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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (222 page)

BOOK: Cuentos completos
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Powell lanzó un aullido de júbilo y exclamó:

—Vamos a buscar el ácido oxálico, Mike.

Mientras penetraban de nuevo en la arruinada subestación que llevaba al túnel, Donovan dijo, con rabia:

—Speedy no se ha movido de este lado del pozo de selenio desde que andamos detrás de él, ¿te has fijado?

—Sí.

—Me parece que quiere jugar. ¡Bien, entonces jugaremos con él!

Pocas horas después estaban de regreso con tres jarras de a litro de un producto químico blanco y las caras largas. La barrera de fotocélulas se estaba deteriorando más rápidamente de lo que hubiera podido preverse. Los dos robots avanzaron en silencio por la parte soleada hacia Speedy, que estaba esperando. Al verlos, galopó nuevamente hacia ellos.

—Aquí estamos otra vez… «¡Jeee!» He hecho la lista del piano y el organista. Es como el que bebe menta y te lo escupe a la cara.

—Nosotros vamos a escupirte algo a la cara —murmuró Donovan—. Cojea, Greg.

—Ya me he fijado —respondió éste en voz baja—. El monóxido lo atacará, si no nos damos prisa.

Avanzaban cautelosamente, casi deslizándose, para evitar poner en movimiento el robot irracional. Powell estaba todavía demasiado lejos para decirlo con seguridad, pero hubiera jurado que el perturbado cerebro de Speedy se disponía a echar a correr.

—¡Vamos allá! —jadeó—. Cuenta hasta tres. ¡Uno!… ¡Dos!

Dos brazos de acero se echaron atrás simultáneamente y agarrando las dos jarras de cristal las lanzaron al aire describiendo dos arcos paralelos. Brillaban como diamantes bajo el insostenible sol. Y en el espacio de dos segundos se estrellaron en el suelo detrás de Speedy, desprendiendo el ácido oxálico pulverizado.

Bajo el potente calor del sol de Mercurio, Powell sabía que hervía como el agua de soda.

Speedy se volvió a mirarlos, después se apartó lentamente y fue ganando velocidad. A los quince segundos corría directamente hacia los dos seres humanos. Powell no entendió las palabras de Speedy, pero le pareció entender que se referían a las profesiones de los herejes. Se volvió.

—¡Al acantilado, Mike! Ha salido ya del surco y obedecerá las órdenes. Empieza a tener calor.

Se dirigieron hacia las sombras al lento paso de sus monturas y sólo cuando habían entrado y sentido el agradable frescor que reinaba a su alrededor, Donovan se volvió:


¡Greg!

Powell miró y refrenó un grito. Speedy avanzaba lentamente ahora…, muy lentamente…, y en
dirección opuesta
. Volvía atrás; volvía a su surco; e iba ganando velocidad. A través de los binoculares parecía terriblemente cerca, pese a que estaba terriblemente fuera de su alcance.

—¡A él! —gritó Donovan con furia, e hizo andar a su robot, pero Powell lo llamó.

—No lo alcanzarás, Mike, es inútil. ¿Por qué veré siempre las cosas cinco segundos después que todo haya terminado? Mike, hemos perdido el tiempo.

—Necesitamos más ácido oxálico —dijo fríamente Donovan—. La concentración no era bastante fuerte.

—Siete toneladas serían insuficientes y perderíamos muchas horas preparándolas. ¿No ves lo que ocurre, Mike?

—No —respondió Donovan con franqueza.

—Estábamos estableciendo simplemente nuevos equilibrios. Cuando creamos nuevo monóxido e incrementamos el potencial de la Tercera Ley, retrocede hasta que está de nuevo en equilibrio y cuando el monóxido desaparece, avanza y el equilibrio se restablece de nuevo.

La voz de Powell tenía un acento desalentado.

