Circo de los Malditos (24 page)

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Authors: Laurell K. Hamilton

Tags: #Fantástico, Romántico, Terror

BOOK: Circo de los Malditos
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VEINTISÉIS

Eran las tres y media de la noche del jueves al viernes. Estaba siendo una semana muy larga; claro que ¿había tenido alguna semana corta en lo que iba de año? Le había dicho a Bert que necesitaba ayuda, y él había contratado a Larry. ¿De qué me quejaba? De que Larry era otra víctima que esperaba al monstruo adecuado. Deseaba con todas mis fuerzas que no le pasara nada. Ya había visto morir a demasiados inocentes.

La escalera estaba sumida en la tranquilidad de la noche. Sólo se oían los conductos de la calefacción y el sonido amortiguado de mis zapatillas de deporte contra la moqueta. Mis vecinos vivían de día; era demasiado tarde para que siguieran en pie y demasiado pronto para que empezaran a levantarse. A esa hora se tiene toda la intimidad del mundo.

Abrí mi flamante cerradura de seguridad y entré en la penumbra de mi piso. Pulsé el interruptor y la luz inundó las paredes, tan blancas como la moqueta, el sofá y el sillón. Por buena visión nocturna que se tenga, la luz siempre se agradece. Los humanos somos bichos diurnos, por mucho que el trabajo nos imponga horarios raros.

Tiré la cazadora a la encimera de la cocina; estaba demasiado sucia para dejarla en el sofá. Toda yo estaba llena de barro y hierbajos. Pero no tenía demasiadas manchas de sangre; la noche no había ido tan mal.

Estaba quitándome la sobaquera cuando noté un movimiento en el aire, como si algo lo hubiera desplazado. Supe que no estaba sola. Tenía la mano en la culata cuando me llegó la voz de Edward desde el dormitorio.

—Ni se te ocurra.

Dudé, sin apartar la mano.

—¿Por qué?

—Porque sabes que dispararía. —Hablaba en voz baja, de depredador. Lo había oído hablar así antes de usar un lanzallamas: tranquilo y en calma, como el camino del Infierno.

Solté el arma. Edward me pegaría un tiro si lo obligaba, y prefería abstenerme. De momento.

Me puse las manos en la nuca sin esperar a que me lo pidiera. Igual salía ganando si me comportaba como una buena prisionera, aunque lo dudaba.

Edward salió de entre las sombras como un fantasma rubio. El pelo corto y la palidez del rostro le contrastaban con la ropa negra. Sostenía una Beretta de 9 mm con las manos enguantadas, y me apuntaba al pecho sin vacilar.

—¿Pistola nueva? —pregunté.

—Sí. —La sombra de una sonrisa le tocó los labios—. ¿Te gusta?

—No está mal, pero ya me conoces.

—No hay nada como la Browning, ¿eh?

Le sonreí. Sólo éramos dos colegas que hablaban de trabajo. Se acercó hasta rozarme con el cañón de la pistola y me desarmó.

—Apóyate y separa las piernas.

Puse las manos en el respaldo del sofá y me dejé cachear. No llevaba más armas, pero Edward no tenía por qué saberlo, y jamás pecaba de negligente. Era uno de los motivos por los que seguía con vida; otro, que era muy, muy bueno.

—Decías que no podías abrir mi cerradura —protesté.

—No tenía las herramientas adecuadas.

—Así que no era imposible de forzar.

—Lo sería para casi todo el mundo.

—Pero no para ti.

—No soy casi todo el mundo. —Me miró con ojos azules y vacuos. No pude evitar sonreír.

—Y que lo digas.

—Dime el nombre del amo y no tendremos que pasar por esto —me dijo, agitando la pistola. Se había guardado la Browning en la cintura; esperaba que se hubiera acordado de echar el seguro. O no.

Abrí y cerré la boca, y me quedé mirándolo. No podía entregarle a Jean-Claude. Entre los vampiros, yo era la Ejecutora, pero Edward era la Muerte. Se había ganado el apodo.

