Me quedé tumbada en el pasillo. El pulso me atronaba en los oídos. La buena noticia era que no había ningún vampiro; la mala, que había un cadáver.
Me incorporé lentamente, sin dejar de rastrear el pasillo en penumbra en busca de trazas de movimiento. A veces, con los vampiros, no se ve ni se oye nada; sólo se siente en la espalda, en el vello de la nuca. El cuerpo tiene reacciones más antiguas que el pensamiento. De hecho, si se piensa en vez de actuar, se puede acabar muerto.
—Despejado —anuncié. Seguí arrodillada en mitad del pasillo, pistola en mano y dispuesta a enfrentarme a lo que llegara.
—¿Ya has terminado de revolcarte? —preguntó Dolph.
Lo miré y volví a mirar el pasillo. No había moros en la costa. De verdad.
El muerto llevaba un uniforme azul claro, con el distintivo de la empresa de seguridad en la manga. Tenía el pelo rubio, la mandíbula firme, la nariz voluminosa y unas pestañas que destacaban como puntillas grises en sus mejillas pálidas. Le habían destrozado el cuello; las vértebras brillaban a la luz de los fluorescentes. Las paredes verdes salpicadas de sangre parecían una felicitación de Navidad algo macabra.
El segurata llevaba una pistola en la mano derecha. Apoyé la espalda en la pared y observé el pasillo hasta las esquinas siguientes. Que los policías se encargaran de investigar el cadáver; mi trabajo consistía en mantenerlos con vida.
Dolph se agachó junto al cadáver e hizo una especie de flexión para acercarse a oler la pistola.
—Había disparado.
—Yo no huelo a pólvora —dije sin mirar a Dolph. Estaba demasiado ocupada inspeccionando el pasillo por si se movía algo.
—Pero la pistola se ha usado. —Tenía la voz pastosa.
Me volví a mirarlo. Estaba rígido, como si le doliera algo.
—Lo conocías, ¿verdad? —pregunté.
—Jimmy Dugan —confirmó Dolph—. Fuimos compañeros durante unos meses cuando yo era más joven que tú. Se retiró, pero con la pensión no le llegaba, así que consiguió trabajo aquí. —Sacudió la cabeza—. Mierda.
¿Qué podía decir? «Lo siento» no bastaba; «Lo siento muchísimo» era un poco mejor, pero seguía siendo insuficiente. No se me ocurría nada apropiado, y tampoco podía hacer nada, de modo que me quedé plantada en el pasillo ensangrentado, callada e inmóvil.
Zerbrowski se agachó al lado de Dolph y le puso una mano en el hombro. Dolph levantó la mirada, con los ojos cargados de emociones: ira, dolor, tristeza; todo y nada a la vez.
Me quedé un rato mirando el cadáver, que aún empuñaba el arma con firmeza, e intenté decir algo útil.
—¿Los guardias de aquí llevan balas de plata?
—¿Por qué? —preguntó Dolph. Cuando volví a mirarlo, su expresión era inconfundible: cólera.
—Es lo lógico. Si alguien coge su pistola, ya tendremos dos.
—Zerbrowski —dijo Dolph.
Zerbrowski cogió el arma con delicadeza, como si tuviera miedo de despertar a su dueño. Pero aquella víctima de vampiro sí que no iba a revivir: tenía la cabeza casi arrancada. Era como si lo hubieran vaciado de carne alrededor de la columna con una cuchara gigante.
—Plata —anunció Zerbrowski tras examinar las balas.
Volvió a colocar el cargador en su sitio y se levantó, con la pistola en la mano derecha. Sujetaba la escopeta con la izquierda, sin demasiada convicción.
—¿Lleva otro de repuesto? —pregunté.
Zerbrowski fue a agacharse de nuevo, pero Dolph sacudió la cabeza. Se encargó personalmente de registrar al muerto y acabó con las manos chorreando sangre. Intentó limpiárselas con un pañuelo blanco, pero había demasiada. Para sacársela tendría que enjabonarse y frotarse a fondo.
