Read Desahucio de un proyecto político Online
Authors: Franklin López Buenaño
Lo
curioso de los arreglos institucionales y del sistema legal/regulatorio —que
funcionan con buenos resultados— es que no fueron diseñados por nadie en
particular, sino que surgieron espontáneamente de la acción humana. La grandeza
de un país no la hacen los gobernantes, sino el sudor de cada uno de sus
ciudadanos
Los
cambios institucionales afectan la manera en la que las sociedades evolucionan
en el tiempo y son la clave para entender el desempeño de ciertos agregados
humanos. Hay ciertos arreglos sociales que no son intencionales, sino que han
surgido espontáneamente porque ha habido ciertas reglas que han permitido su
aparición y su desarrollo. Por ejemplo, no hay nadie que haya diseñado o
planificado el lenguaje, el dinero, la democracia, el mercado, sino que han
aparecido como si una “mano invisible” los hubiera intentado. Tanto las
organizaciones como las reglas no son ideales ni perfectas ni óptimas, más bien,
evolucionan, cambian, se perfeccionan, “desde abajo”. Tratar de mejorarlas
“desde arriba” es darse con la piedra en la boca.
Todos
conocemos cómo funciona un partido de fútbol. Los jugadores se desempeñan en la
medida no sólo de sus talentos y conocimientos, sino también de sus incentivos
y motivaciones. Los resultados de un partido de fútbol son en una gran parte
inciertos o impredecibles. No obstante, sabemos que los resultados dependen de
las reglas. Si las reglas se mantienen estables (no constantes), hasta se puede
predecir con un margen de error los resultados. Si queremos alterar los
resultados “desde arriba”, es decir, utilizando el árbitro, ese orden
espontáneo se desordena, surgen las injusticias y los rencores, etc., etc. Eso
mismo es lo que sucede en otros arreglos espontáneos.
No solo
la economía es compleja. La democracia y la república no fueron diseñadas por
los padres de la patria de los Estados Unidos: eran instituciones conocidas
hace más de 2 000 años. Nos ha llevado casi 200 años aprender lo que significa
ser democracia, es que, cuando la importamos, no estábamos listos para la
república. El mercado o el capitalismo no fue inventado por Adam Smith ni por
los liberales del siglo XVIII. El intercambio internacional se practicaba antes
de los fenicios. Su imposición por el Fondo Monetario Internacional o el Banco
Mundial es una de las razones por las cuales el “neoliberalismo” ha tenido
tantos tropiezos.
Los gobernantes son falsos dioses
El
problema radica en que los construccionistas (los hay de izquierda y de
derecha) suponen que los gobernantes saben lo que es “deseable” y “beneficioso”
para los ciudadanos. Se arrogan el derecho de saber cuál es el “bien común” y
en qué consiste. Armados de este conocimiento, establecen controles de precios,
regulaciones ambientales, restricciones a la importación de bienes de consumo,
subsidios a “ciertas” exportaciones, reglas de moralidad o prohibición a
ciertas actividades, como la prostitución y la guerra a las drogas, y hasta
hacen guerras para “construir países”.
En definitiva, suponen que sólo los gobernantes son omniscientes, como
si fueran dioses: saben qué, cómo y cuánto le conviene a la ciudadanía y, por
ello, buscan censurar los programas de televisión, establecen estándares
subjetivos de “calidad”, prohíben o encarecen los alimentos transgénicos y las
medicinas populares, gastan dinero del pueblo en arte y cultura. En otras
palabras, tratan a Juan Piguave y a Doña Rosita como si fueran niños que no
saben qué es bueno ni qué les conviene. Se olvidan o ignoran lo que dice el
refrán: “Sobre gustos y colores, no discuten los doctores”.
*
Como nation building, los construccionistas de derecha justifican las guerras
en Irak y Afganistán.
Los
construccionistas suponen que las preferencias de cada individuo son
prácticamente exactas y que coinciden con la escala oficial de valores. No hay
más que observar a los miembros de una familia para desmentir este supuesto y
demostrar que los gobernantes no están “ungidos” de sabiduría ni, menos, del
derecho a imponer sus valores a los demás.
