Las cintas de la sobaquera me colgaban de la cintura, como si fueran unos tirantes caídos. Volvi a colocármela, aunque se me hizo raro el contacto del cuero en la piel.
El hombre se acercó y me entregó la pistola, sosteniéndola por el cañón. La cambiaformas estaba al otro lado de la cama, aún desnuda, mirándonos con odio. No sabía cómo se había hecho con ella aquel tipo, pero me alegraba.
Me sentía más a salvo con la Browning en la funda, aunque nunca la había llevado sin ropa. Sospechaba que me iban a salir rozaduras, pero qué se le va a hacer.
A continuación, el hombre me dio un puñado de pañuelos de papel. La sábana se había caído un poco, revelaba el contorno de su cuerpo desnudo hasta medio muslo y amenazaba con caerse del todo.
—El brazo —me dijo.
Me miré el brazo derecho. Seguía sangrando un poco. Como me dolía mucho menos que la quemadura, se me había olvidado.
Cogí los pañuelos y me pregunté qué pintaba él allí. ¿Sería el amante de la mujer desnuda, la cambiaformas? No la había visto en la cama al entrar; a lo mejor estaba escondida debajo.
Me limpié el brazo como pude para no pringar demasiado la chupa, me la puse y me guardé el crucifijo en un bolsillo. Dejaría de brillar cuando lo ocultara. Lo que había pasado se debía a que mi jersey era de punto suelto y Yasmín llevaba mucha piel al aire. La piel vampírica es muy volátil en contacto con un crucifijo.
—Lo siento,
ma petite
. —Ya tenía la cruz fuera de la vista, de modo que Jean-Claude me miraba fijamente—. No pretendía asustarte.
Me tendió una mano. La piel era todavía más clara que las puntillas blancas que la cubrían. Decidí no darme por aludida y me apoyé en la cama para levantarme.
Jean-Claude dejó caer la mano lentamente, sin apartar de mí los ojos azules.
—Contigo, las cosas no salen nunca como espero —añadió—. ¿A qué se debe?
—Igual deberías captar la indirecta y dejarme en paz.
—Me temo que es demasiado tarde para eso —dijo esbozando una sonrisa.
—¿Se puede saber qué quieres decir?
La puerta se abrió de repente, golpeando la pared. En el umbral había un hombre con los ojos desorbitados y la cara empapada de sudor.
—La serpiente… —Estaba sin aliento, como si hubiera subido las escaleras a toda prisa.
—¿Qué pasa con la serpiente? —preguntó Jean-Claude.
—Se ha vuelto loca —acertó a balbucear el hombre cuando recuperó el habla.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé. Ha atacado a Shahar. La ha matado.
—¿Está entre la gente?
—Aún no.
—Tendremos que posponer la conversación,
ma petite
. —Se dirigió a la puerta, y los demás vampiros, junto con Stephen, lo siguieron. Los tenía bien entrenados.
La esbelta mulata se puso un vestido suelto, negro con flores rojas, se encajó unos zapatos rojos de tacón y se largó.
El hombre se había levantado, desnudo; no tenía tiempo para andarse con pudores. Se estaba poniendo unos pantalones de chándal.
No era problema mío, pero ¿qué pasaría si la cobra gigante llegaba a la multitud? No era problema mío. Me subí la cremallera lo suficiente para que no se notara que no llevaba nada debajo de la cazadora, pero no tanto como para no poder sacar la pistola.
Crucé la puerta antes de que el desconocido terminara de ponerse el pantalón. Los vampiros y los cambiaformas estaban abajo, rodeando a la serpiente, que llenaba la pista con sus ondas blancas y negras. La mitad inferior de un hombre con ropa brillante estaba desapareciendo por el gaznate de la cobra. Por eso no había salido de la pista: se había parado a comer.
Virgen santa.
Las piernas del hombre se agitaban desesperadas. No podía estar vivo. No era posible. Pero las piernas siguieron contorsionándose hasta que se perdieron de vista. Espero que fuera un movimiento reflejo. No quería que estuviera vivo; la mera idea era peor que ninguna pesadilla que pudiera recordar, y eso que las había tenido muy bestias.
El monstruo de la pista no era problema mío; aquella vez no tenía por qué hacer heroicidades. La gente corría y gritaba, poniendo a salvo a sus hijos, pisoteando las palomitas y el algodón dulce. Empecé a abrirme paso. Una mujer que llevaba un bebé cayó ante mis pies, y un hombre pasó por encima de ellos. Cogí al niño, ayudé a la madre a ponerse en pie, y juntas nos esforzamos por impedir que nos derribaran. Me sentía como una roca en mitad de un rápido.
La mujer me miró, con unos ojos demasiado grandes para su cara. Le entregué a su hijo, la conduje a las gradas y, como buena zorra sexista, agarré al tipo más grande que pasaba por allí.
—¡Ayúdalos! —le grité.
Me miró desconcertado, como si le hubiera hablado en chino, pero su expresión de pánico se difuminó ligeramente. Cogió a la mujer por el brazo y siguió avanzando hacia la salida.