—Lo siento, Jimmy —dijo en voz baja. Seguía sin llorar. Yo habría llorado; claro que las mujeres tenemos el conducto lacrimal más activo y se nos saltan las lágrimas con más facilidad. En serio—. No llevaba más —añadió Dolph mirándonos—. Pensaría que con cinco balas le bastaba para un trabajo de seguridad de mierda. —Tenía la voz cargada de cólera; es mejor cabrearse que llorar, cuando se puede.
Seguí comprobando el pasillo, pero una y otra vez volvía a mirar el cadáver. Había muerto porque yo no había hecho bien mi trabajo. Si no les hubiera dicho a los de la ambulancia que no había peligro, lo habrían metido en la cámara acorazada y Jimmy Dugan seguiría con vida.
Odio ser la culpable de algo así.
—Sigue —dijo Dolph.
Encabecé la marcha una vez más. Al llegar a la esquina siguiente volví a arrodillarme y tirarme al suelo. Estaba de lado, apuntando con las dos manos, pero no aprecié ningún movimiento en el largo pasillo verde, aunque sí que vi algo en el suelo: primero, unas piernas enfundadas en un pantalón azul claro empapado de sangre; a continuación, una cabeza con coleta, tirada a un lado como un trozo de carne.
Me incorporé sin bajar la pistola, buscando algo a lo que apuntar, pero lo único que se movía era la sangre, que seguía chorreando por las paredes. Caía lentamente, como la lluvia al final del día, y se hacía más densa a medida que se acercaba al suelo.
—¡Joder! —No sabía muy bien qué policía lo había dicho, pero estaba de acuerdo.
El torso de la mujer estaba arrancado, como si el vampiro le hubiera clavado las dos manos en el pecho y hubiera tirado. Le había tronchado la columna como un junco, y el suelo estaba cuajado de trozos de carne, huesos y sangre, que parecían los pétalos de una flor macabra.
Noté el sabor de la bilis en la garganta. Respiré por la boca dando grandes bocanadas. Craso error: el aire sabía a sangre, y estaba cálido y un poco salado. También había un trasfondo amargo, a causa de los intestinos abiertos. El olor de los muertos recientes está a medio camino entre el de un matadero y el de una letrina: la muerte apesta a sangre y mierda.
Zerbrowski estaba inspeccionando el pasillo con la pistola prestada en la mano. Tenía cuatro balas. Yo tenía trece, además de un cargador de repuesto. ¿Y la pistola de la guardia de seguridad muerta?
—¿Y su arma? —pregunté.
Zerbrowski me miró, bajó la vista y se puso a inspeccionar de nuevo el cadáver.
—No la veo.
No había visto nunca un vampiro con pistola, pero para todo hay una primera vez.
—¡Dolph! ¿Dónde está el arma de la guardia?
Dolph se arrodilló en la sangre e intentó registrar el cadáver. Movió unos cuantos trozos de carne y ropa, como si quisiera mezclarlos bien. En otros tiempos, aquella visión me habría provocado una vomitera, pero ya estaba curada de espanto. ¿Era mala señal que hubiera dejado de echar la papa encima de los cadáveres? Pues igual.
—Dispersaos y buscad la pistola —dijo Dolph.
Los cuatro agentes uniformados se pusieron a buscar. El rubio estaba pálido y no paraba de tragar saliva, pero aguantaba el tipo. Qué valiente. El primero en desmoronarse fue el alto de la nuez prominente: resbaló en un trozo de carne y, cuando cayó de culo en un charco de sangre medio coagulada, se puso de rodillas y potó contra la pared.
Yo empezaba a respirar a trompicones. La sangre y la carnicería no habían bastado, pero aquello podía ser la última gota.
Apreté la espalda contra la pared y avancé hacia la esquina siguiente. No iba a vomitar. No iba a vomitar. Por favor, por favor, por favor, que se me asentara el estómago.
