—Perdona, ya sé que no es culpa tuya.
—Gracias. —Volvía a sonar alegre, como un perrito que esperase una patada y se llevara una caricia.
La verdad es que no sabía por qué lo había tranquilizado; ¿qué me importaba ofender a un vampiro? No conseguía considerarlo un cadáver. Seguía siendo Willie McCoy, con su afición por los trajes de colores primarios y las corbatas chillonas, con sus manos pequeñas y nerviosas. La muerte no lo había cambiado tanto. Lástima.
—Dile a Jean-Claude que iré.
—De acuerdo. —Guardó silencio un momento. Podía oírlo respirar—. Ten cuidado esta noche, Anita.
—¿Hay algo que deba saber?
—No, pero… En fin…
—¿Qué pasa?
—Nada, nada. —Parecía asustado.
—¿Me han tendido una trampa o algo así?
—No, no es nada de eso. —Casi podía verlo agitar las manitas—. Te lo aseguro, nadie va detrás de ti.
Que él supiera, pero lo dejé pasar.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo?
—Es sólo que aquí hay más vampiros que de costumbre, y algunos no se paran a pensar en quién es la víctima, ya está.
—¿Que hay más vampiros? ¿De dónde salen?
—Ni lo sé ni me importa, ¿sabes? Tengo que irme, Anita. —Colgó antes de que pudiera preguntarle nada más, pero estaba claro que tenía miedo. ¿Por mí o por él? Puede que por los dos.
Miré el despertador de la mesilla: las seis y treinta y cinco. Si quería llegar a tiempo, tendría que darme prisa. Notaba el calorcillo acogedor de las mantas en las piernas, y sólo quería acurrucarme debajo, puede que con cierto pingüino de peluche… Sí, me apetecía esconderme.
Pero me levanté y fui al baño. Cuando di al interruptor, una luz intensa lo llenó todo. Tenía la cabeza hecha una maraña de rizos negros; me lo merecía por irme a la cama con el pelo mojado. Me pasé un cepillo y conseguí desenredarme un poco, pero también conseguí que el pelo me quedara quedara más liso y abultado. La única solución sería volver a lavármelo, pero no tenía tiempo.
El pelo negro confería un tono cadavérico a mi piel pálida, aunque puede que fuera la luz del baño. Tenía los ojos de un marrón tan oscuro que parecían negros, como dos orificios rutilantes en una superficie lisa y blanca. No sólo estaba hecha mierda, sino que se me notaba. Qué bien.
¿Qué se pone una para ver al amo de los vampiros de la ciudad? Elegí unos vaqueros negros, un jersey negro con dibujos geométricos de colores vivos, unas deportivas negras con detalles azules, y una riñonera azul y negra. Para que digan que no sé conjuntar.
La Browning se fue a su funda de sobaco, y me guardé un cargador de repuesto en la riñonera, junto con las tarjetas de crédito, el dinero, la documentación y un cepillo pequeño. Después me puse la chupa de cuero que me había comprado el año anterior. Era la única que había visto que no me daba aspecto de orangután; casi todas las chaquetas de cuero tienen las mangas tan largas que no hay manera. Pero como era negra, Bert no me dejaba llevarla al trabajo.
Me subí la cremallera hasta la mitad, para poder echar mano de la pistola si hacía falta. El crucifijo de plata colgaba de su cadena; era reconfortante notarlo en el canalillo, y contra los vampiros me resultaría más útil que la pistola, por mucho que llevara balas bañadas en plata.
Vacilé al llegar a la puerta. Llevaba meses sin ver a Jean-Claude, y habría preferido seguir así. Recordé la pesadilla: algo que vivía en la sangre y la oscuridad… ¿Por qué había soñado con eso? ¿Jean-Claude se me habría vuelto a meter en los sueños? Me había prometido que no volvería a hacerlo, pero ¿sería fiel a su palabra? A saber.
Apagué las luces, salí, cerré la puerta y la empujé para comprobar que estaba bien cerrada, y como no se me ocurría nada más, me dispuse a ir al Circo de los Malditos. Se acabaron las excusas y los retrasos. Tenía el estómago tan tenso que me dolía. Pues bueno, pues estaba asustada, ¿y qué? Tenía que ir, y cuanto antes saliera, antes volvería a casa…, aunque ya me gustaría que Jean-Claude me lo dejara tan fácil. Nada relacionado con él era fácil ni sencillo. Si averiguaba algo sobre los asesinatos, me tocaría pagárselo, pero no con dinero. De eso nunca andaba escaso; la moneda que aceptaba era más dolorosa, más íntima, más sangrienta.
E iba a verlo por mi propio pie. Hay que ser merluza.
El Circo de los Malditos estaba coronado por un racimo de focos giratorios que hendían como espadas la negrura de la noche y dejaban en mantillas las luces multicolores del letrero. Unos payasos demoniacos paralíticos simulaban bailar a su alrededor.
Pasé junto a los grandes carteles de tela que cubrían las paredes. En uno aparecía un hombre sin piel: pasen y vean al Hombre Desollado. Otro mostraba una versión cinematográfica de una ceremonia vudú, con zombis que salían a rastras de las tumbas abiertas.
