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Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
Ese mismo día 16, la campaña entró en cauce político y trámite parlamentario. La diputada por Barcelona Dolors Nadal, o sea, la perfecta catalana anticatalana según la versión sotánica nacionalista, le preguntó a la visitadora vaticana De la Vega: «El máximo responsable en el sector de telecomunicaciones y ordenación del espacio radioeléctrico amenaza a los medios de comunicación que tienen la osadía de criticar al Gobierno. Aclare si mantiene esta posición, teniendo en cuenta que la política informativa del Gobierno depende de su departamento». La valenciana tiró balones fuera: la libertad de expresión, además de los medios de comunicación, es «también de las personas, de los políticos y de los miembros del Gobierno, que no van a dejar tampoco de ejercer la que les corresponde». Efectivamente, para eso están los tribunales, pero no es eso lo que quiere el despotismo progre. De todas formas, me asombró esa forma de atacar a Montilla distinguiendo entre «personas» y «miembros del Gobierno».
El día 18 el CAC remitió a la COPE el famoso informe contra la cadena, hecho, según se jactaban en la checa audiovisual, en la propia emisora por afiliados del PSOE. No sería yo capaz de negarlo. Y tampoco habría de ser la última fechoría del que yo denuncié tras el 13-M como «el soviet del PSOE» dentro de la casa. Inútilmente, claro. El informe no tenía dentro nada, salvo ganas de jorobar. La famosa y archirrepetida frase atribuida a mí y que supuestamente decía que Zapatero sólo trataba con catalanes, terroristas y homosexuales, que a ver cuándo hablaba con gente normal, nunca pudo encontrarla el CAC por la sencilla razón de que no existía, ni siquiera manipulada. Pero la verdad es obstáculo que los nacionalistas y los progres evitan sin el menor problema. Ese mismo día, todos los grupos del Ayuntamiento de Barcelona rechazaron una propuesta de Alberto Fernández, otro catalán anticatalán como miembro del PP, en apoyo de la libertad de expresión.
La mayoría nacionalista se negó. Dijo que se trataba de un «apoyo encubierto a la COPE», y volcó la ya acostumbrada jaculatoria de la campaña: «Emisora que incita al odio entre territorios, con un lenguaje que lleva además emparejadas actitudes xenófobas, homófobas o racistas». ¡Y dale con la homofobia, el racismo y el odio territorial! Pero ¿de qué raza distinta a la española están hechos los catalanes? Y ¿cómo pueden odiarse los «territorios», entes geológicos inanimados y alalos, aunque estén poblados de analfabetos que no saben lo que significa odio ni territorio? El alcalde, Joan Clos, anestesista de ex profesión y sustituto de Montilla, se exhibió como orador al calificar de «táctica dialéctica» la propuesta del PP, dijo que «la demostración de que en este país existe libertad de expresión son los insultos del señor Jiménez Losantos» y terminó abroncando a Fernández Díaz: «Usted no hace un canto a la libertad de opinar, sino que está defendiendo a una emisora donde trabaja un personaje que insulta a quienes no le gustan; sea coherente y diga que está defendiendo a la COPE». Esto último, teniendo en cuenta el previsible desenlace de la propuesta, tal vez hubiera sido lo más lógico. Ahora bien, esa monserga de los insultos, infinitamente menores en mi programa de los que a mí me dedican en todos los medios audiovisuales catalanes, empezando por los públicos del Ayuntamiento y la Generalidad, sólo desnuda la idiocia o la inepcia de los presuntamente insultados. ¿Por qué nadie había ido a los tribunales?
El día 20, Montilla volvió a la carga. Demostrando que, pese a su indigencia académica, al menos sabe leer, repitió las atrocidades de
El País
días atrás y endilgó a la COPE un centón de frases injuriosas que en mí hubieran sido calificadas de «insultos». En él, de valoraciones políticas. Clausuraba la IV Conferencia Nacional del PSC y arremetió contra los populares, a los que llamó «la derecha nacional-católica» (los invitados de CiU no parpadearon), y los medios de comunicación críticos, o sea, la COPE y otros. El éxito del Estatuto, dijo, «será el fracaso del PP de Esperanza Aguirre y Mariano Rajoypero también de toda la caverna mediática, liderada por la emisora eclesiástica COPE, con Jiménez Losantos y el director de un diario con pretensiones planetarias». Pidió a la Iglesia «juego limpio» y que «deje de actuar como un satélite de la derecha política contra el Gobierno y de aparecer como servidores y portavoces de la España más intolerante». Pero de devolver el dinero regalado por La Caixa no dijo una palabra.