—Creía que te ibas a pasar toda la noche siguiéndome —comenté.

—Me fui a casa después de que levantaras el zombi, pero veo que debería haberme quedado. ¿Quién te ha hecho eso en la boca?

—Sabes de sobra que no pienso decirte nada.

—Todo el mundo acaba por hablar.

—¿Tú incluido?

—Yo incluido. —El amago de sonrisa regresó a sus labios.

—¿Así que alguien ha podido con la Muerte? Cuenta, cuenta.

—En otra ocasión. —Su sonrisa se amplió.

—Bueno es saber que la habrá.

—No he venido a matarte.

—Lo único que quieres es acojonarme o torturarme hasta que te diga el nombre del amo, ¿no?

—Exactamente. —De nuevo, la voz baja y tranquila.

—Tenía la esperanza de equivocarme.

—Dime quién es el amo de los vampiros de la ciudad y me marcharé.

—No puedo.

—Si no me lo dices, será una noche muy larga.

—Pues lo será, porque no pienso decirte una mierda.

—Así que no le dejas amilanar.

—Ni por el forro. —Mi respuesta le hizo sacudir la cabeza.

—Ponte de espaldas y coloca las manos detrás del cuerpo.

—¿Para que?

—Hazlo.

—¿Para que puedas atarme las manos?

—Vuélvete de una vez.

—Más quisieras.

—¿Quieres que te pegue un tiro? —Volvió a fruncir el ceño.

—No, pero tampoco voy a dejarme atar por las buenas.

—Eso no duele.

—Lo que me preocupa es lo que viene después.

—Sabías qué iba a hacer si no colaborabas.

—Pues adelante.

—Pon algo de tu parte.

—Eso sería colaborar.

—¡Anita!

—Lo siento, pero estoy en contra de ayudar a que me torturen. Aunque no veo las astillas de bambú. ¿No eran imprescindibles?

—¿Quieres dejarlo ya? —Parecía cabreado.

—¿Qué quieres que deje? —Abrí mucho los ojos y puse mi mejor cara de inocente. Si a la rana Gustavo le funcionaba…

Edward empezó con una risita y acabó riendo a carcajadas, hasta que se le encogió el cuerpo y aflojó la pistola. Le brillaban los ojos.

—¿Cómo voy a torturarte si no dejas de bromear?

—No puedes. Ese es mi plan.

—El mío es distinto. —Sacudió la cabeza—. Pero tienes cada salida…

—Me alegro de que te hayas dado cuenta.

—Basta, por favor. —Levantó la mano.

—Te haré reír hasta que supliques clemencia.

—Dime el nombre, por favor, Anita. Ayúdame. —El humor desapareció de sus ojos como el sol en el ocaso. Me quedé mirando la reaparición del semblante impasible—. No me obligues a hacerte daño —añadió.

Creo que era la única amiga de Edward, pero eso no le impediría hacerme lo que considerase que hacía falta para realizar su trabajo: no se saltaba esa norma. Si se veía obligado a torturarme, lo haría, aunque no le apeteciera.

—Ahora que me lo has pedido por las buenas, vuelve a la primera pregunta —le dije.

—¿Quién te ha hecho eso en la boca? —preguntó entrecerrando los ojos.

—Un maestro vampiro.

—Dime qué ha pasado. —Sonaba demasiado a orden, pero él tenía todas las pistolas.

Le conté lo ocurrido con Alejandro, incluido que era tan antiguo que su cercanía hacía que me dolieran los huesos. En medio de las verdades añadí una mentirijilla sin importancia: que era el amo de los vampiros de la ciudad. ¿A que no estuvo mal?

—¿Y de verdad no sabes dónde descansa durante el día?

—Si lo supiera, te lo diría.

—¿A qué ha venido ese cambio de parecer?

—A que ha intentado matarme. Se acabaron las tonterías.

