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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (221 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¡Espacio! —susurró Donovan—. ¡Esto parece nieve! —Y era así.

Los ojos de Powell se fijaron en el dentellado resplandor de Mercurio en el horizonte y parpadeó bajo su brillo cegador.

—Esta debe ser una zona extraordinaria —dijo—. La composición general de Mercurio es baja y la mayoría del suelo es de piedra pómez gris. Algo como la luna, ¿comprendes? ¿Bonito, no?

Agradecía los filtros de luz de su placa de visión. Bello o no, mirar directamente el sol a través del cristal los hubiera cegado en menos de un minuto.

Donovan miró el termómetro que llevaba en la muñeca.

—¡Sagrados humos, ochenta grados!… ¡Qué temperatura!

—Un poco alta, ¿no crees? —dijo Powell después de haber comprobado el suyo.

—¿En Mercurio? ¿Estás chiflado?

—Mercurio en realidad no carece de atmósfera —explicó Powell como distraído, ajustando los binoculares a la placa de visión con los dedos torpes a causa de su traje—. Hay una tenue exhalación que se pega a la superficie, vapores de elementos más volátiles y compuestos de un peso suficiente para ser retenidos por la gravedad de Mercurio: selenio, yodo, mercurio, galio, potasio y óxidos volátiles. Los vapores se reúnen en las sombras y se condensan, creando calor. Es una especie de alambique gigantesco. Si empleas tu lámpara encontrarás probablemente que toda esta parte del acantilado está cubierta de azufre en bruto o quizá rocío de mercurio.

—No importa. Nuestros trajes pueden soportar unos vulgares ochenta grados indefinidamente.

Powell había ajustado ya su dispositivo binocular, de manera que tenía los ojos salientes como un caracol.

—¿Ves algo? —preguntó Donovan observando intensamente.

Powell no contestó en el acto, y cuando lo hizo fue con cierta ansiedad.

—En el horizonte hay un punto oscuro que podría ser el pozo de selenio. Está donde debe estar. Pero no veo a Speedy.

Powell se echó adelante con un movimiento instintivo para mejorar su visión, levantándose inestable sobre los hombros de su robot. Con las piernas estiradas, forzando la vista, dijo:

—Creo…, creo…, que sí, definitivamente es él. Viene por aquí.

Donovan miró hacia donde señalaba el dedo. No llevaba binoculares, pero había un punto que se movía, destacándose en negro sobre el cegador brillo del suelo cristalino.

—¡Lo veo! —gritó—. ¡Sigamos avanzando!

Powell había vuelto a sentarse sobre los hombros del robot y su mano enguantada golpeó el gigantesco pecho.

—¡Adelante! —dijo.

—¡Vamos allá! —gritó Donovan golpeando con sus talones como si llevara espuelas.

Los robots avanzaron con el golpeteo regular de sus pies silenciosos en el vacío, porque la tela metálica de los trajes no transmitía ningún sonido, sólo se percibía la rítmica vibración del mecanismo interior.

—¡Más aprisa! —gritó Donovan; pero el ritmo no cambió.

—Es inútil —respondió Powell, también gritando—. Estos condenados aparatos no tienen más que una velocidad. ¿Crees acaso que están equipados con flectores selectivos?

Habían atravesado ya las sombras y la luz caía sobre ellos como una ducha líquida al rojo blanco. Donovan se encogió involuntariamente.

—¡Caramba! ¿Es imaginación o siento calor?

—Ya sentirás más. No pierdas de vista a Speedy —le respondió.

El robot SPD-13 estaba lo suficientemente cerca para ser visto ya con todo detalle. Su gracioso y alargado cuerpo lanzaba cegadores destellos mientras avanzaba con fácil velocidad por él abrupto suelo. Su nombre era derivado de las iniciales, pero era apropiado, porque los modelos SPD se contaban entre los robots más veloces producidos por la «U. S. Robots & Mechanical Men Corp».