Ese cartel había cambiado desde mi última visita al Circo, aunque no sabía si eso era bueno, malo o todo lo contrario. Me daba tres leches qué hicieran, aunque… Aunque estaba en contra de la reanimación como espectáculo.
¿Qué reanimador estaría levantando cadáveres allí? Sabía que tenía que ser nuevo, porque yo había contribuido a matar al último, un asesino en serie que había estado a punto de liquidarme dos veces, la segunda atacándome con algules, que es una forma bastante asquerosa de matar a alguien. Claro que él también había tenido una muerte asquerosa, pero no fui yo quien lo abrió en canal, sino una vampira. Se podría decir que yo me limité a darle el tiro de gracia, pero más que nada para que dejara de sufrir. Creo.
Hacía demasiada rasca para llevar la cazadora a medio abrochar, pero si me subía la cremallera, no podría alcanzar la pistola a tiempo. ¿Quedarme hecha un carámbano o poder defenderme? Los payasos de la azotea tenían colmillos; bien pensado, tampoco tenía tanto frío.
Una vaharada de calor y ruido escapó por la puerta para recibirme, y al entrar vi a centenares de personas apelotonadas. La multitud emitía un murmullo parecido al del oleaje, abrumador y sin ningún significado. Los gentíos son entidades primarias: basta con una palabra o una mirada para provocar un tumulto. No tienen nada que ver con los grupos.
Había un montón de familias: papá, mamá y los niños. Los mocosos llevaban globos de colores atados a la muñeca, y las manos y la cara pringadas de algodón dulce.
Olía como una feria itinerante: perritos calientes, porras con canela, helados y sudor. El único ingrediente que faltaba era el polvo; en las ferias de verano siempre hay polvo, ese polvo seco, levantado por cientos de pies y por las ruedas de los coches, que se pega a la garganta y cubre la hierba con un manto grisáceo.
Sin embargo, el aire estaba impregnado de algo igual de característico: el olor de la sangre. Era tan débil que se podría atribuir a la imaginación, pero ahí estaba el aroma dulzón y metálico de la sangre, mezclado con la fritanga y las golosinas. ¿Quién necesitaba remolinos de polvo?
Tenía hambre, y los perritos calientes no olían mal. ¿Qué debería hacer antes? ¿Comer algo, o acusar de asesinato al amo de los vampiros de la ciudad? Difícil elección.
Pero no me hizo falta decidir nada, porque un hombre se separó de la multitud y se me acercó. Sólo era un poco más alto que yo, y tenía el pelo rubio y rizado, por los hombros. Llevaba una camisa color espliego arremangada, que dejaba ver unos antebrazos fuertes y musculosos, y alrededor de las caderas, muy estrechas, unos vaqueros más ajustados que la piel de una uva. Completaba el atuendo con unas camperas negras con incrustaciones azules, a juego con la camisa y los ojos.
—Anita Blake, ¿verdad? —Sonrió, mostrando unos dientes pequeños y blanquísimos. No supe qué decir; no siempre es buena idea reconocer la propia identidad—. Jean-Claude me ha enviado a esperarte. —Hablaba en voz baja y algo vacilante; tenía algo, un atractivo casi infantil. Aparte de que siempre he tenido debilidad por los ojos bonitos.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté. Nunca está de más saber con quién se tienen tratos.
—Stephen. —Su sonrisa se agrandó—. Me llamo Stephen. —Tendió la mano y se la estreché. Tenía la piel suave y un apretón firme: no se dedicaba al trabajo manual, pero levantaba pesas, aunque lo justo para mantener el tono. Los hombres de mi tamaño no deberían abusar del culturismo. Puede que los músculos abultados les queden bien en traje de baño, pero con ropa normal parecen deformes.
—Sígueme, por favor —me dijo. Sonaba como un camarero, pero lo seguí de todas formas cuando se adentró en la multitud.
Me llevó a una gran carpa azul, de esas que se asocian a los circos antiguos y sólo se ven en fotos y en el cine.
Había un hombre con una chaqueta de rayas que gritaba: «¡Empieza el espectáculo, amigos! ¡Compren sus entradas y pasen! ¡Vean la cobra más grande del mundo! ¡Contemplen a este temible animal y las prodigiosas hazañas de Shahar, nuestra bellísima encantadora de serpientes! Les prometemos una experiencia inolvidable».
La cola iba avanzando a medida que la gente le entregaba las entradas a una joven, que arrancaba la mitad y devolvía el resguardo.
Stephen pasó confiado, sin esperar. Los de la cola nos miraron mal, pero la chica nos indicó que entráramos con un gesto, y allá fuimos.
Las gradas llegaban hasta el techo de la carpa. Era enorme, y casi todos los asientos estaban ocupados. Vaya, un espectáculo de éxito.
En el centro había una verja azul que formaba un círculo: la pista.
Stephen se abrió paso haciendo apartar las rodillas a una docena de espectadores, hasta que llegamos a una escalera de cemento. Como estábamos en la parte inferior, lo único que podíamos hacer era subir, así que lo seguí escaleras arriba. Aunque estuviéramos en una carpa, las gradas y las escaleras eran de obra. Más que un circo, parecía un coliseo en miniatura.