—No me lo creo.

Era una mentira demasiado buena para desperdiciarla, de modo que intenté aprovecharla.

—Y además se ha descontrolado. Sus amigos y él son los que han estado matando inocentes.

Edward torció la boca al oír la última palabra, pero lo dejó estar.

—Que tengas un motivo altruista es un poco más verosímil. Si no fueras tan buenaza, serías peligrosa.

—Me he cargado a unos cuantos.

Me sostuvo la mirada con aquellos ojos azules y vacuos, y después asintió, muy lentamente.

—Cierto. —Me devolvió la pistola, cogiéndola por el cañón, y sentí que se me disipaba la presión del estómago. Respiré a fondo, aliviada.

—Si encuentro a Alejandro, ¿quieres participar?

Lo pensé durante un momento. ¿Quería ir a cazar a cinco vampiros descontrolados, dos de los cuales tenían más de quinientos años? No. ¿Quería que Edward fuera a cazarlos solo? Tampoco. Lo que significaba que…

—Sí. Quiero hacérselo pagar.

—Me encanta mi trabajo —dijo Edward con una sonrisa radiante.

—Y a mí. —Le devolví la sonrisa.

VEINTISIETE

Jean-Claude estaba tumbado en el centro de una cama adoselada, con sábanas ligerísimamente más blancas que su piel. Llevaba una camisa de dormir de cuello abierto, con puntillas que le enmarcaban el pecho en encaje, y mangas rematadas con más puntillas que casi le ocultaban las manos. Debería haber tenido un aspecto afeminado, pero aquel atuendo, vestido por Jean-Claude, resultaba indudablemente masculino. ¿Cómo era posible que a un hombre le quedara tan bien un camisón calado? Claro que no era un hombre. Sería por eso. El pelo se le entremezclaba con el encaje del cuello, invitando a tocarlo. Sacudí la cabeza: ni en sueños. Yo llevaba algo largo y sedoso, de un azul casi tan oscuro como sus ojos. En contraste, los brazos se me veían muy pálidos.

Jean-Claude se arrodilló y me tendió la mano. Era una invitación a que lo abrazara.

Negué con la cabeza.

—Sólo es un sueño,
ma petite
. ¿Por qué no te acercas?

—Contigo no es nunca un simple sueño. Siempre significa algo más. —En respuesta, él bajó la mano y acarició la sábana—. ¿Se puede saber qué intentas hacerme? —pregunté.

—Seducirte, por supuesto —dijo mirándome fijamente.

Por supuesto. Qué cosas pregunto.

Sonó el teléfono que había junto a la cama. Era uno de esos teléfonos blancos antiguos, con muchos adornos dorados, y acababa de salir de la nada. Volvió a sonar, y el sueño se deshizo en pedazos. Me desperté y descolgué el auricular.

—¿Sí?

—Hola, ¿te he despertado? —preguntó Irving Griswold.

—Sí. —Parpadeé para enfocar el teléfono—. ¿Qué hora es?

—Las diez. Sabía que antes no te encontraría despierta.

—¿Qué quieres?

—Huy, qué mal café.

—Me acosté muy tarde. Sáltate las coñas.

—Tienes suerte de que un servidor, tu apreciado amigo periodista, esté dispuesto a perdonarte los gruñidos si respondes a unas preguntas.

—¿Preguntas? —Me incorporé—. ¿Qué clase de preguntas?

—¿Es verdad que anoche te salvaron los de la Alianza Humana, tal como afirman?

—Que afirman, ¿qué? ¿No puedes usar frases más largas?

—Jeremy Ruebens ha salido en las noticias de la Cinco, y ha afirmado que, junto con otros miembros de la Alianza Humana, te salvó la vida anoche, cuando te atacaba el amo de los vampiros de la ciudad.

—Ni de coña.

—¿Puedo citar tus palabras?

—No —contesté tras pensarlo un momento.