Estas
reflexiones nos llevan a lo que nos habíamos planteado al principio. El
problema de los “males sociales” radica en la imposibilidad de dar soluciones
“desde arriba”, porque los hombres no somos piezas de ajedrez: cada pieza tiene
una voluntad propia, unos objetivos propios, una escala de valores propia.
Nadie
puede tener suficientes conocimientos para poder manipular todas las variables
que entran en una institución social. Es por eso que, por mucha plata que se
gaste o por que se ponga a las mentes más lúcidas a buscar soluciones, no se
logra lo que se desea. Más aún, a menudo, los resultados son distintos a lo que
se buscaba o planeaba. El construccionismo, es decir, el afán de solucionar los
males sociales desde arriba, es un mito, una imposibilidad.
La fantasía de la planificación
estatal
De la
fe en el construccionismo es fácil saltar al espejismo de la planificación o la
ingeniería social.
Es comprensible el
espejismo de la
planificación:
deslumbra por su ropaje técnico, por sus
planteamientos
complejos disfrazados en programas de computadoras sofisticadas fuera del
alcance del vulgo, incluso más allá de las personas cultas. Sus encargados son
“
economistas
técnicos” graduados en universidades de renombre o son “
expertos
internacionales” con años de experiencia tanto en el
sector público
como en el privado. Además, pretenden sumar al
dirigismo del
Estado criterios de “e
quidad” y de “
concertación”.
Oponerse a estos criterios implica ser troglodita, retrógrada o duro de
corazón. Aunque la pl
anificación es
esencial para que el hombre se desempeñe con éxito en su quehacer diario, lo
realmente preocupante es que, detrás de todo
plan estatal, hay
un sinnúmero de
leyes y
reglamentos que
transfieren al Gobierno gran poder de decisión y subvierten la
libertad. El
despotismo y la planificación estatal son hermanos gemelos.
En enero de 2005, Gordon Brown,
Chancellor of the Exchequer
(Secretario
del Tesoro) del Reino Unido, en un discurso lleno de compasión y de cifras
sobre los pesadumbres de los pobres del mundo, exhortaba a las potencias
mundiales a duplicar la ayuda extranjera. Punto por punto, explicaba cómo la
prevención de la malaria costaba apenas 12 centavos de dólar la dosis, una cama
para aislar al infectado, cuatro dólares. Cinco millones de niños muertos
podían prevenirse con un gasto de tres dólares por madre.
Pero Gordon Brown parecía ignorar que los países
industrializados habían gastado 2,3 billones (2,3 x 10
12
) de dólares
en los últimos 50 años en ayuda externa y que no se había logrado prevenir ni
la mitad de las muertes por malaria. William Easterly, un antiguo funcionario
del Banco Mundial, reseña cómo “visionarios, celebridades, presidentes,
cancilleres, burócratas, generales de ejércitos, están conscientes de las
tragedias de la pobreza, pero pocos enfrentan la segunda”. Y que la segunda
tragedia —la de desperdiciar millones de dólares año tras año— se debe a que el
enfoque tradicional de planificar es errado. El plan correcto es
no
tener plan.
* En sus dos libros (2002 y
2006), William Easterly presenta evidencia contundente del fracaso de la
planificación.
La planificación es antagónica al Estado de Derecho
Parece un
non
sequitur
que la discrecionalidad y la arbitrariedad sean ingredientes
inherentes a la planificación pues, supuestamente, los planes son para evitar
que los funcionarios decidan según sus propios criterios. Sin embargo, la
rectoría del Estado
para redirigir la
utilización de
recursos
no puede sujetarse a normas
generales ni formales que impidan la arbit
rariedad
. Obligadamente,
tiene que atender los deseos de la gente a medida de que éstos surgen y, para
ello, ha de elegir deliberadamente las necesidades que deben satisfacerse —aquí
entra la discrecionalidad— porque implica favorecer a unos y no a otros. Es por
eso que la planificación es antagónica al concepto de
la i
gualdad
ante la Ley
. La diferencia es la misma que existe entre
promulgar un
código de tránsito
y obligar a la gente a circular por un sitio determinado.
