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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (226 page)

BOOK: Cuentos completos
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Al cabo de dos horas, Powell sudaba copiosamente. Donovan se había sometido al poco nutritivo régimen de uñas y el robot preguntó:

—¿Qué tal va eso, jefe?

—Tengo que pensarlo, Dave —dijo Powell—. Un juicio demasiado rápido no serviría de nada. Ahora es mejor que vuelvas al grupo C. No lleves prisa. No insistas demasiado en la producción durante algún tiempo…, y todo lo arreglaremos.

El robot se marchó. Powell miró a Donovan. Éste parecía decidido a arrancarse de cuajo el bigote.

—No hay nada que no esté en orden en las corrientes de su cerebro positrónico.

—Sentiría tener esta certidumbre.

—¡Por Júpiter, Mike! El cerebro es la parte más segura de un robot. En la Tierra lo someten a una prueba quíntuple. Si pasa sin dificultad el campo de prueba como lo ha pasado Dave, no es posible que el cerebro funcione erróneamente. Esto cubre todos los fragmentos del cerebro.

—¿Dónde estamos entonces?

—No me presiones. Déjame averiguarlo. Queda todavía la posibilidad de una avería mecánica en el cuerpo. Hay unos mil quinientos condensadores, veinte mil circuitos eléctricos individuales, cinco mil células de vacío, mil contactos, y miles de otras piezas individuales, de diversa complejidad, que pueden estar descompuestas. De estos misteriosos campos positrónicos…, nadie sabe nada.

—Oye, Greg —dijo Donovan, impacientándose visiblemente—. Tengo una idea. Este robot puede estar mintiendo. Jamás…

—Los robots no pueden mentir a sabiendas, idiota. Si dispusiéramos del comprobador McCormack-Wesley podríamos comprobar individuo por individuo durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, pero los dos únicos comprobadores MW existentes están en la Tierra y pesan diez toneladas; están sobre una base de hormigón y son amovibles.

—Pero, Greg —dijo Donovan, mirando la mesa—, sólo dejan de funcionar cuando no los vigilamos. Hay algo siniestro en esto… —Subrayó su juicio con un puñetazo sobre la mesa.

—Me das asco —dijo Powell, lentamente—. Has estado leyendo novelas de aventuras.

—Lo que quisiera saber es qué vamos a hacer… —gritó Donovan.

—Yo te lo diré. Voy a instalar una placa de visión sobre mi mesa. Allá mismo, en la pared. Voy a enfocarla a cualquier sitio de la mina donde se trabaje y vigilaré. Eso es todo.

—¿Eso es todo?… Greg…

Powell se levantó del sillón y apoyó sobre la mesa sus puños cerrados.

—Mike, estoy pasando muy malos momentos. Llevas una semana molestándome con Dave. Dices que se ha estropeado. ¿Sabes cómo se ha estropeado? ¡No! ¿Sabes qué forma ha adquirido la avería? ¡No! ¿Sabes qué la ocasiona? ¡No! ¿Sabes qué le impide trabajar? ¡No! ¿Sabes algo de todo esto? ¡No! ¿Sé yo algo de todo esto? ¡No! De manera que, ¿qué quieres que haga entonces?

Los brazos de Donovan se elevaron en un gesto de grandilocuencia.

—Me has ganado… —dijo.

—Te lo digo una vez más. Antes de intentar una cura tenemos que averiguar en qué consiste la enfermedad. El primer paso necesario para asar una liebre es atraparla. Y ahora, larguémonos de aquí.

Donovan recorrió las líneas preliminares de su memoria con cierto desaliento. Por su parte, estaba cansado, y por otra, ¿qué podía comunicar mientras las cosas no fuesen como era debido?

—Greg —dijo—, estamos a cerca de mil toneladas por debajo del cálculo previsto.

—Me estás diciendo una cosa que no sabía —respondió Powell, siempre sin levantar la vista.

—Lo que quisiera saber —prosiguió Donovan con súbito furor— es por qué tienen que encargarnos siempre a nosotros de los nuevos tipos de robots. He llegado a la conclusión que los robots que eran suficientemente buenos para el tío abuelo por parte de mi madre lo son también para nosotros. Estoy por lo ya probado y aprobado. La prueba del tiempo es lo que cuenta; los viejos robots, sólidos, anticuados, no se estropean jamás.

Powell tiró un libro con perfecto desprecio y Donovan volvió a sentarse con paso vacilante.

—Tu misión —dijo Powell tranquilamente— durante estos últimos cinco años, ha sido probar nuevos robots en condiciones normales de trabajo por cuenta de la U. S. Robots. Porque tú y yo hemos cometido la insensatez de dar pruebas de una gran eficiencia, nos ha recompensado con este asqueroso trabajo. Esto —añadió, como si horadase agujeros en el aire con el dedo— es trabajo tuyo. Has estado andando detrás de ello desde tu primera memoria hasta cinco minutos después que la U. S. Robots te contratase. ¿Por qué no dimites?