No podía permitir que la serpiente llegara a la multitud, si podía evitarlo. Oh, no, al final iba a darme por hacer heroicidades. Mierda. Empecé a caminar contra corriente, a bajar mientras todo el mundo subía. Un codo me golpeó la boca, y noté el sabor de la sangre. Al paso que iba, todo habría acabado cuando consiguiera llegar. Si tenía suerte.
Salí de la multitud como quien aparta una cortina. Todavía notaba los empujones por todo el cuerpo, pero estaba sola en la grada inferior. La multitud vociferante seguía en la carpa, intentando alcanzar las salidas, pero allí, justo al lado de la pista, no había ruido. El silencio parecía envolverme la cara y las manos, y el aire era tan denso que me costaba respirar. Magia. ¿Era cosa de los vampiros o de la cobra? A saber.
Quien estaba más cerca de mí era Stephen, con el torso desnudo, esbelto y, en cierto modo, elegante. Le había prestado a Yasmín la camisa azul, y ella se la había puesto atada por la cintura, dejando ver la piel negra del estómago. Marguerite estaba junto a ella, y la cambiaformas mulata, a la derecha de Stephen. Se había descalzado y estaba plantada en la pista.
Jean-Claude estaba al otro lado del círculo, flanqueado por dos vampiros rubios que no había visto hasta entonces, un hombre y una mujer. Se volvió a mirarme y noté un contacto dentro de mí, donde ninguna mano podría llegar. Se me formó un nudo en la garganta, y sentí el cuerpo bañado en sudor. En aquel momento no me habría acercado a él por nada del mundo. Intentaba transmitirme algo, demasiado privado e íntimo para expresarlo con palabras.
Un grito ronco atrajo mi atención hacia el centro de la pista. A un lado había dos hombres destrozados, bañados en sangre, y la cobra campaba a su alrededor como una torre de músculos y escamas en movimiento. Nos dedicó un siseo amenazador, fuerte y resonante.
Los hombres estaban en el suelo, a sus… ¿Sus pies? ¿Su cola? Uno de ellos se retorcía. ¿Estaba vivo? Apreté la barandilla hasta que me dolieron los dedos. Tenía tanto miedo que notaba el sabor de la bilis en la garganta; me había quedado helada. ¿Alguna vez habéis soñado que el suelo está tan lleno de serpientes que es imposible caminar sin pisarlas? Es una sensación claustrofóbica. Esa pesadilla siempre termina igual: estoy rodeada de árboles de los que caen serpientes, y lo único que puedo hacer es gritar.
Jean-Claude me tendió una mano cubierta de encaje. Todos los demás tenían la vista clavada en la serpiente, pero él me miraba a mí.
Uno de los hombres ensangrentados se movió, y de sus labios salió un gemido que retumbó en toda la carpa, aunque quizá fueran imaginaciones mías. La verdad era que me daba igual; estaba vivo y debíamos mantenerlo así.
¿Cómo que debíamos? ¿Qué pintaba yo allí en medio? Miré los ojos azules de Jean-Claude. No logré interpretar su rostro, o no delató ninguna emoción comprensible. No podía hechizarme con la mirada; sus marcas lo impedían, pero si se ponía a ello, aún era capaz de usar juegos mentales. Y se había puesto a ello.
No me llegaban palabras, sino sensaciones: quería ir hacia él, correr hacia él, sentir el contacto firme y suave de su mano, el tacto del encaje en la piel. Me apoyé en la barandilla, mareada, para no caerme. ¿A qué venía eso en aquel momento? Había problemas más apremiantes, ¿no os parece? ¿O no le importaba la serpiente? Igual era otra artimaña y le había ordenado a la cobra que se rebelara. Aunque ¿por qué?
Se me erizó el vello de todo el cuerpo, como si me rozaran unos dedos invisibles. Me entró un temblor incontrolable.
Distinguí unas botas negras de caña alta, de aspecto suave. Levanté la vista y me encontré ante los ojos de Jean-Claude: había rodeado la cobra para llegar a mí; mejor eso que ir yo.
—Únete a mí y tendremos suficiente poder para detenerla.
—No te entiendo. Sacudí la cabeza.
Me pasó los dedos por la manga de la chaqueta, e incluso a través del cuero sentí su contacto como un reguero de hielo. ¿O era de fuego?
—¿Cómo puedes estar ardiendo y helado a la vez? —le pregunté.
Sonrió con un movimiento imperceptible de los labios.
—Deja de luchar contra mí,
ma petite
, y podremos dominar a esa criatura y salvar a los hombres.
Ahí me había pillado: un momento de debilidad o sacrificar dos vidas. Menudo dilema.
—Si te dejo meterte en mi cabeza hasta ese punto, la próxima vez te resultará más fácil, y no estoy dispuesta a regatear con mi alma, ni siquiera si usas vidas como moneda de cambio.
—Muy bien, tú decides. —Suspiró y empezó a apartarse. Lo sujeté por el brazo, y el contacto era cálido, firme y muy, muy real.
Se volvió hacia mí con unos ojos profundos en los que sería posible ahogarse, tan oscuros y letales como el fondo del mar. Su poder evitó que cayera en ellos; por mí misma habría estado perdida.