—¡Eh, Speedy! —gritó Donovan agitando la mano.

—¡Speedy! —chilló también Powell—. ¡Ven aquí!

La distancia entre los dos hombres y el errante robot fue reduciéndose momentáneamente, más por los esfuerzos que por el lento avance de las anticuadas monturas de Donovan y Powell.

Estaba lo suficientemente cerca para darse cuenta que el paso de Speedy tenía una especie de balanceo peculiar y, en el momento en que Powell agitaba de nuevo la mano y mandaba el máximo de energía a su emisor de radio, preparándose a lanzar un nuevo grito, Speedy levantó la cabeza y los vio.

Speedy se detuvo y permaneció un momento inmóvil, balanceándose levemente como bajo el impulso de una ligera brisa.

—¡Muy bien, Speedy! ¡Ven aquí, muchacho!

A lo cual la voz de robot de Speedy resonó en los auriculares de Powell por primera vez.

Pero lo que dijo fue incomprensible. Fueron sólo unos sonidos inarticulados o quizá unas palabras incomprensibles. Girando sobre sus talones, salió a toda velocidad en la dirección por donde había venido, levantando en su furia fragmentos de polvo ardiente. Y sus últimas palabras al huir fueron:

«Crece una florecilla cerca del viejo roble», seguidas de un curioso sonido metálico que pudo ser el robótico equivalente del hipo.

—Oye, Greg… —dijo Donovan desfalleciendo—, ¿es que está borracho o qué?

—Si no me lo hubieses dicho, no me hubiera dado cuenta —respondió Powell amargamente—. Volvamos al acantilado. Me estoy asando.

Powell fue el primero en romper el angustioso silencio.

—En primer lugar —dijo—, Speedy no está borracho en el sentido humano de la palabra, porque es un robot y los robots no se emborrachan. Sin embargo, le pasa algo que es el equivalente robótico de la borrachera.

—Para mí está borracho, y me parece que se figura que estamos jugando —insistió Donovan—. Y no hay tal. Es cuestión de vida, o una muerte espantosa.

—Muy bien. No me apures. Un robot sólo es un robot. Una vez que hayamos averiguado qué le pasa, podremos arreglarlo y seguir adelante.


Una vez
… —dijo Donovan tristemente.

—Speedy está perfectamente adaptado al ambiente de Mercurio —prosiguió Powell sin hacerle caso—. Pero esta región es definitivamente anormal —añadió con un amplio movimiento del brazo—. Ésta es la consecuencia. Ahora bien, ¿de dónde vienen estos cristales? Pueden haber sido formados por un líquido de enfriamiento muy lento; pero, ¿de dónde sacarás un líquido tan caliente que pueda enfriarse bajo el sol de Mercurio?

—Acción volcánica —insinuó al instante Donovan.

—De la boca de los inocentes… —murmuró Powell con una extraña voz, antes de permanecer algunos minutos silencioso—. Escucha, Mike —dijo finalmente—, ¿qué le dijiste a Speedy cuando lo mandaste en busca del selenio?

Donovan quedó sorprendido, inmóvil.

—Pues…, no lo sé. Le dije sólo que fuese por él.

—Sí, ya lo sé. Pero, ¿cómo? Trata de recordar las palabras exactas.

—Le dije…, eh…, dije: «Speedy, necesitamos selenio. Puedes encontrarlo en tal y tal sitio. Ve por él». Eso es todo. ¿Qué más querías que le dijera?

—¿No indicaste ninguna urgencia en la orden, verdad?

—¿Para qué? Era pura rutina.

—Bien, es tarde ya —dijo Powell con un suspiro—, pero estamos en un buen atolladero. —Había desmontado de su robot y estaba sentado de espaldas al acantilado. Donovan se reunió con él y se tomaron del brazo. A distancia, la abrasadora luz del sol parecía querer jugar al escondite con ellos y, a su lado, de los dos gigantescos robots sólo era visible el rojo oscuro de sus ojos fotoeléctricos que los miraban, sin pestañear, inmóviles e indiferentes.