—Bien, te lo diré. —Donovan se echó adelante y se agarró con fuerza su mata de cabello rojo—. Soy fiel a mis principios. Después de todo, he tomado parte en el desarrollo de los nuevos robots. Hay que ayudar al avance científico. Pero no me entiendas mal. No es el principio el que me hace seguir adelante; es el dinero que nos pagan.
¡Greg!

Powell pegó un salto al oír el feroz grito de Donovan y siguió su mirada en la pantalla de visión a la que quedaron mirando los dos con el horror pintado en el rostro.

—¡Que… Júpiter… me… ampare! —susurró.

—¡Míralos, Greg! —exclamó Donovan poniéndose de pie—. ¡Se han vuelto locos!

—Trae un par de trajes —dijo Powell—. Vamos allá.

Observó la actitud de los robots en la placa de visión. En las sombrías galerías del asteroide sin aire se veían unos bronceados resplandores que se movían lentamente. Era como una formación militar y bajo el tenue resplandor de su cuerpo avanzaban silenciosamente por entre las rugosas paredes del túnel, seguidos de parches de sombras. Marchaban al unísono, siete de ellos, con Dave al frente, formando una macabra simultaneidad; fundiéndose en los cambios de formación con la mágica precisión de un regimiento de lanceros.

—Se han vuelto locos por culpa nuestra, Greg —dijo Donovan regresando con los trajes—. Esto es una marcha militar.

—Por lo que veo —respondió fríamente Powell—, puede ser una serie de ejercicios calisténicos. O Dave puede estar bajo la alucinación de ser un maestro de baile. Piensa primero y no te tomes tampoco la molestia de hablar después.

Donovan sonrió y se puso un detonador en el estuche que llevaba al lado, con gesto de ostentación.

—En todo caso —respondió—, así estamos. Así trabajamos con los nuevos modelos de robots. Es nuestro trabajo, de acuerdo. Pero contéstame una cosa. ¿Por qué…, por qué hay siempre algo que va mal con ellos?

—Porque… —dijo Powell sombríamente—, tenemos la maldición encima. ¡Vamos!

Siguiendo la aterciopelada oscuridad de los corredores bajo los círculos luminosos de sus lámparas de bolsillo, llegaron a su destino.

—Aquí están —dijo Donovan, jadeante.

—Estoy tratando de conectarlo por radio, pero no contesta —susurró Powell—. El circuito de la radio está probablemente desconectado.

—Celebro que los ingenieros no hayan inventado todavía el robot que pueda trabajar en la oscuridad total. Me horrorizaría encontrar siete robots en un pozo negro sin radiocomunicación, si no estuviesen
iluminados
como árboles de Navidad radiactivos.

—Trepa a este reborde superior, Mike. Vienen por aquí y quiero observarlos de cerca. ¿Puedes?

Mike pegó el salto con un gruñido. La gravedad era considerablemente más baja que la normal de la Tierra, pero, con un traje pesado, la ventaja no era tan grande, y el reborde representaba un salto de no menos de tres metros. Powell lo siguió.

La columna de robots seguía a Dave en fila india. Con una regularidad mecánica convertían la fila sencilla en doble y volvían a pasar a sencilla en diferente orden. Lo repetían una y otra vez y Dave nunca volvía la cabeza.

Dave estaba a unos seis metros cuando la comedia cesó. Los robots subsidiarios rompieron la formación, esperaron un momento, y desaparecieron en la distancia…, rápidamente. Dave miró hacia ellos, después, lentamente, se sentó. Apoyó la cabeza en una de sus manos, en una postura completamente humana.

—¿Estás aquí, jefe? —dijo su voz en uno de los auriculares de Powell.

Powell hizo un signo a Donovan y saltó del reborde.

—No lo sé… —dijo el robot moviendo la cabeza—. Hace un momento estaba sacando una considerable producción en el Túnel 17 y en el acto me di cuenta de una presencia humana por las cercanías, y me he encontrado casi un kilómetro más abajo del túnel.

—¿Dónde están los subsidiarios, ahora? —preguntó Donovan.

—Trabajando, desde luego. ¿Cuánto tiempo se ha perdido?

—No mucho. Olvídalo. —Volviéndose hacia Donovan, Powell añadió—: Quédate con él el resto del turno. Después, ven. Tengo un par de ideas.

Transcurrieron tres horas antes que Donovan regresase. Parecía cansado.

—¿Cómo ha ido esto? —preguntó Powell.

—No pasa nunca nada cuando se los vigila. Dame un cigarrillo…

El pelirrojo lo encendió con solícito cuidado y echó al aire un anillo de humo.

—He estado pensando en todo esto, Greg —dijo—. Dave tiene un curioso fondo, para ser un robot. Seis dependen de él, con una estricta reglamentación. Tiene derecho de vida o muerte sobre ellos y tiene que reaccionar con su mentalidad. Supongamos que sienta la necesidad de confirmar su poder como concesión a su vanidad.

—Ve al grano.

—Supongamos que tenemos militarismo. Supongamos que está creando un ejército. Supongamos que los está instruyendo para unas maniobras militares. Supongamos…

—Supongamos que has perdido el tino. Tus pesadillas deberían ser en technicolor. Estás postulando la mayor aberración de un cerebro positrónico. Si tu análisis fuese correcto, Dave tendría que infringir la Primera Ley Robótica; que un robot no debe perjudicar a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sea perjudicado. El tipo militarista y de carácter dominador que supones debe tener como punto final de sus lógicas implicaciones la dominación de los humanos.