—Dime algo que pueda citar; te ofrezco la posibilidad de refutarlo.

—Qué palabros usas.

—Porque soy filólogo.

—Eso explica muchas cosas.

—¿Quieres exponer tu punto de vista?

Guardé silencio mientras pensaba. Además de ser amigo mío, Irving era buen periodista. Si Ruebens ya había dado su versión en las noticias, más me valía dar la mía.

—¿Llamas en diez minutos, para que me prepare un café y me vista?

—A cambio de una exclusiva, lo que sea.

—Hasta luego.

Colgué y fui directa a la cafetera. Luego me puse unos calcetines de deporte y unos vaqueros como complemento de la camiseta enorme con la que había dormido. Cuando Irving volvió a llamarme, tenía una taza de café humeante en la mesilla de noche, junto al teléfono. Café con canela y avellana de V. J.’s Tea and Spice Shop, en la calle Olive: la mejor forma de empezar el día.

—Venga, ¿qué pasó? —me dijo.

—¿Y el juego previo?

—Corta el rollo, Blake, que tengo una hora de entrega que cumplir.

Se lo conté todo y, hay que joderse, tuve que reconocer que los de la Alianza Humana me habían salvado el pellejo.

—No puedo confirmar que el vampiro al que ahuyentaron fuera el amo de la ciudad —añadí.

—Eh, que ya sé que el amo es Jean-Claude, ¿no recuerdas que lo entrevisté?

—Claro que sí.

—Por eso sé que no era ese indio.

—Pero los de la Alianza no lo saben.

—¡Hala! ¡Una exclusiva doble!

—No. No comentes que Alejandro no es el amo.

—¿Por qué?

—Yo en tu lugar lo consultaría antes con Jean-Claude —le aconsejé. Oí que se aclaraba la garganta.

—No es mala idea —dijo algo nervioso.

—¿Jean-Claude te ha causado algún problema?

—No, ¿por qué?

—Mientes muy mal para ser periodista.

—Lo que pase entre Jean-Claude y yo no tiene por qué ser asunto de la Ejecutora.

—Muy bien, pero ten cuidado, ¿vale?

—Me halaga que te preocupes por mi, Anita, pero te aseguro que puedo arreglármelas.

—Si tú lo dices… —No le llevé la contraria; estaría de buen humor.

Irving no parecía dispuesto a seguir hablando del tema, de modo que no lo presioné. Nadie podía arreglárselas con Jean-Claude, pero tampoco era asunto mío. Él había insistido en entrevistarlo, y no me sorprendía que tuviera que pagar un precio. Pero no era asunto mío, de verdad.

—Sale mañana en portada —me dijo—. Le preguntaré a Jean-Claude si quiere que mencione que ese vampiro no es el amo de la ciudad.

—Te agradecería que lo omitieras.

—¿Por qué? —Tenía la mosca detrás de la oreja.

—Puede que no sea mala idea que los de la Alianza Humana crean que el amo es Alejandro.

—¿Y eso?

—Así no matarán a Jean-Claude.

—Ah.

—¿Ves?

—Lo tendré en cuenta.

—Bien.

—Tengo que dejarte. Estoy muy ocupado.

—De acuerdo. Hasta luego.

—Hasta luego, Anita. Gracias.

Cuando Irving colgó, tomé un trago largo y lento de café. La primera taza de la mañana hay que degustarla con calma. Si los de la Alianza Humana creían lo mismo que Edward, nadie perseguiría a Jean-Claude; todos irían detrás de Alejandro, el maestro vampiro que mataba humanos. Si además se apuntaba la policía, los vampiros descontrolados tendrían las de perder. No estaba mal.

Lo difícil sería conseguir que se lo tragaran, pero por probar…

VEINTIOCHO

Cuando había conseguido vestirme y acabarme el café, volvió a sonar el teléfono. Era una de esas mañanas.

—¡Sí!

—¿Señorita Blake? —preguntó una voz titubeante.

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