—Es el viejo círculo vicioso. Podemos empujar la Tercera Ley y tirar de la Segunda Ley y no obtendremos nada; sólo conseguimos cambiar su posición o equilibrio. Teníamos que salimos de las dos leyes. —Acercó su robot al de Donovan hasta que estuvieron uno frente al otro, vagas sombras en la oscuridad, y susurró—: ¡Mike!

»Es el final —añadió—. Me parece que lo mejor es que regresemos a la estación, esperemos a que se derrumbe la barrera, estrechémonos las manos, tomemos cianuro y acabemos como hombres.

Soltó una risa nerviosa.

—Mike —repitió Powell con calor—, teníamos que haber alcanzado a Speedy.

—Lo sé.

—Mike… —dijo una vez más, pero entonces Powell vaciló antes de continuar—: Siempre existe la Primera Ley. Pensé en ella…, antes…, pero el caso es desesperado.

Donovan levantó la vista y su voz cobró vida.


Estamos
desesperados…

—Bien. De acuerdo con la Primera Ley, un robot no puede ver a un ser humano en peligro por culpa de su inacción. La Segunda y la Tercera no pueden alzarse contra ella. ¡No
pueden
, Mike!

—Ni aun cuando el robot esté medio lo… Bien, esté borracho. Ya lo sabes.

—Es el riesgo que hay que correr…

—¿Qué piensas hacer?

—Voy a salir y ver qué efecto produce la Ley Primera. Si no rompe el equilibrio…, todo al diablo; lo mismo da ahora que dentro de tres o cuatro días.

—Escucha, Greg. Hay también reglas humanas de conducta que observar. No vas a salir así tranquilamente. Imaginemos que es una lotería y dame a mí también una oportunidad.

—Muy bien. El primero que saque el cubo de catorce, va. —Y casi inmediatamente añadió—: ¡Veintisiete, coma, cuarenta y cuatro!

Donovan sintió que su robot se tambaleaba bajo un súbito empujón del de Powell y lo vio salir al sol. Donovan abrió la boca para gritar, pero volvió a cerrarla. Desde luego, el muy granuja había calculado el cubo de catorce por anticipado. Muy digno de él.

El sol abrasaba más que nunca y Powell sentía un dolor enloquecedor en la espalda. Su imaginación, probablemente, o quizá la fuerte irradiación que comenzaba a atravesar incluso su insotraje.

Speedy lo estaba contemplando sin decir una palabra, ni incoherente ni de bienvenida. ¡Gracias a Dios! Pero no se atrevía a acercarse demasiado.

Estaba a unos trescientos metros de él cuando Speedy empezó a retroceder, paso a paso, cautelosamente, y Powell se detuvo. Saltó de los hombros del robot al suelo cristalino levantando algunos fragmentos.

Prosiguió a pie resbalando a cada paso, y la baja gravedad aumentaba sus dificultades. Las suelas de sus zapatos se pegaban por efecto del calor. Dirigió una mirada atrás, hacia el negro acantilado, y se dio cuenta que había ido demasiado lejos para retroceder, solo, o con la ayuda del robot. Sin Speedy estaba perdido, y esta idea producía una gran angustia en su pecho.

¡Bastante lejos! Se detuvo.

—¡Speedy! —llamó—. ¡Speedy!

El esbelto robot moderno vaciló, detuvo su retroceso un instante y lo reanudó.

Powell trató de dar una nota, plañidera a su voz y vio que el resultado era nimio.

—¡Speedy, tengo que regresar a la sombra o el sol terminará conmigo! ¡Es cuestión de vida o muerte, Speedy, te necesito!

Speedy avanzó un paso adelante y se detuvo. Habló, pero al oírlo Powell lanzó un gruñido, porque lo que dijo fue:

—Cuando estás echado despierto con un horrible dolor de cabeza y el reposo te está prohibido…

Aquí calló, y Powell esperó algún tiempo antes de murmurar:

—Iolanthe…

¡Se estaba asando! Vio un movimiento con el rabillo del ojo y se volvió rápidamente; entonces quedó atónito, porque vio que el monstruoso robot que le había servido de montura, avanzó hacia él, aunque nadie lo montaba. Iba diciendo:

—Perdona, señor. No debo moverme sin llevar alguien encima, pero estás en peligro.