Pocas horas después tomó el relevo de la fatigosa campaña Carod-Rovira, el interlocutor y socio político del etarra Ternera en Perpiñán. Según el todavía líder de ERC, la Iglesia «debería reflexionar y ver si participar en manifestaciones en desacuerdo con una ley es la mejor forma de actuar respecto a un gobierno democrático». Otro demócrata contrario a la libertad de manifestación, como Franco, Antonio. Los obispos deberían extender ese «análisis» a su política de medios de comunicación, porque la mayoría de ciudadanos de Cataluña y la mayoría de católicos catalanes «están en contra de la actitud anticatalana de medios como la COPE». Probando su voluntad dialogante, el ex seminarista sentenció: «Ha llegado el momento de que el Gobierno empiece a revisar si los acuerdos existentes entre dos Estados, el español y el del Vaticano, tienen que seguir igual o bien han de ser adaptados a los nuevos tiempos, al siglo xxi». No aclaró Carod a qué Gobierno se refería. ¿Al de Madrid, al de Barcelona? Mandaba en los dos.
Y ese mismo día, en
La Voz de Asturias
, Alvaro Cuesta, presidente de la Comisión de Justicia del Congreso y turbio conductor del PSOE en la Comisión del 11-M, se despachaba también contra la COPE y sus accionistas mayoritarios: «La financiación de la Iglesia choca con la Constitución (…) También gastan mucho en la COPE, que nos digan cuánto y cómo lo financian. Parece que el dinero que les llega del Estado no les resulta útil para minorar [sic] gastos como el de la COPE (…) La Iglesia ha recibido una sobrefínanciación de 200 millones los últimos cinco años; no puede ser que un musulmán tenga que sostener a la Iglesia». Sin embargo, la Iglesia sí socorre a los musulmanes que naufragan en pateras gracias al «efecto llamada» del Gobierno de Zapatero. ¿O acaso Cuesta sólo trasladaba la queja de musulmanes como Benesmail o Almallah, implicados en el terrorismo islámico y protegidos o afiliados al PSOE?
El día 24 de noviembre comenzó una semana decisiva en la campaña contra la COPE. El Tripartito catalán, pendiente del Estatuto y del futuro referéndum, quería cerrar la COPE cuanto antes, de forma que aceleró la conversión del CAC en censura político-administrativa, en homenaje a Mussolini, y se fue también al Vaticano, en homenaje a De la Vega. Emulando su clamoroso éxito, la delegación oficial del Gobierno catalán encabezada por Xavier Vendrell, quiso presentar una queja, quizá de Estado a Estado, por los contenidos «anticatalanes» de la cadena COPE, en especial del programa
La mañana
. Pero en la Secretaría de Estado de la Santa Sede no fueron recibidos por nadie. Ni Sodano ni su segundo ni su tercero. Les atendió un minutante —oficial de segunda— al que Vendrell entregó un dossier informativo que incluía una copia del manifiesto de cuarenta intelectuales católicos contra la COPE y una presunta transcripción de algunos comentarios y editoriales. Vendrell dijo que el Vaticano, o sea, el minutante, «tomó nota formalmente» de la queja presentada y afirmó: «Percibimos que su interés por muchos temas, entre ellos la COPE, era importante». En los oficiales de segunda del Vaticano no hay otro tema de conversación. El portavoz adjunto del PPC en el Parlamento, Daniel Sirera, censuró que el Gobierno «malgaste recursos de los catalanes en hacer viajes para acallar la voz de alguna emisora de radio», y recordó que María Teresa Fernández de la Vega, «ya fue a quejarse, y el Vaticano respondió que ello se debía hablar en España».
Pero el viaje, como todos los de los tartarines nacionalistas, era sólo una pamema para consumo interno. Ese mismo día
Avui
titulaba: «Pinza contra Federico». Se trataba de ese manifiesto de «
quaranta intellectuals católics contra la calumnia i la mentida que fomenta l'emissora
». La otra pata de la pinza era una multitud de cinco o seis elementos de las juventudes de ICV que se concentraron (mejor, reunieron) ante la sede de la COPE en Barcelona con carteles que decían «La COPE, intoxicación mediática» y pedían a los anunciantes que retiraran sus contratos de la emisora. Curiosa confianza de los comunistas en el capitalismo. A esas alturas, sobre todo desde el caso del juez Fardo, en
El Mundo
y
La Razón
comenzaban a menudear las réplicas a los nacionalistas, todas irritadas y algunas feroces. Incluso en el
ABC
, quizá como última excepción, se publicó una columna de Rodríguez Marchante titulada «La corrupción no crispa» en la que decía: «Con lo fácil que lo pone la democracia: si la COPE dijera mentiras o difamara a alguien, lo que tendrían que hacer los manifestantes es irse a un juzgado de guardia y empapelar a la COPE o a Jiménez Losantos como se merece. Ahora bien, si lo que se dice en esa emisora es verdad el único recurso que les queda es ése: irse a la puerta a ver si les calla mediante métodos "democráticos"». E ironizaba: «Lo democrático sería que los programas políticos de la COPE no hicieran ya más alusiones a ese caso [el de Montilla y los mil millones de La Caixa]. ¡Ya está bien…! Hablando de ello lo único que se consigue es crear un clima de crispación y fomentar el anticatalanismo. Como si el catalanismo o la tranquilidad consistieran en embolsarse varios cientos de millones (…) La corrupción no crispa: sólo crispa hablar de ella».
