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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (227 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¡Oh, cállate, cállate! Desde luego que el «dedo» recuerda. ¿Qué hay de mal en ello? —Powell se volvió hacia el robot—. ¿Qué estaban haciendo cada una de estas veces…, todo el grupo, me refiero?

El «dedo» tenía una curiosa manera de recitar las frases, como si contestase las preguntas bajo la presión mecánica de su cerebro, pero sin poner en ello entusiasmo.

—La primera vez estábamos trabajando en una difícil explotación en el Túnel 17, Nivel B. La segunda estábamos asegurando el techo contra un posible hundimiento. La tercera vez estábamos preparando explosiones adecuadas para prolongar el túnel sin producir fisuras subterráneas. La cuarta vez fue después de un ligero desprendimiento.

—¿Qué ocurrió estas veces?

—Es difícil de describir. Se transmitió una orden, pero antes que pudiésemos recibirla e interpretarla, vino la nueva orden de avanzar en una extraña formación.

—¿Por qué? —saltó Powell.

—No lo sé.

—¿Cuál era la primera orden…, la que fue anulada por la de marchar en formación? —intervino Donovan, interesado.

—No lo sé. Sentía que se acababa de dar una orden, pero no tuve tiempo de recibirla.

—¿No puedes decirnos nada de ella? ¿Era la misma orden, siempre?

El «dedo» movía la cabeza, desalentado.

—No lo sé.

—Bien, en este caso, vuelve con tu amo —dijo Powell, echándose atrás.

El «dedo» se marchó, visiblemente aliviado.

—Bien, hemos conseguido bastante, esta vez —dijo Donovan—. Ha sido un diálogo, verdaderamente animado del principio al fin. Oye, Greg, Dave y el «dedo» nos están tomando el pelo los dos. Hay demasiadas cosas que no saben ni recuerdan. Va a ser cosa de no confiar ya en ellos, Greg.

Powell se estaba peinando el bigote en sentido contrario.

—¡Válgame Dios, Mike! ¡Otra estúpida observación como ésta y no sé lo que será de ti!

—Bien, bien… Tú eres el genio del equipo. Yo no soy más que un pobre niño de pecho. ¿En qué quedamos?

—Un poco más atrás que antes. He tratado de avanzar hacia atrás por mediación del «dedo» y no lo he conseguido. De manera que tendremos que avanzar hacia delante.

—¡Un gran hombre! —se maravilló Donovan—. ¡Qué simple es todo para él! Ahora tradúcemelo al idioma vulgar, Maestro.

—Lo entenderás mejor si te lo traduzco al lenguaje de los niños. Quiero decir que tenemos que averiguar qué orden fue la que dio Dave antes que todo fuese mal. Esta puede ser la clave del misterio.

—¿Y cómo esperas conseguirlo? No podemos acercarnos a él porque mientras estemos presentes, todo irá bien. No podemos captar sus órdenes por radio porque las transmiten vía campo positrónico. Esto elimina la proximidad y la lejanía, dejándonos ante un magnífico cero.

—Por observación directa, sí. Queda todavía la deducción.

—¿Eh?

—Vamos a ver los relevos, Mike —dijo Powell con una mueca—. Y no apartaremos los ojos de la placa de visión. Observaremos todos los actos de estos cerebros de acero. En el momento en que dejen de actuar, habremos visto lo que ocurría inmediatamente antes y deduciremos cuál era la orden.

Donovan abrió la boca y permaneció así durante un minuto entero. Después, como si se ahogase, dijo:

—Dimito. Me voy.

—Tienes diez días para tomar una decisión mejor —dijo Powell.

Qué es lo que durante ocho días trató de hacer Donovan. Durante ocho días, en guardias alternadas de cuatro horas, observó, con los ojos doloridos y congestionados, las relucientes formas metálicas que se movían sobre el vago fondo. Y durante ocho días, durante las guardias y los descansos, maldijo a la U. S. Robots, los modelos DV y el día en que nació.