¡Desde luego, el potencial de la Ley Primera ante todo! Pero no quería aquella antigualla, quería a Speedy. Se apartó y con el frenesí en la voz, ordenó:

—¡Te ordeno que te apartes! ¡
Te ordeno
que te detengas!

Fue inútil. Es imposible vencer el potencial de la Regla Primera. El robot insistió, estúpidamente.

—Estás en peligro, señor.

Powell miró a su alrededor, desesperado. No veía ya claro. Su cerebro ardía; la respiración abrasaba sus pulmones; bajo sus pies parecía aceite hirviendo. De nuevo gritó:

—¡Speedy! ¡Me muero, maldito seas! ¿Dónde estás? ¡Te necesito!

Seguía retrocediendo en un ciego esfuerzo de huir del gigantesco robot, cuando sintió unos dedos de acero en sus brazos y una voz metálica y humilde, como excusándose, resonó en sus oídos.

—¡Por el Sagrado Humo, señor, qué estás haciendo aquí! ¡Y qué hago
yo
…, estoy tan confundido…!

—¡No importa!… —murmuró Powell débilmente—. ¡Llévame al acantilado…, pronto, pronto!

Sólo tuvo una última sensación de ser levantado en el aire, de un rápido avance bajo un calor abrasador, y se desvaneció.

Al despertar, vio a Donovan inclinado sobre él.

—¿Cómo estás, Greg?

—Bien —respondió Powell—. ¿Dónde está Speedy?

—Aquí mismo. Lo he mandado a otro de los pozos de selenio, con orden de conseguir selenio a toda costa, esta vez. Lo trajo en cuarenta y dos minutos, tres segundos. Lo he controlado: No ha terminado todavía de excusarse por su fuga. Teme acercarse a ti por miedo a lo que le dirás.

—Tráemelo aquí —ordenó Powell—. No fue culpa suya. —Tendió una mano y agarró la garra metálica de Speedy—. ¡D. K. Speedy! —dijo. Y, dirigiéndose a Donovan, añadió—: ¿Sabes una cosa, Mike? Estaba pensando…

—¿Qué?

—Pues… —Se frotó el rostro; el aire era tan deliciosamente fresco—, ya sabes que cuando lo hayamos arreglado todo aquí y Speedy haya sido sometido a su Campo de Pruebas, nos van a enviar a la próxima Estación del Espacio…

—¡No!

—¡Sí! Por lo menos es lo que la vieja Calvin me dijo antes que saliésemos y yo no conteste nada porque quería luchar contra esta idea.

—¡Luchar!… —gritó Donovan—. ¡Pero…!

—Lo sé. Ahora todo va bien. Doscientos setenta y tres grados centígrados bajo cero. ¿No será un placer?

—Estación del Espacio… —dijo Donovan—. ¡Allá voy!

Razón (1941)

“Reason”

Medio año después, los dos amigos habían cambiado de manera de pensar. La llamarada de un gigantesco sol había dado paso a la suave oscuridad del espacio, pero las variaciones externas significan poco en la labor de comprobar las actuaciones de los robots experimentales. Cualquiera que sea el fondo de la cuestión, uno se encuentra frente a frente con un inescrutable cerebro positrónico, que según los genios de la ciencia, tiene que obrar de esta u otra forma.

Pero no es así. Powell y Donovan se dieron cuenta de ello antes de llevar en la Estación dos semanas.

Gregory Powell espació sus palabras para dar énfasis a la frase.

—Hace una semana Donovan y yo te pusimos en condiciones… —Sus cejas se juntaron con un gesto de contrariedad y se retorció la punta del bigote.

En la cámara de la Estación Solar 5 reinaba el silencio, a excepción del suave zumbido del poderoso Haz Director en las bajas regiones.

El robot QT-1 permanecía sentado, inmóvil. Las bruñidas placas de su cuerpo relucían bajo las luxitas, y las células fotoeléctricas que formaban sus ojos estaban fijas en el hombre de la Tierra, sentado al otro lado de la mesa.