—Muy bien. ¿Y cómo sabes que éste no es el fondo de la cuestión?

—Porque todo robot con esta mentalidad, primero, no hubiera salido jamás de la fábrica y, segundo, hubiera sido descubierto inmediatamente. He probado a Dave, ¿sabes?

Powell echó su sillón atrás y puso los pies sobre la mesa.

—No. Seguimos en la situación de no poder asar la liebre porque todavía no sabemos dónde está. Por ejemplo, si pudiésemos saber qué significaba aquella danza macabra que hemos contemplado, estaríamos en el camino de la verdad. Mira, Mike —prosiguió después de una pausa—. ¿Qué te parece esto? Dave deja de funcionar solamente cuando ninguno de nosotros está presente. Y cuando no funciona, la llegada de uno de nosotros lo vuelve loco.

—Ya te dije una vez que todo esto era siniestro.

—No me interrumpas. ¿En qué forma un robot obra de manera diferente cuando los humanos no están presentes? La respuesta es obvia. Se requiere una gran parte de iniciativa personal. En este caso, busca las partes del cuerpo afectadas por la nueva necesidad.

—¡Cáspita! —exclamó Donovan, incorporándose. Después volvió a echarse hacia atrás—. No, no… No es bastante. Es demasiado vago. No cubre las posibilidades.

—No puedo evitarlo. En todo caso, no hay peligro a que no den el rendimiento previsto. Vigilaremos por turno a estos robots a través del visor. Cada vez que ocurra algo, iremos inmediatamente al teatro del suceso. Esto los hará trabajar.

—Pero de todos modos, los robots no seguirán las especificaciones, Greg. La U. S. Robots no puede seguir haciendo modelos DV con unos informes como éstos.

—Es evidente. Tenemos que localizar el error de fabricación y corregirlo, y tenemos sólo diez días para conseguirlo. Lo malo es que… —añadió Powell rascándose la cabeza—. En fin, mira tú mismo los planos.

Los planos sobre papel azul cubrían el suelo como una alfombra y Donovan se puso a gatas ante ellos, siguiendo el errante lápiz de Powell. Éste dijo entonces:

—Aquí es donde entras tú, Mike. Eres el especialista del cuerpo y quiero que me sigas. He estado tratando de cortar todos los circuitos no afectados por la iniciativa. Aquí, por ejemplo, en la arteria del tronco que comporta operaciones mecánicas. Corta todas las rutas laterales rutinarias como divisiones de urgencia… —Levantó la vista—. ¿Qué piensas?

Donovan sentía un mal sabor de boca.

—La cosa no es tan sencilla, Greg. La iniciativa personal no es un circuito eléctrico que puedas aislar del resto y estudiarlo. Cuando un robot actúa por sí mismo, la intensidad de la actividad del cuerpo aumenta inmediatamente en casi todos los frentes. No queda ningún circuito enteramente sin afectar. Lo que hay que hacer es localizar las condiciones especiales, condiciones muy específicas, que lo afectan, y
entonces
, empezar a eliminar circuitos.

—¡Ejem!… —dijo Powell, levantándose y quitándose el polvo—. Muy bien. Recoge estos papelotes azules y quémalos.

—Ya ves que dada una sola parte defectuosa —dijo Donovan— cuando la actividad se intensifica, puede ocurrir cualquier cosa. El aislamiento cesa, un condensador salta, un contacto echa chispas, una espiral se calienta. Y si obras a ciegas, pudiendo elegir entre todo el robot, jamás encontrarás el punto defectuoso. Si desmontas a Dave y compruebas una por una cada pieza del mecanismo de su cuerpo, volviéndolo a montar y probando nuevamente…

—Bien, bien. Sé también mirar por una portilla…

Se miraron durante un momento, desalentados, y Powell, cautelosamente, dijo:

—Supongamos que interrogásemos a uno de los subsidiarios…

Ni Powell ni Donovan habían tenido hasta entonces la oportunidad de hablar con un «dedo». Sabía hablar; la analogía con el dedo humano no era, pues, exacta. En realidad, tenía un cerebro bastante desarrollado, pero este cerebro estaba primariamente adaptado a la recepción de órdenes, vía campo positrónico, y su reacción a los estímulos independientes era un poco confusa.

Powell no sabía tampoco a ciencia cierta su nombre. Su número de serie era DV-5-2, pero esto era de poca utilidad.

—Oye, camarada —le dijo para infundirle confianza—. Voy a pedirte que pienses muy intensamente y podrás volverte con tu amo.

El «dedo» hizo un rápido movimiento afirmativo con la cabeza, pero no llevó las limitadas funciones de su cerebro hasta hablar.

—En cuatro ocasiones recientes —dijo Powell—, tu amo se apartó del esquema cerebral. ¿Recuerdas estas ocasiones?

—Sí, señor.

—Las recuerda —gruñó Donovan con rabia—. Ya te he dicho que hay algo muy siniestro…

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