—Como desee. —Se volvió hacia los dos hombres—. Atended a la señorita Blake como es debido. —Me miró de nuevo y añadió—: Todas las mujeres deberían tener varios hombres.
—Lo que tú digas. —Contuve el impulso de encogerme de hombros.
Con una sonrisa radiante, la lamia partió al trote por el pasillo, del brazo de su chico. Los otros dos me flanqueaban.
—Ronald es mi favorito —dijo ella, volviéndose a mirarme—. A este no lo comparto; lo siento.
—No te preocupes; no soy codiciosa. —Ahí no pude contener una sonrisa.
Ella rió, con un sonido agudo y cantarín.
—No es codiciosa, eso me gusta. ¿Puedo tutearte?
—Sí, claro.
—Por cierto, me llamo Melanie.
—Ya.
Seguí caminando detrás de Melanie y Ronald. Rubito y Morenazo continuaban flanqueándome, no fuera que tropezara. A ese paso, no sé cómo nos las apañaríamos para no caernos por las escaleras.
—Creo que aceptaré tu brazo —le dije a Rubito. Luego me volví hacia Morenazo, sonriendo—. ¿Nos dejas un poco de espacio?
Frunció el ceño, pero retrocedió. Enhebré el brazo en el de Rubito y noté un bíceps abultado; no sé si lo contrajo cuando se lo toqué o era así de musculoso. En cualquier caso, todos bajamos las escaleras sin percances, incluido el solitario Morenazo, que iba en retaguardia.
Ronald y la lamia se encaminaron a un Lincoln Continental negro. Ronald le abrió la puerta a la lamia y pasó al asiento del conductor.
Morenazo corrió a abrirme a mí. No sé por qué, pero me lo esperaba. Normalmente protesto en esos casos, pero aquello era tan extravagante… Si lo peor que me iba a pasar aquel día era que un par de hombres se dedicaran a abrirme las puertas, estaba a favor.
Pasé al centro del asiento, y Rubito entró detrás de mí. Morenazo rodeó el coche para entrar por la otra puerta. Iba a viajar embutida entre los dos, qué sorpresa.
La lamia, también conocida como Melanie, se volvió y se apoyó la barbilla en un brazo.
—Podéis montároslo por el camino si queréis. Los dos son estupendos.
Miré sus ojos alegres. Al parecer, hablaba en serio. Morenazo apoyó el brazo en el respaldo, rozándome los hombros, y Rubito intentó cogerme de la mano, pero me zafé, de modo que se conformó con la rodilla. De la sartén al fuego.
—La verdad es que no me va nada el sexo con público —dije mientras retiraba la mano de Rubito.
Morenazo me bajó la mano al hombro, y me eché hacia delante para apartarme.
—Diles que paren —dije.
—No está interesada, chicos.
Los dos hombres retiraron las manos y se apartaron de mí. Nuestras piernas seguían rozándose, pero eso era todo.
—Gracias —dije.
—Si cambias de idea por el camino, díselo. Les encanta que les den órdenes, ¿verdad, chicos?
Los dos asintieron, sonriendo. Qué pandilla más risueña.
—No creo que cambie de idea.
—Como quieras. —Se encogió de hombros—. Pero se llevarán un disgusto si no les das un beso de despedida por lo menos.
Aquello se estaba poniendo muy raro. Más raro, quiero decir.
—Nunca beso en la primera cita.
—Me gusta —dijo Melanie, riendo—. ¿No os gusta, chicos?
Emitieron sonidos de confirmación, los tres. Tenía la impresión de que, si se lo pedía, se sentarían y me darían la patita, arf, arf. Qué empalago.
Fuimos hacia el sur por la 270, una carretera con las cunetas muy pronunciadas, llenas de césped y arbolitos. Las colinas estaban cubiertas de casas idénticas, con jardincitos separados por vallas. En muchos de ellos había árboles altos. Era la carretera principal que atravesaba San Luis, pero en muchos tramos transmitía una sensación de naturaleza, con verde, espacios abiertos y los altibajos del paisaje.
Torcimos por la 70 en dirección oeste, hacia Saint Charles. A los lados aparecieron grandes campos de labranza, llenos de maíz alto y dorado, listo para la cosecha. Más allá había un edificio de cristal de estilo moderno, con un anuncio de pianos, y una pista de golf cubierta. Tras pasar junto a unos grandes almacenes abandonados y una explanada de venta de coches usados llegamos al puente Blanchette.
El margen izquierdo de la carretera estaba tachonado de diques para impedir las inundaciones, y entre ellos había un parque empresarial con varios edificios altos. El más cercano era un Omni Hotel, con su fuente y todo.
Más adelante, un bosquecillo que aún se inundaba con demasiada frecuencia para que lo talaran con vistas a edificar se extendía hasta el río Misuri. En la otra orilla, ya en Saint Charles, había más árboles.
Como aquella parte no se inundaba, tenía edificios residenciales, centros comerciales, una tienda de lujo con artículos para animales domésticos, un cine, un Drug Emporium, un Old Country Buffet y un Appleby’s; los carteles publicitarios y las franquicias ocultaban el paisaje. Costaba recordar que el río estaba a tiro de piedra y que aquello había sido un bosque.