Las rodillas no son mi punto fuerte. En una superficie plana puedo correr sin problemas, pero en cuanto me toca subir una pendiente o una escalera, las piernas me matan. En vez de intentar adaptarme al paso rápido de Stephen me dediqué a contemplar la forma en que se le ajustaban los vaqueros al culo. Para buscar pistas, claro.
Me abrí la chupa, pero no me la quité para que no se me viera la pistola. El sudor me chorreaba por la columna. Iba a derretirme.
Stephen volvió la cabeza para comprobar que lo seguía, o quizá para darme ánimos. Sonrió de una forma curiosa: básicamente, apartó los labios para dejar los dientes al aire.
Me detuve en mitad de la escalera, mientras él seguía subiendo con agilidad. Irradiaba una energía que hacía vibrar el aire a su alrededor. Un cambiaformas. Hay licántropos que saben ocultar muy bien su condición, pero Stephen no era uno de ellos. O a lo mejor le daba igual que me enterase.
La licantropía es una enfermedad, como el sida, y hay que estar cargado de prejuicios para desconfiar de alguien por culpa de un accidente. Casi todos los que sobreviven a un ataque se convierten en cambiaformas, y no por decisión propia, así que… ¿por qué de repente me parecía menos atractivo? ¿Prejuiciosa yo?
Me esperó en el extremo superior de la escalera, todavía guapísimo, pero con un aura de energía contenida en un receptáculo demasiado pequeño, como si tuviera el motor revolucionado. ¿Qué pintaba un cambiaformas en la nómina de Jean-Claude? Podría preguntárselo.
—¿Qué pasa? —me preguntó cuando llegué a su altura. Huy. Creo que se me había notado algo en la cara.
—Nada. —Sacudí la cabeza.
Me da que no me creyó, pero sonrió y me condujo a una cabina acristalada, con gruesas cortinas en el interior que ocultaban su contenido. Era como una pecera de prensa, pero en pequeño. Se acercó a la puerta, la abrió y la sujetó para cederme el paso.
—No, adelante —le dije.
—Sólo intentaba ser educado.
—No necesito ni quiero que me abran las puertas. Puedo valerme por mí misma, muchas gracias.
—Vaya, nos ha salido feminista.
La verdad era que no me apetecía tener detrás al amigo Stephen, pero si prefería tomarme por una feminista a ultranza, allá él. Por cosas más descabelladas me habían tomado.
Mientras él cruzaba el umbral, me volví para mirar hacia la pista. Desde allí arriba parecía muy pequeña. Unos cuantos tipos musculosos, con mallas brillantes, llevaban a hombros una litera en la que reposaban una gran cesta de mimbre y una mujer de piel oscura, ataviada con la versión hollywoodiense de un vestido de bailarina. El pelo, negro y denso, le caía como un manto hasta los tobillos, y unos brazos esbeltos, coronados por manos pequeñas, trazaban curvas en el aire. Se bajó de la litera y se puso a bailar; aunque el atuendo fuera falso, ella era de verdad: sabía bailar. No era un baile de seducción, aunque también la utilizaba, sino una invocación de poder. La gente tiende a olvidar que los bailes, en origen, son ruegos a algún dios.
Se me puso la piel de gallina, y me estremecí a pesar de estar sudando a mares. ¿Qué habría en la cesta? El vocero decía que una cobra gigante, pero no había ninguna serpiente en el mundo que necesitara un receptáculo tan grande. Ni siquiera para transportar una anaconda haría falta una cesta de más de tres metros de altura y seis de diámetro.
Noté un roce en el hombro. Di un respingo y giré en redondo. Stephen estaba detrás de mí, sonriente.
Tragué saliva mientras intentaba contener las palpitaciones y lo miré. Después de tanto esfuerzo para evitar tenerlo a mis espaldas, ni me había fijado. Muy hábil, Anita, muy hábil. Me enfurecí con él por haberme asustado. Ya sé que no tenía mucha lógica, pero más vale enfadarse que asustarse, ¿no?
—Jean-Claude está dentro. —Sonreía, pero sus ojos azules tenían un brillo de diversión muy humano.
Le puse cara de pocos amigos; ya sabía que era una niñería, pero me daba igual.
—Tú primero, hocicudo.
El humor se desvaneció de su semblante, y me miró muy serio.
—¿Cómo te has dado cuenta? —Hablaba con una voz muy frágil e insegura. Muchos licántropos se vanagloriaban de ser capaces de pasar por humanos.
—No tiene tanto misterio. —Tampoco era del todo cierto, pero lo decía por incordiar. Sí, ya lo sé, una infantilada muy poco sexy.
De pronto pareció muy joven, con los ojos llenos de incertidumbre y de dolor.
Oh, mierda.
—Mira —le dije—, he tratado con muchos cambiaformas y sé qué buscar, ¿vale? —¿Por qué quería tranquilizarlo? Porque sabía lo duro que era sentirse rechazado. Como me dedico a reanimar muertos, mucha gente me considera un monstruo, y hasta yo estoy de acuerdo a veces.