¿Habéis intentado apuntar con un arma mientras echáis la primera papilla? Es prácticamente imposible; el que vomita se queda indefenso. Después de ver lo que les había pasado a los dos guardias de seguridad, prefería no quedarme indefensa.
El novato rubio estaba apoyado en la pared, con la cara perlada de sudor. Me bastó con verlo para darme cuenta.
—No —le susurré—. No, por favor.
Pero cayó de rodillas y aquello ya fue demasiado: adiós a todo lo que había comido aquel día. Por lo menos no lo eché sobre el cadáver, como me pasó una vez, cosa que bien se encargaba de recordarme Zerbrowski siempre que podía. En aquella ocasión me llevé una bronca por alterar las pruebas.
Si yo hubiera sido el vampiro, habría aprovechado cuando había tres cazadores potando, pero no pasó nada: no apareció ningún monstruo pegando berridos. Qué suerte.
—Si habéis terminado —dijo Dolph—, tenemos que encontrar una pistola y al que ha hecho esto.
Me limpié la boca con la manga del mono. Estaba sudando, pero no había tenido tiempo de quitármelo. Las zapatillas se me pegaban al suelo y hacían ruido cuando andaba. Las tenía pringadas de sangre; quizá el mono no estuviera de más.
Lo que quería era un paño húmedo, pero me tocaba seguir avanzando por el pasillo verde, dejando huellas ensangrentadas a mi paso. Miré el suelo y allí estaba: otras huellas que se alejaban del cadáver.
—¿Dolph?
—Las veo.
El rastro salía de la carnicería y doblaba la esquina, alejándose de nosotros. La primera impresión fue de alivio por tenerlo lejos, pero qué coño, habíamos ido a plantarle cara.
—¡Anita! —Era Dolph, arrodillado junto al mayor trozo de tórax.
Me acerqué evitando las pisadas sangrientas: está muy feo pisar las pistas y a la policía no le gusta.
Dolph señaló un trozo de tela ennegrecido. Me arrodillé con mucho cuidado y me alegré de seguir llevando el mono: ya podía revolcarme por la sangre, que no me mancharía la ropa. Siempre preparada.
La camisa de la mujer estaba carbonizada. Dolph la movió con la punta del bolígrafo, y el tejido se desmigajó como el pan duro capa tras capa, desmoronándose. El bolígrafo hizo un agujero, y el cadáver despidió un montón de ceniza y un olor acre.
—¿Qué demonios le ha pasado? —preguntó Dolph.
Tragué saliva. Aún notaba el sabor del vómito, y aquello no me estaba ayudando.
—Eso ya no es tela.
—¿Entonces?
—Es carne.
Dolph me miró fijamente, sujetando el bolígrafo como si estuviera a punto de romperse.
—Lo dices en serio.
—Quemaduras de tercer grado.
—¿A qué se deben?
—Pásame eso. —Eché mano al boli y me lo cedió sin decir nada.
Me puse a escarbar en lo que quedaba del pecho del cadáver. La carne estaba tan quemada por aquella zona que la camisa se le había pegado. La aparté poco a poco, abriéndome paso por una piel quebradiza y crujiente como la de un pollo asado. Cuando había hundido la mitad del bolígrafo toqué algo sólido, y tiré de ello para acercarlo a la superficie. Metí los dedos y saqué un trozo de metal fundido de la carne quemada.
—¿Qué es eso? —preguntó Dolph.
—Lo que queda de su crucifijo.
—No.
La plata brillaba entre las cenizas.
—Era un crucifijo, Dolph. Se calentó tanto que se fundió; se le enterró en el pecho y le prendió la ropa. Lo llamativo es que el vampiro siguiera en contacto con el metal candente. Se quemaría tanto como ella, pero no parece que le importara.
—Amplía eso.