Tragué saliva, con tanta fuerza que me dolió, y aparté la mano. Sentía deseos de frotármela contra el pantalón, como si hubiera tocado algo asqueroso. Quizá estuviera en lo cierto.
—¿Es posible herirla con balas de plata?
—No lo sé —contestó al cabo de un momento. Cogí aire.
—Si dejas de intentar colarte en mi cerebro, te echo una mano.
—¿Prefieres enfrentarte a ese monstruo con una pistola antes que con mi ayuda? —preguntó sorprendido.
—Lo has pillado.
Se apartó y me invitó a entrar en la pista. Salté la barandilla, aterricé a su lado e, intentando no pensar demasiado en su presencia, me dirigí hacia la serpiente mientras sacaba la Browning. Era un contacto agradable, sólido y pesado. Me hacía sentirme bien.
—Los antiguos egipcios la veneraban,
ma petite
. Era Uadiet, la diosa cobra que adornaba la cabeza de los faraones. La cuidaban, le presentaban sacrificios, la adoraban…
—Corta el rollo. No tiene nada de dios.
—¿Estás segura?
—Te recuerdo que soy monoteísta. Para mí sólo es una culebra sobrenatural con ínfulas.
—Como quieras,
ma petite
.
—¿Cómo te las arreglaste para colarla por la aduana? —pregunté girándome hacia él.
—¿Qué importancia tiene?
Volví a mirar el centro de la pista. La encantadora de serpientes estaba tendida en un charco de sangre; la cobra no se la había comido. ¿Sería una señal de respeto o afecto, o simple casualidad?
Se nos acercó contrayendo las escamas del abdomen, que hacían un sonido seco y susurrante contra el suelo.
Jean-Claude tenía razón: daba igual cómo la hubiera metido en el país. El caso era que ahí estaba.
—¿Cómo vamos a detenerla?
Sonrió tanto que le vi los colmillos. ¿Era porque había usado el plural?
—Si le inutilizas la boca, creo que podremos con ella.
El cuerpo de la bicha tenía un grosor acorde con la boca en cuestión. Meneé la cabeza.
—Si tú lo dices…
—¿Puedes?
—Si no es inmune a las balas de plata…
—Anita, la intrépida francotiradora.
—Déjate de coñas.
—Si vas a intentarlo, date prisa: si llega a los míos, será tarde.
Su expresión era inescrutable; no sabía si quería que lo hiciera o no. Me volví y empecé a avanzar por la pista. La cobra se detuvo y se quedó esperándome, balanceándose como un tentetieso y agitando una lengua que parecía un látigo. Para captar mejor mi olor.
De repente, Jean-Claude estaba a mi lado. No lo había oído ni sentido llegar. Más artimañas. Pero tenía otras cosas por las que preocuparme.
—Haré lo que pueda por protegerte,
ma petite
—dijo en una voz baja y apremiante que creo que sólo podía oír yo.
—Pues ahí arriba se te ha dado de miedo.
Él se detuvo. Yo seguí.
—Sé que estás aterrorizada, Anita. Lo noto en el estómago —dijo de lejos y, sin embargo, en voz baja.
—Sal de mi mente de una puta vez —le susurré, sin saber si me oiría.
La cobra me miraba. Yo tenía la Browning sujeta con las dos manos, apuntando a su cabeza. No estaba segura de poder acertar a esa distancia, pero tampoco me atrevía a acercarme mucho más. En realidad me habría gustado estar a miles de kilómetros. Pero tenía la serpiente tan cerca que podía ver sus ojos negros e inexpresivos.
—Oblígala a seguirte, y que nos dé la espalda antes de que dispares. —Las palabras de Jean-Claude revolotearon por mi cabeza como pétalos de flores; hasta habría jurado que notaba el olor. Era la primera vez que su voz me transmitía un perfume.
El pulso me latía con tanta fuerza que me costaba respirar, y tenía la boca tan seca que no podía tragar. Empecé a moverme muy lentamente, alejándome de los vampiros y los cambiaformas. La serpiente seguía mis movimientos con la cabeza, tal como seguía los de la encantadora. Si amenazaba con atacar, dispararía, pero mientras siguiera moviéndose conmigo, le daría a Jean-Claude la oportunidad de situarse detrás.
Por supuesto, era posible que las balas de plata no le hicieran nada; de hecho, dado el tamaño del bicho, quizá sirvieran sólo para cabrearlo. Me sentía atrapada en una de esas películas de miedo en las que el enorme monstruo viscoso sigue avanzando por mucho que se dispare contra él. Esperaba que fuera una convención hollywoodiense y solamente eso.
Si las balas no la herían, yo acabaría muerta. Reviví la imagen del hombre que pataleaba mientras se perdía en la boca de la cobra. Aún se le notaba el bulto, como si se hubiera tragado una rata enorme.
Sacó la lengua, y yo contuve un grito. Contrólate, Anita, coño, que sólo es una serpiente. Gigante, venenosa y devoradora de hombres, pero sólo una serpiente. Qué bien.