¡Indiferentes! ¡Como todo lo de aquel ponzoñoso Mercurio, tan grande en peligros como pequeño de talla!

La voz de Powell resonó tensa en el receptor de radio de Donovan.

—Ahora veamos, empecemos por las tres Reglas Fundamentales Robóticas, las tres reglas que han penetrado más profundamente en el cerebro positrónico de los robots. —Sus enguantados dedos fueron marcando los puntos en la oscuridad—. Tenemos: Primera. «Un robot no debe dañar a un ser humano, ni, por su inacción, dejar que un ser humano, sufra daño.»

—¡Exacto!

—Segunda —continuó Powell—. «Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas órdenes están en oposición con la Primera Ley.»

—¡Exacto!

—Y la tercera: «Un robot debe proteger su propia existencia hasta donde esta protección no esté en conflicto con la Primera y Segunda Leyes.»

—Exacto. ¿Y ahora dónde estamos?

—Exactamente en la explicación. El conflicto entre las diferentes leyes se presenta ante los diferentes potenciales positrónicos del cerebro. Vamos a suponer que un robot se encuentra en peligro y lo sabe. El potencial automático que establece la Tercera Ley le obliga a dar la vuelta. Pero supongamos que tú le
ordenas
correr este peligro. En este caso la Segunda Ley establece un contrapotencial más alto que el anterior y el robot cumple la orden a riesgo de su existencia.

—Bien, eso ya lo sabemos. ¿Qué hay de ello?

—Veamos el caso Speedy. Speedy es uno de los últimos modelos, altamente especializado y del costo de un barco de guerra. No es una cosa para ser destruida en forma apresurada.

—De manera que la Tercera Ley ha sido reforzada como fue específicamente mencionado, dicho sea de paso, en los folletos sobre los modelos SPD, de forma que su alergia al peligro sea inusitadamente alta. Al mismo tiempo, cuando lo mandaste en busca del selenio le diste la orden distraídamente y sin énfasis especial, de manera que el potencial de la Segunda Ley era sumamente débil. Ahora bien, fíjate; no hago más que establecer los hechos.

—Muy bien, sigue; me parece que ya lo tengo.

—¿Ves cómo es la cosa, no? Hay alguna especie de peligro, centralizado en el pozo de selenio. Aumenta al aproximarse a él, y, a una cierta distancia de él, el potencial de la Tercera Ley, inusitadamente alto, compensa exactamente el potencial de la Segunda Ley, inusitadamente bajo.

Donovan se puso de pie, excitado.

—Y crea el equilibrio, ya lo veo. La Tercera Ley lo hace retroceder, y la Segunda Ley lo lleva adelante…

—Y así describe un círculo alrededor del pozo de selenio, permaneciendo en el lugar donde los potenciales se equilibran. Y como no hagamos algo permanecerá en este círculo para siempre jamás, girando como un carrusel. Y esto —añadió más pensativo— es lo que lo embriaga. En un equilibrio potencial la mitad de los senderos positrónicos de su cerebro están fuera de sitio. No soy especialista en robots, pero me parece obvio. Probablemente habrá perdido el control de aquellas precisas partes de su mecanismo voluntario que pierde el ser humano ebrio.

—Pero, ¿cuál es el peligro? Si supiésemos de qué huía…

—Tú lo has insinuado. Acción volcánica. En algún sitio, encima del pozo de selenio, hay una emanación de gases de las entrañas de Mercurio. Oxido de azufre, óxido de carbono…, y monóxido de carbono. Muchos…, y a esta temperatura…

—El monóxido de carbono más hierro da el hierro carbonilo.