Sentada en el coche calentito, arrullada por el sonido de las ruedas contra el asfalto y el murmullo procedente de los asientos delanteros, me di cuenta de lo cansada que estaba. A pesar de que seguía embutida entre los dos hombres, me habría echado una siesta. Bostecé.
—¿Cuánto falta? —pregunté.
—¿Te aburres? —La lamia se volvió hacia mí.
—Todavía no he dormido, y me gustaría saber cuánto tardaremos.
—Siento las molestias. No queda mucho, ¿verdad, Ronald?
El negro sacudió la cabeza. No le había oído decir una sola palabra en todo el rato. ¿Sería mudo?
—¿Adónde vamos exactamente? —A ver si así me lo decían.
—La casa está a unos cuarenta y cinco minutos de Saint Peters.
—¿Cerca de Weintville?
Melanie asintió.
Aún faltaba una hora para llegar, y el camino de vuelta duraría otras dos horas, con lo que llegaría a casa sobre la una. Dos horas de sueño. Cojonudo.
Después de pasar Saint Charles reaparecieron los espacios abiertos a ambos lados de la carretera, con prados cuidadosamente cerrados por alambre de espino. El ganado pastaba en una sucesión de colinas bajas, y el único rastro de civilización era una gasolinera cercana a la carretera Un poco más a lo lejos había una casa grande, con caballos correteando por un prado extenso y primoroso que llegaba hasta la carretera. No me habría importado que entráramos en una de aquellas haciendas elegantes, pero las pasamos todas de largo.
Al final nos metimos por un desvío rústico y estrecho con un indicador torcido, tan oxidado que no pude ver qué ponía. A los lados había zanjas y, más allá, hierbajos y los últimos arbustos de flores amarillas del año, que conferían al paisaje un aspecto indómito. Un campo de judías, ya tostado por el sol, esperaba la cosecha. Aquí y allá aparecían caminos de grava con buzones vetustos, lo que indicaba que había casas, pero apenas se entreveían entre los árboles. Las golondrinas sobrevolaban la carretera. De repente se terminó el asfalto, y seguimos por un camino de grava.
Las piedrecitas repiqueteaban contra los bajos del coche. En aquella zona había colinas boscosas, con pocas casas muy distantes entre sí. ¿Adónde iríamos?
La grava dio paso a un camino de tierra rojiza, con grandes piedras del mismo color y socavones que engullían los neumáticos. Seguimos avanzando a trompicones. Allá ellos; el coche era suyo. Si querían cargarse los amortiguadores a base de conducir por caminos de cabras, no era mi problema.
Al cabo de un rato terminó hasta el camino de tierra, que moría en un círculo de rocas, algunas casi tan grandes como el coche. Nos detuvimos, y me alivió comprobar que había sitios por los que ni siquiera Ronald iría en coche.
La lamia se volvió a mirarme, con una sonrisa resplandeciente. Tanta jovialidad me daba mala espina; nadie podía estar tan risueño si no tramaba algo gordo. ¿Qué pretendía? ¿Y Oliver?
Se apeó, y los hombres la siguieron como perros bien adiestrados. Vacilé, pero ya que había llegado hasta allí, por el mismo precio podía averiguar qué quería el vampiro. Siempre podía decir que no.
Melanie volvió a colgarse del brazo de Ronald; con sus tacones y aquel terreno tan escarpado, no estaba de más. Yo, con mis modestas deportivas, no necesitaba ayuda. Rubito y Morenazo me ofrecieron un brazo cada uno, pero me hice la sueca. Ya estaba bien de chorradas; me moría de sueño y no me hacía gracia que me hubieran arrastrado al fin del mundo. Ni siquiera Jean-Claude me había llevado nunca a un bosque perdido en el culo del mundo; era un urbanita. Claro que Oliver también me lo había parecido, lo que demuestra que no se puede juzgar a los vampiros por la primera impresión.
Avanzamos por el terreno rocoso hasta llegar a la ladera de una colina llena de pedruscos desprendidos. Ronald cogió a Melanie en brazos, nada menos, para atravesar lo peor.
—Puedo yo sola, gracias —les dije a los otros dos antes de que se ofrecieran. Parecían decepcionados.
—Melanie quiere que te atendamos —dijo Rubito—. Si tropiezas y te das con una roca, se enfadará con nosotros. —Morenazo asintió para confirmar sus palabras.
—No me voy a caer. Tranquilos.
Empecé a caminar delante de ellos, sin pararme a ver qué hacían. El terreno estaba lleno de piedras y rocas. Resbalé en una, y los dos tipos extendieron los brazos para sujetarme si me caía. Nunca había salido con un hombre tan paranoico.
Oí un exabrupto. Me volví y vi que el moreno se había caído. Sonreí, pero no me quedé a esperar. Ya estaba bien de atenciones; la perspectiva de no dormir me había puesto de mal humor. La noche de más curro del año, y yo estaría hecha unos zorros. Más valía que Oliver tuviera algo importante que decirme.