Y entonces, el octavo día, cuando Powell entró con la cabeza dolorida y el sueño en los ojos para hacer su guardia, Donovan se levantó y, tomando lenta y deliberadamente la precisa puntería, arrojó un libro al centro de la placa de visión. Se produjo el natural ruido de algo que se rompe.

—¿Por qué has hecho esto? —preguntó Powell, boquiabierto.

—Porque no quiero observar nada más —respondió Donovan, casi con calma—. Nos quedan dos días y no hemos averiguado nada. DV-5 es sencillamente un fracaso. Se ha parado cinco veces mientras lo he estado observando y tres durante tu guardia y ni tú ni yo somos capaces de saber qué órdenes da. Y no creo que logres averiguarlo, porque no creo lograr averiguarlo yo.

—¡Pero, hombre, cómo quieres vigilar seis robots a la vez! Uno trabaja con las manos, el otro con los pies, uno como un molino de viento y otro salta arriba y abajo como un chiflado. Y los otros dos…, el diablo sabe lo que están haciendo. Y de repente se paran todos.

—Greg, no hacemos lo que debemos hacer. Tenemos que estar más cerca. Tenemos que observar lo que hacen desde donde podamos ver los detalles.

Hubo un amargo silencio que fue roto por Powell.

—Sí, y esperar que ocurra algo con sólo dos días por delante.

—¿Es que hay alguna ventaja en vigilar desde aquí?

—Es más cómodo.

—De acuerdo…, pero hay algo que puedes hacer allí y no puedes hacer aquí.

—¿Qué es?

—Puedes hacerlos parar…, en el momento que quieras, y entretanto estás preparado para ver qué es lo que ocurre.

—¿Cómo es eso? —dijo Powell, intrigado.

—Piénsalo tú mismo si tienes el cerebro que dices. Hazte algunas preguntas. ¿Cuándo para de trabajar el DV-5? ¿Cuándo ha dicho el «dedo» que lo hacía? Cuando hay amenaza de derrumbamiento o bien se produce; cuando hay que tomar delicadas medidas para la colocación de explosivos al encontrar un filón difícil.

—En otras palabras, cuando hay peligro —dijo Powell.

—¡Exacto! Cuando
esperas
que se produzca. Es el factor de iniciativa personal el que nos causa la perturbación. Y es precisamente durante los momentos de peligro, en ausencia de un ser humano, cuando la iniciativa personal está a su máximo de tensión. Ahora bien, ¿cuál es la deducción lógica? ¿Cómo podemos crear nuestra intercepción cuando y donde queramos? —Hizo una pausa, triunfante, ya que empezaba a gozar con su papel y contestaba sus propias preguntas adelantándose a la respuesta de Powell—. Creando nuestro propio peligro.

—Mike… —dijo Powell—, tienes razón.

—Gracias, camarada. Sabía que algún día la tendría.

—Bien, pero ahórrate los sarcasmos. Los conservaremos en una jarra para los inviernos fríos. Entretanto, ¿qué peligros podemos crear?

—Podríamos inundar las minas, si no estuviésemos en un asteroide sin aire.

—Muy ingenioso, sin duda. Realmente, Mike, me dejas incapacitado de tanta risa. ¿Qué te parece un pequeño desprendimiento de tierras?

Donovan avanzó los labios, reflexionó, y dijo:

—Por mi parte… De acuerdo.

—Bien. Manos a la obra.

Mientras avanzaba por el escarpado paisaje, Powell tenía todo el aspecto de un conspirador. En aquella baja gravedad, andaba por el abrupto suelo lanzando trozos de roca a derecha e izquierda bajo su peso y levantando nubes de polvo gris. Mentalmente, sin embargo, era el cauteloso avance de un conspirador.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.

—Creo que sí, Greg.