—Y un robot —añadió Powell— es esencialmente hierro. No hay nada como la deducción —añadió—. Hemos definido todo lo referente al problema, menos la solución. No podemos conseguir el selenio nosotros mismos. Sigue estando demasiado lejos. No podemos enviar estos robots-caballos porque no pueden ir solos y no pueden llevarnos lo suficientemente aprisa para no perecer abrasados. Y no podemos agarrar a Speedy, por que el imbécil cree que estamos jugando.

—Si uno de nosotros fuese —dijo tímidamente Donovan— y regresase asado siempre quedaría el otro.

—Sí —respondió Powell sarcásticamente—, sería un tierno sacrificio, salvo que una persona no estaría en condiciones de dar órdenes antes de llegar al pozo y no creo que los robots regresasen al acantilado sin órdenes. Calcúlalo. Estamos a cuatro o cinco kilómetros del pozo, digamos cuatro, el robot anda siete kilómetros por hora y nosotros duraríamos veinte minutos en nuestros trajes. Y no es sólo el calor, recuérdalo. La radiación solar, aquí, a partir del ultravioleta es
veneno
.

—¡Ejem!… —murmuró Donovan—. Nos faltarían diez minutos.

—Como si fuese una eternidad. Y otra cosa: para que el potencial de la Tercera Ley haya detenido a Speedy donde lo ha detenido, tiene que haber una cantidad apreciable de monóxido de carbono en la atmósfera, de vapor metálico, y, por consiguiente, una acción corrosiva apreciable. Lleva ya varias horas fuera; y, ¿cómo sabemos que una articulación de la rodilla, por ejemplo, no se saldrá de su sitio, haciéndolo caer? No es sólo cuestión de pensar; tenemos que pensar
de prisa
.

¡Profundo, sombrío, tétrico silencio…!

Donovan lo rompió, temblándole la voz por el esfuerzo hecho para ocultar su emoción:

—Puesto que no podemos incrementar el potencial de la Segunda Ley dándole nuevas órdenes, ¿por qué no obrar en sentido contrario? Si incrementamos el peligro, incrementamos el potencial de la Tercera Ley y lo traemos atrás.

La placa de visión de Powell se había vuelto hacia él con una pregunta muda.

—Verás —dijo la cautelosa explicación—, lo único que tenemos que hacer para sacarlo de su cauce es aumentar la concentración de monóxido de carbono por su vecindad. Bien, en la estación tenemos un laboratorio analítico completo.

—Naturalmente —asintió Powell—. Es una estación minera.

—Bien. Debe haber kilogramos de ácido oxálico para las precipitaciones del calcio.

—¡Sagrado espacio! ¡Mike, eres un genio!

—Sí, sí… —reconoció Donovan modestamente—. Se trata sólo de recordar que el ácido oxálico, al calentarse, se descompone en bióxido de carbono, agua y el buen viejo monóxido de carbono. Química de primer año, ya sabes…

Powell se había puesto de pie y llamó la atención de uno de los monstruosos robots.

—Oye, ¿sabes tirar cosas?

—¿Señor…?

—Es igual. —Powell maldijo el torpe y lento cerebro del robot. Recogió del suelo un trozo de roca del tamaño de un ladrillo—. Toma esto —le dijo— y arrójalo al espacio más allá de la hendidura. ¿Lo ves?

—Está demasiado lejos, Greg —dijo Donovan, tocándole el hombro—. Hay casi un kilómetro.

—Calla —respondió Powell—. Hay que contar con la gravedad de Mercurio y que un brazo de acero lo lanza. ¡Fíjate, quieres…!

Los ojos del robot estaban midiendo la distancia con una minuciosa precisión estereoscópica. Su brazo se ajustó solo al peso del proyectil y se echó atrás. En la oscuridad, los movimientos del robot eran invisibles, pero se oyó el ruido silbante producido por el lanzamiento y segundos después la piedra apareció, destacándose en negro sobre la luz del sol. No había resistencia del aire para frenarla, ni viento para apartarla de su camino, y cuando cayó al suelo levantó trozos de cristal en el preciso centro de la «mancha azul».

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