—Parece que los vampiros animalísticos son como los consumidores de polvo de ángel: no sienten el dolor. Creo que cuando entró en contacto con el crucifijo siguió destrozándola como si nada, mientras los dos ardían. Contra un vampiro normal, no le habría pasado nada.
—Así que a este no lo paran las cruces —dijo Dolph.
—A las pruebas me remito —contesté mirando el trozo de metal.
Los cuatro agentes de uniforme observaban nerviosos el pasillo mal iluminado; no se esperaban que los crucifijos fueran inútiles. Yo tampoco. La parte de que esos vampiros no sienten dolor se mencionaba en una pequeña nota al pie, en uno de los artículos; a nadie se le había ocurrido que significara que las cruces no servían de protección. Si salíamos vivos, tendría que redactar un artículo para la
Gaceta Vampírica
. Crucifijos que se derriten y se entierran en la carne, toma ya.
—Manteneos juntos —dijo Dolph, poniéndose en pie.
—Si los crucifijos no nos sirven —dijo un policía—, tendremos que retroceder y esperar a las fuerzas especiales.
Dolph se quedó mirándolo un momento.
—Puedes irte si quieres. —Bajó la vista hacia la guardia muerta—. Los que no quieran presentarse voluntarios, que salgan a esperar a los especialistas.
El alto asintió y cogió del brazo a su compañero, que tragó saliva, pasó la mirada del sargento al cadáver chamuscado y se dejó arrastrar hacia la salida, de vuelta a la seguridad y la cordura. ¿No habría estado bien que pudiéramos irnos todos? Pero no podíamos permitir que algo así huyera: tendríamos que matarlo, con orden de ejecución o sin ella, para evitar que escapara.
—¿Qué hacéis el novato y tú? —le preguntó Dolph al policía negro.
—Yo no he huido nunca de un monstruo, pero él puede salir con los otros si quiere.
—Me quedo —dijo el rubio sacudiendo la cabeza, pistola en mano, con los nudillos blancos por la tensión.
Su compañero le dedicó una sonrisa más significativa que ninguna palabra. Se estaba portando como un machote. ¿O debería decir como un adulto? En cualquier caso, se quedaba.
—Pasada la siguiente esquina veremos la cámara —dije.
Dolph miró en aquella dirección. Sus ojos se cruzaron con los míos, y me encogí de hombros. No sabía qué nos íbamos a encontrar; aquel vampiro hacía cosas que me habían parecido imposibles. Las reglas habían cambiado, y no a nuestro favor.
Vacilé un momento al acercarme al recodo, apreté la espalda contra la pared y doblé la esquina lentamente. Me encontré frente a un pasillo corto y recto. Había una pistola en el suelo. ¿Sería la de la guardia de seguridad? Puede. En la pared de la izquierda debería haber habido una gran puerta de acero llena de crucifijos, pero la habían reventado desde dentro y en su lugar había un montón de metal retorcido. Por lo visto sí que habían guardado el cadáver en la cámara. Todos deberían haber estado a salvo, y no tendrían que haber muerto los guardias. En la cámara no había luz ni se apreciaba movimiento. Si había un vampiro al acecho, no lo veía. Claro que tampoco estaba tan cerca, y no me parecía buena idea acercarme más…
—Todo despejado —dije.
—No suenas muy segura —dijo Dolph.
—No lo estoy. Asómate con cuidado y echa un vistazo a los restos de la cámara.
Se asomó, pero sin ningún cuidado, y dejó escapar un silbido.
—¡Coño! —dijo Zerbrowski muy despacio.
—Sí —convine.
—¿Está ahí dentro? —preguntó Dolph.
—Supongo.
—Serás la experta, pero no pareces tenerlas todas contigo.
—Si me hubieras preguntado si un vampiro podría atravesar una puerta de acero chapado en plata de metro y medio de espesor, llena de cruces, te habría dicho que era imposible. —Me quedé mirando el gurruño de metal—. Pero ahí lo tienes.