigo?
—Lo tengo en el coche.
—Ve a ponértelo, o pillarás una pulmonía.
—Lo que usted diga, jefa. —Su sonrisa se amplió. Tenía los ojos más abiertos de lo normal—. Me has salvado el culo. No lo olvidaré.
—Me alegro de que seas agradecido, pero vete a buscar el abrigo o acabarás en la cama con fiebre y sin poder trabajar.
Larry asintió y empezó a caminar lentamente hacia los coches. Se tambaleaba un poco, pero se las apañaba. A mí ya casi no me sangraba la muñeca, y me pregunté si tendría en el coche una tirita suficientemente grande para taparme la herida. Me encogí de hombros y decidí seguir a Larry hacia los coches. Las voces graves de los abogados, cargadas de aplomo jurídico, llenaban la oscuridad y resonaban en los árboles. ¿A quién pretendían impresionar? Porque al cadáver le daba tres leches.
Larry y yo, sentados en la fresca hierba otoñal, contemplábamos a los abogados que tomaban el testamento al dictado.
—Qué solemnes —comentó el chaval.
—Es su trabajo.
—¿Los abogados no pueden tener sentido del humor?
—Lo tienen terminantemente prohibido.
Larry sonrió. Tenía el pelo corto y rizado, de color naranja intenso, y los ojos azules e inmaculados como el cielo de primavera. Lo sabía porque lo había visto a la luz de los faros; en ese momento, a oscuras, parecía castaño y de ojos grises. No me gustaría tener que describir a alguien a quien no hubiera visto con buena luz.
Larry Kirkland tenía la piel pálida de algunos pelirrojos, y no le faltaban ni las pecas. Parecía la mascota de
Mad
, pero más achuchable, aunque dada su escasa estatura, dudo que le gustara el calificativo; yo al menos le tenía mucha tirria. Si se hiciera un referéndum entre los bajitos, seguro que se prohibiría el término
achuchable
. Con mi voto.
—¿Cuánto tiempo llevas de reanimador? —le pregunté.
—Unas ocho horas —contestó después de echar un vistazo a la esfera fosforescente de su reloj.
—¿Es tu primer trabajo? —pregunté alucinada. El chico asintió.
—¿No te ha hablado de mí el señor Vaughn?
—Bert sólo me ha dicho que ha contratado a otro reanimador y que se llama Lawrence Kirkland.
—Estudio en la Universidad de Washington, y este semestre nos toca hacer prácticas.
—¿Cuántos años tienes?
—Veinte, ¿por qué?
—Así que ni siquiera eres mayor de edad.
—Y no puedo beber alcohol ni ir a espectáculos porno, pero mientras el trabajo no me obligue a entrar en sitios donde… —Me miró y se acercó un poco—. ¿Tenemos que ir a espectáculos porno?
Su expresión no me decía nada, y no supe si bromeaba, aunque supuse que sí.
—Veinte años deberían ser suficientes.
—Pues cualquiera lo diría. Por la cara que pones…
—Lo que me molesta no es tu edad.
—Entonces, ¿qué es?
No estaba segura de saber expresarlo, pero tenía una cara agradable y risueña. Era una cara más acostumbrada a reír que a llorar, flamante como una moneda recién acuñada, y yo no quería sentirme responsable de que cambiara. No quería sacarlo del cascarón para que se revolcara por el fango.
—¿Alguna vez has perdido a alguien? De la familia, quiero decir.
—Eso huele a conversación seria. —El humor le desapareció del rostro. Parecía un niño desconcertado.
—No sabes cuánto.
—¿Por qué…?
—Contesta a mi pregunta. ¿Has perdido a algún familiar?
—Hasta conservo los cuatro abuelos.
—¿Has experimentado algún episodio violento?
—Tenía muchas peleas en el instituto.
—¿Y eso?
—Creían que por ser bajito podían sobrarse conmigo. —Sonrió y tuve que imitarlo.
—Y les demostraste que se equivocaban.
—Huy, qué va. Me pasé años recibiendo. —Volvió a sonreír.
—¿Ganaste alguna pelea?
—Alguna que otra.
—Pero ganar no es lo importante.
—No. —Me miró fijamente, muy serio.
Durante un breve momento nos entendimos a la perfección: los dos habíamos sido los más bajitos de la clase. Siempre éramos los últimos a los que elegían al formar equipos para los deportes; habíamos tenido que aguantar las chanzas de los matones… La baja estatura puede agriar el carácter. Estaba segura de que nos entendíamos, pero como yo era la mujer, me tocaba ponerlo en palabras. A los hombres les gusta mucho eso de leer la mente, pero a veces hay errores de interpretación, y tenía que estar segura.
—Lo importante es aguantar las palizas sin rendirse —dije.
—Y aguantar el tipo como sea —añadió asintiendo.
Me había cargado nuestro primer momento de conexión espiritual hablando, pero qué se le iba a hacer.
—¿No has sufrido nada violento, aparte de las peleas del instituto?
—Voy a conciertos de rock.
—No es lo mismo.
—¿Adónde quieres llegar?
—A que no deberías haber intentado levantar el tercer zombi.
—Pero lo he conseguido, ¿no? —Se había puesto a la defensiva, pero lo seguí presionando. Cuando tengo algo que demostrar soy más perseverante que considerada.
—Lo has levantado, sí, pero has perdido el control. Si yo no hubiera aparecido, el zombi podría haberle hecho daño a alguien.
—Sólo era un zombi. No atacan a la gente.
Lo miré para ver si estaba de guasa, pero resultó que no. Mierda.
—¿De verdad no lo sabes?
—¿Qué tengo que saber?
Me tapé la cara con las manos y conté despacio hasta diez. No estaba cabreada con Larry, sino con Bert, pero no podría gritarle a Bert hasta el día siguiente, y a Larry lo tenía a mano, así que le había tocado.