Pero
El País
, y no por casualidad, concedió ese día el máximo protagonismo al mínimo piquete de los seis jóvenes «sandías», verdes por fuera y rojos por dentro. «ICV pide acabar con los privilegios que la Iglesia usa para sembrar odio», decía el diario de Polanco. El odio, siempre el odio, era el lema de la campaña, el signo que distinguía a los verdugos voluntarios dispuestos a cerrar la COPE. Era ya una campaña típicamente totalitaria, de odio nacionalista y progre contra quienes combatíamos intelectualmente, sin violencia pero sin complejos y desde un nítido liberalismo español, un Estatuto beligerantemente antinacional, a una opa que era un atraco y a lo que ambos anunciaban para España: un proyecto de régimen despótico, antiliberal y antidemocrático. El afán de los montillas y polancos estaba a la altura de su proyecto; era tan monstruoso como su odio. Pero, como todo mantra al estilo soviético, ese odio resultaba interminable, inagotable, abominable, insoportable. ¡Y lo que todavía nos quedaba por soportar!
En
El Periódico
de Franco el Joven, visto el fracaso de la movilización sandía, decidieron volver a lo eficaz: el trasteo de la Conferencia Episcopal. En este caso, Blázquez. El estilo, desmañado y a pegotones en forma de citas, avala que sus fuentes son clericales y nacionalistas, como desde el principio. Al cabo, también a las mitras separatistas les conviene cavar trincheras contra la COPE, camino de su independencia. La utilización de Blázquez sigue las pautas de esos maulas o
maulets
y se resume así: «Los obispos españoles están preocupados por el daño que pueda hacer a la Iglesia católica el control de algunos espacios de su emisora de radio, la COPE, por parte de propagandistas de la extrema derecha como Jiménez Losantos».
El Periódico
, citando fuentes de los obispos, dice que Blázquez ha sido firme en contra de «los mensajes de
La mañana
» pero que se decidió no «sacrificar a nadie» dados los resultados de audiencia. Y avanzando como almogávares al grito de «
Embolica, que fa fort!
», o, traducido al romántico, «líala otra vez, Sam», añaden: «Blázquez prometió introducir moderación».
Diríase que a don Ricardo quieren también volverle loco. De creer a los
maulets
de tinta roja, introduciría «moderación». ¿Y eso qué es, en boca, manos o pies del papel zetáceo? ¿Acaso no hablar más en la COPE de la corrupción de Montilla; o del caso del Carmelo; o del Caso Casinos (Convergencia) o del Caso Pallerols (Unió)? Todos ellos son alardes de cleptocracia al aire libre y, por si llueve, bajo techo,
indoor
, que diría Samaranch, el puente entre el franquismo y el separatismo sin pasar por la democracia. ¿Acaso renunciar a contar a toda España la marginación bendecida o la repugnante persecución de los castellano-hablantes, pieza clave de la ruptura de Cataluña con el resto de España? ¿Abandonar la crítica a un Estatuto que acaba con el concepto de pueblo español, de nación española y de igualdad de los ciudadanos españoles ante la ley? ¿Qué debería moderar la COPE? ¿Su aversión a la corrupción y al separatismo? Si la COPE vale algo, privarla de denunciar tanta ignominia, a voz en grito si es menester para compensar tanta afonía moral, sería tanto como darle garrote vil. Que es la suerte en la que se empeñan a diario los nacionalistas y sus cofrades de la secta progre. El tipo de razonamiento es tan astroso como cabía esperar: si nuestro mensaje es malo pero llega cada vez a más gente, con más motivo deberían acallarlo; si es bueno y se extiende, defenderlo. Que es lo que hace la mayoría episcopal, con Blázquez a la cabeza, a despecho de la ultraminoría nacionalista, supuestamente también con Blázquez. El resultado es el de siempre: turbiedad, intriga, basura y desperdicios.
Pero pocas horas antes de la moderada deposición franquiana, hubo momentos para el jolgorio y la algazara en el hemiciclo de las Cortes. El motivo de la juerga fue, cómo no, Montilla. El espantásuegras, Fernández de la Vega. La ocasión, una cuádruple intervención —Acebes, Zaplana, Nadal y Alberto Fernández— sobre las andanzas liberticidas y opáceas del ministro de Industria, con la cuádruple mala intención de que dimitiera; por despotismo flagrante contra la COPE y corrupción notoria contra Endesa.
Moraleda y sus cofrades en la Kominform monclovita habían planeado la defensa del Indefendible en 19 puntos, que debía leer la vicepresidenta para darle más énfasis y evitar que el ministro se defendiera a sí mismo, es decir, que naufragara en un piélago de «eeeees» y perdiera clamorosamente el debate. Pero, ay, bastó que la doña leyera el primer punto de los diecinueve que ameritaban la continuidad montillesca.
—Miren, señorías: ha aprobado una Ley de Comercio para evitar la morosidad en los pagos…