Detrás de un montón de pedruscos se entreveía una grieta: la entrada de una cueva. Ronald se metió por ella con Melanie en brazos, sin esperarme. ¿Una caverna? ¿Oliver se había mudado a una caverna? No me cuadraba nada con la imagen que me había transmitido en su estudio moderno y bien iluminado.
Entré tras ellos, pero la oscuridad se volvió impenetrable tan pronto avancé unos metros. Me quedé parada, sin saber qué hacer. Cuando me alcanzaron los miembros de mi escolta, cada uno se sacó del bolsillo un lápiz linterna, aunque proyectaban haces patéticos.
Rubito abrió caminó, y Morenazo se quedó detrás. Eché a andar entre los hilillos de luz, con uno de ellos proyectado sobre mis pies para evitar que tropezara, aunque el suelo estaba muy liso. Un discreto reguero discurría por el centro del túnel, avanzando paciente por la roca.
Levanté la mirada, pero apenas vislumbré el techo. El agua había excavado todo aquello. Impresionante.
El aire estaba fresco y húmedo. Me alegraba de llevar la cazadora. Allí no hacía calor nunca, aunque tampoco hacía mucho frío. Por eso vivían en cavernas nuestros antepasados: temperatura agradable todo el año.
A la izquierda se abría un pasaje amplio. El sonido borboteante de un montón de agua en movimiento llenaba la oscuridad. Rubito iluminó un torrente que llenaba casi todo el paso. Parecía profundo y muy frío.
—No me he traído las botas de agua —dije.
—No tenemos que ir por ahí —explicó Morenazo. Se volvió hacia su compañero, muy serio en la penumbra—. No le tomes el pelo; el ama no lo aprobaría.
El rubio se encogió de hombros y apuntó al pasaje principal. El reguero se abría en forma de abanico, pero dejaba bastante roca seca a los dos lados. Aún no me tocaba mojarme los pies.
Caminábamos junto a la pared izquierda. Apoyé una mano en la piedra y la aparté, sobresaltada; estaba pringosa por el agua y los minerales en disolución.
Morenazo se echó a reír. Supongo que cachondearse de mí sí estaba permitido.
Me volví para lanzarle una mirada de reproche y apoyé la mano otra vez. Tampoco era tan asquerosa; sólo me había sorprendido. Cosas peores había tocado.
A lo lejos se oía el sonido del agua que caía de una altura considerable; no necesitaba verla para saberlo.
—¿Qué altura dirías que tiene la cascada? —preguntó Rubito.
A medida que nos acercábamos aumentaba el estruendo. Me encogí de hombros.
—Cinco metros, puede que diez.
Alumbró con la linterna un chorro de agua que no mediría más de veinte centímetros. De ahí salía el reguero.
—La cueva amplifica los sonidos —explicó.
—Buen truco.
Una extensión de roca algo empinada, llena de cascadas minúsculas, conducía a una especie de plataforma. La lamia estaba sentada en el borde, con los pies entaconados colgando a un par de metros, pero el techo se perdía en la oscuridad. La altura era lo que provocaba el eco.
Ronald estaba detrás de ella, como un buen guardaespaldas, con las manos entrelazadas a la vista. Cerca había una abertura que se adentraba en la cueva, hacia el nacimiento del reguero.
Rubito se encaramó a la plataforma y me tendió la mano.
—¿Dónde está Oliver?
—Un poco más allá —dijo la lamia con un vestigio de risa, como si le hiciera gracia algo que a mí se me escapaba. Algún chiste a mi costa, seguro.
Subí a la plataforma por mi cuenta, como si el rubio no estuviera. Tenía las manos pringadas de barro marronáceo y agua. Puaj. Contuve el impulso de limpiármelas en la ropa y me arrodillé junto al pequeño estanque del que partían las cascadas. El agua estaba helada, pero me sentí mejor después de enjuagarme las manos. Entonces sí, me las sequé en la ropa.
La lamia seguía sentada, y sus hombres la rodeaban como si estuvieran posando para una fotografía de familia. Parecía que esperaban a alguien. ¿A Oliver? ¿Dónde se había metido?
—¿Dónde está Oliver?
—Me temo que no va a venir. —La voz procedía del interior de la caverna. Me eché hacia atrás, pero no podía retroceder mucho sin caerme de la plataforma.
Las linternas alumbraron la abertura como si fueran focos diminutos. Alejandro apareció en el centro.
—Hoy no va a reunirse con Oliver, señorita Blake.
Eché mano a la pistola antes de que ocurriera nada más. Las luces se apagaron, y me quedé completamente a oscuras con un maestro vampiro, una lamia y tres tiarrones. He tenido días mejores.
Me agazapé rápidamente, con la pistola cerca del cuerpo. La oscuridad era tan absoluta que no me veía la mano aunque me la pusiera delante de la cara. Cerré los ojos para concentrarme en los sonidos, y percibí el roce de unos zapatos contra la piedra. El aire se desplazó: alguien se acercaba. Tenía trece balas de plata y estaba a punto de averiguar si afectaban a las lamias. A Alejandro le había dado con una el primer día, y no parecía que el efecto hubiera sido grave. Estaba hasta el cuello de mierda.