—Muy bien, pero si un «dedo» se acerca a veinte pasos de nosotros nos «sentirá», estemos en su línea de visión o no. Espero que ya lo sepas.

—Cuando necesite una información sobre la ciencia robótica te la pediré por escrito y por triplicado. Entremos por aquí.

Estaban ya en los túneles; incluso la luz de las estrellas había desaparecido. Los dos amigos seguían avanzando entre las paredes, iluminándolas con sus lámparas a espacios intermitentes. Powell buscó el seguro de su detonador.

—¿Conoces este túnel, Mike?

—No muy bien. Es nuevo. Creo poderlo reconocer por lo que vi en la placa de visión, pero…

Transcurrieron unos interminables minutos. Finalmente, Mike dijo:

—Toca eso…

Una ligera vibración de los muros se transmitió a través de la enguantada mano metálica de Powell. No se oía nada, naturalmente.

—¡Diablos! Estamos muy cerca.

—Abre bien los ojos —dijo Powell.

Donovan asintió, impaciente.

La cosa se produjo y desapareció antes que pudiesen sentirla; fue sólo un resplandor bronceado que atravesó su campo visual. Se agarraron uno a otro en silencio.

—¿Crees que nos sienten? —susurró Powell.

—Espero que no. Pero será mejor que los atrapemos de flanco. Toma el primer túnel transversal a la derecha.

—¿Y si no los encontramos?

—Bien, ¿y qué quieres hacer? ¿Volver atrás? —gruñó Donovan, malhumorado—. Están a cuatrocientos metros. Los he estado observando por la placa de visión. Y tenemos dos días…

—¡Cállate! Estás malgastando el oxígeno. ¿Es éste un corredor lateral? —Lanzó un destello—. Sí, lo es. Vamos.

La vibración era considerablemente más fuerte y el suelo temblaba.

—Va bien —dijo Donovan—, si no cede debajo de nosotros, sin embargo. —Mandó el haz de luz hacia delante, inquieto.

Con sólo levantar el brazo podían tocar el techo y la ensambladura había sido colocada recientemente. Donovan vacilaba.

—No hay salida. Volvamos atrás.

—No. Espera —dijo Powell, deslizándose por su lado—. ¿Qué es esta luz, allá abajo?

—¿Luz? No veo ninguna. ¿De dónde quieres que salga una luz, aquí?

—Luz de robot. —Subía por una suave pendiente, sobre manos y rodillas. Su voz resonó ronca e inquieta en los oídos de Donovan—. ¡Eh, Mike, ven aquí!

Había luz. Donovan avanzó al lado de las piernas estiradas de Powell.

—¿Una abertura?

—Sí. Tienen que estar trabajando en este túnel, por el otro lado.

Donovan tocó los ásperos bordes de un agujero que daba a un lugar que el destello luminoso de la lámpara reveló ser la galería principal de un filón. El agujero era demasiado pequeño también para que dos hombres pudiesen mirar por él simultáneamente.

—No hay nada —dijo Donovan.

—Ahora, no. Pero debió haberlo, de lo contrario no hubiéramos visto luz. ¡Cuidado!

Las paredes se derrumbaron a su alrededor y sintieron el impacto. Una ducha de fino polvo cayó sobre ellos. Powell levantó cautelosamente la cabeza y miró.

—Está bien, Mike. Están allí.

Los relucientes robots estaban aglomerados quince metros más abajo, en el túnel principal. Los brazos metálicos trabajaban laboriosamente en el montón de escombros creado por la última explosión.

—No perdamos tiempo —dijo Donovan con afán—. No tardarán mucho en terminar y la próxima explosión puede alcanzarnos.

—¡Por lo que más quieras, no me apures! —Powell sacó el detonador y sus ojos buscaron afanosamente a través del fondo polvoriento, donde la única luz era la de los robots y era imposible ver una roca saliente en la oscuridad.