Powell refrenó un súbito ataque de nervios. Aquellos robots poseían cerebros peculiares. ¡Oh, las tres Leyes Robóticas seguían en vigor! Tenían que seguir. Todo el personal de la U. S. Robots, desde el mismo Robertson hasta el nuevo barrendero insistirían en ella. ¡De manera que QT-1 estaba a salvo! Y sin embargo…, los modelos QT eran los primeros de su especie y aquél era el primero de los QT. Los cálculos matemáticos sobre el papel no siempre eran la protección más tranquilizadora contra los gestos de los robots.

Finalmente, el robot habló. Su voz tenía la inesperada frialdad de un diafragma metálico.

—¿Te das cuenta de la gravedad de tal declaración, Powell?


Algo
te ha hecho, Cutie —le hizo ver Powell—. Tú mismo reconoces que tu memoria parece brotar completamente terminada del absoluto vacío de hace una semana. Te doy la explicación. Donovan y yo te montamos con las piezas que nos enviaron.

Cutie contempló sus largos dedos afilados con una curiosa expresión humana de perplejidad.

—Tengo la impresión que todo esto podría explicarse de una manera más satisfactoria. Porque, que

me hayas hecho a

, me parece improbable.

—¡En nombre de la Tierra! ¿Por qué? —exclamó Powell, echándose a reír.

—Llámalo intuición. Hasta ahora es sólo esto. Pero pienso razonarlo. Un encadenamiento de válidos razonamientos sólo puede llevar a la determinación de la verdad, y a esto me atendré hasta conseguirla.

Powell se levantó y volvió a sentarse en el extremo de la mesa, cerca del robot. Sentía súbitamente una fuerte simpatía por el extraño mecanismo. No era en absoluto como un robot ordinario, que realizaba su tarea rutinaria en la estación con la intensidad de una senda positrónica profundamente marcada.

Puso una mano sobre el hombro de acero de Cutie y notó la frialdad y dureza del metal.

—Cutie —dijo—. Voy a tratar de explicarte algo. Eres el primer robot que ha manifestado curiosidad por su propia existencia…, y el primero, a mi modo de ver, suficientemente inteligente para comprender el mundo exterior. Ven conmigo.

El robot se levantó lentamente y siguió a Powell con sus pasos que hacía silenciosos la gruesa suela de esponja de caucho. El hombre de la Tierra apretó un botón y un panel cuadrado de pared se deslizó a un lado. El grueso y claro vidrio de la portilla dejó ver el espacio…, cuajado de estrellas.

—Ya he visto esto por las ventanas de observación de la sala de máquinas —dijo Cutie.

—Lo sé —dijo Powell—. ¿Qué crees que es?

—Exactamente lo que parece: un material negro detrás de este cristal, salpicado de puntos brillantes. Sé que nuestro director envía rayos desde algunos de estos puntos, siempre los mismos; y también que estos puntos se mueven y que los rayos se mueven con ellos. Eso es todo.

—¡Bien! Ahora quiero que me escuches atentamente. Lo negro es vacío, inmensa extensión vacía que se extiende hasta el infinito. Los pequeños puntos brillantes son enormes masas de materia saturadas de energía. Son globos, algunos de ellos de millones de kilómetros de diámetro, y para que puedas compararlos te diré que esta estación tiene sólo mil quinientos metros de ancho. Parecen tan pequeños porque están increíblemente lejos.

»Los puntos a los cuales van dirigidos nuestros haces de energía están más cercanos y son más pequeños. Son fríos y duros y los seres humanos como yo mismo, vivimos en su superficie; somos varios millones. Es de uno de estos mundos de donde Donovan y yo venimos. Nuestros rayos alimentan estos mundos con energía sacada de uno de estos grandes globos incandescentes que se encuentran cerca de nosotros. A este globo lo llamamos Sol y está del otro lado de la Estación, donde no puedes verlo.

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