—Hay un punto en el techo, casi encima de ellos. La última explosión no lo ha derribado del todo. Si puedes alcanzarlo en la base, la mitad del techo se vendrá abajo.

Powell siguió la dirección del delgado dedo.

—¡Cuidado! Ahora fija tu mirada en los robots y reza por que no se vayan demasiado lejos en esta parte del túnel. Son mis fuentes de luz. ¿Están los siete allí?

—Los siete —dijo Donovan después de haberlos contado.

—Bien, entonces, obsérvalos. Fíjate en todos sus movimientos.

Levantó el detonador y apuntó, mientras Donovan vigilaba y pestañeaba bajo el sudor que se metía en sus ojos. Disparó.

Hubo una sacudida, una serie de fuertes vibraciones y una nueva sacudida más fuerte que arrojó a Powell con fuerza contra Donovan.

—¡Greg, me has empujado! —gritó Donovan—. No veo nada…

—¿Dónde están? —preguntó Powell con violencia.

Donovan guardaba un estúpido silencio. No había rastro de los robots. Todo estaba oscuro como las riberas de la laguna Estigia.

—¿Crees que los hemos sepultado? —balbuceó Donovan.

—Vamos a bajar. No me preguntes lo que creo.

Powell se arrastró hacia abajo, a toda velocidad.

—¡Mike!

Donovan se detuvo en el momento en que iba a seguirlo.

—¿Qué ocurre, ahora?

—¡Detente! —La respiración de Powell llegaba ronca e irregular a los oídos de Donovan—. ¡Mike! ¿Me oyes, Mike?

—Estoy aquí. ¿Qué ocurre?

—Estamos bloqueados. No fue el techo que estaba a quince metros de nosotros lo que se vino abajo, sino el nuestro. La sacudida lo ha derribado.

—¡Cómo! —Donovan avanzó y se encontró con una barrera de tierra—. Enciende.

Powell encendió. En ninguna parte había un agujero por donde pudiese pasar una liebre.

—Vaya, ¿y qué hacernos ahora? —dijo Donovan en voz baja.

Perdieron algún tiempo y algún esfuerzo tratando de mover la barrera que los bloqueaba. Powell trató de ensanchar los bordes del agujero original y por un momento levantó su detonador. Pero sabía que tan de cerca, una explosión hubiera equivalido a un suicidio.

—¿Sabes, Mike —dijo sentándose en el suelo—, que hemos armado un lío? No estamos más cerca de saber qué le ocurre a Dave. Fue una buena idea, pero nos ha salido al revés.

La mirada de Donovan delataba una amargura cuya intensidad se perdía totalmente en la oscuridad.

—Sentiría ofenderte, muchacho, pero aparte de lo que sepamos o ignoremos acerca de Dave, estamos en una trampa. Si no nos liberamos, compañero, vamos a morir. M-O-R-I-R, morir. ¿Cuánto oxígeno tenemos, de todos modos? No más de seis horas.

—Ya he pensado en esto —dijo Powell, llevándose los dedos a su sufrido bigote y tratando de levantar su inútil visor transparente—. Desde luego, podríamos hacer que Dave nos saque de aquí fácilmente en este tiempo, de no ser porque nuestra preciosa jugarreta lo debe haber sepultado también con su radiocircuito.

—Lo cual no es muy risueño.

Donovan avanzó hacia la abertura y consiguió encajar en ella muy justamente su protegida cabeza.

—¡Eh, Greg!

—¿Qué hay?

—Supongamos que tuviésemos a Dave a seis metros. Esto nos salvaría.

—Seguro, pero, ¿dónde está?

—Abajo, en el corredor. Pero, por lo que más quieras, no sigas tirando de mí o me vas a arrancar la cabeza de su soporte. Ya te dejaré mirar.

Powell consiguió asomar la cabeza.

—Lo hemos hecho muy bien. Mira estos idiotas. Debe ser un
ballet
esto que hacen.

—Deja las observaciones secundarias. ¿Se acercan?

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