Cuando el Estado tiene que
dirigir la
actividad privada,
debe tomar inevitablemente en cuenta las opiniones y contrapesar los intereses
de las diversas personas y grupos y decidir. Esto da origen a que las
decisiones que se tomen pasen a ser parte de la
Ley, a una
nueva jerarquía
que el
aparato coercitivo
del Estado impone al pueblo o, como sucede normalmente, da paso a coimas y
sobornos para lograr objetivos particulares.
Para
planear con
eficacia, el Estado debe proponer el logro de resultados ciertos; para lo cual,
debe conocer los efectos de las regul
aciones sobre las
act
ividades
particulares. Sin embargo, cuando lo hace, la
Ley deja de ser
imparcial y, obligadamente, favorece y obstaculiza la acción de otros. Por
ejemplo, si desea crear zonas estrictamente residenciales, favorece la creación
de centros comerciales en las afueras de las áreas urbanas y perjudica el
establecimiento de despensas familiares.
La
planificación
estatal requiere también de un
sistema completo
de
valores en el que
las necesidades y los deseos de cada persona o grupo ocupen un lugar definido.
Los criterios para satisfacer estos o aquellos deseos y para que la
Ley sea “justa”
son necesariamente arbit
rarios. Y,
normalmente, los “
intereses”
afectados no son los que están lejos de la decisión, sino necesariamente los
que están más próximos a la toma de la misma. Los que están más cerca tampoco
son necesariamente los mejores jueces.
La planificación aumenta la incertidumbre
Esta parece otra incongruencia pero, en el
Estado de Derecho,
si los individuos han de ser capaces de usar su conocimiento para elaborar sus
planes, tienen
también que ser capaces de prever los actos del Estado que puedan afectar estos
p
lanes. Al
contrario, cuando el Estado pretende dirigir las acciones individuales para
lograr fines particulares, su actuación depende de las circunstancias del
momento y, por consiguiente, sería imprevisible. Por ejemplo, si el Estado
pretendiera modificar con la
ley de tránsito el
patrón de
circulación para lograr ciertos objetivos (como sucede cuando se ejecutan obras
sanitarias o de agua potable), tendría que
cambiar a menudo
rutas y, a menos
que la información sea ágil y accesible, los individuos tendrían problemas en
la ejecución de sus plan
es.
La solución al
problema de la
incertidumbre que
crea la
planifi
cación estatal
podría ser una
campaña de
información instantánea, pero esto gastaría a la larga más
recursos que si se
permitiera la
planificación
individual. De aquí el hecho de que, cuanto más “planifica” el Estado, más
difícil se hace al individuo su
planificación.
La planificación aumenta la maraña legal y el centralismo
De hecho, a medida de que se extiende la planificac
ión, se hace
necesario adoptar un número cada vez más creciente de
disposiciones
legales. Cada vez más, se hace necesario entregar el poder de decisión a las
autoridades o a los jueces. Esto concede más poder al
legislador. El que
este poder sea dado por la Ley no lo legitima, aunque haya sido otorgado por la
Consti
tución.
El
ordenamiento de
una sociedad requiere de un mecanismo que posibilite la recolección de datos y
cifras para poder controlar y decidir. Por eso, se habla de evitar la
duplicación de esfuerzos y de la necesidad de unificarlos para poder llevar a
cabo los pl
anes. Todo ello
trae como resultado
la obligator
iedad de un
poder central
para la
toma de
decisiones. La centralizac
ión es una de las
consecuencias inexorables del
Estado
planificador.
Por todo esto,
la
planificación es
camino al despotismo. Porque, bajo este pretexto, se vicia la
legitimidad de la
Ley, se “
legaliza” la
arbitrariedad y la “democra
cia” puede
establecer el más completo
despotismo
imaginable.
Para
ejecutar el
plan, se necesita
de personal para obtener información y coordinar a los diversos agentes
involucrados en el
plan. De la misma
manera, lo requieren la concordancia y la
regulación de las
medidas
ordenadoras desarrolladas en el mismo. Todo esto implica
incrementar la
burocracia: se
requiere de agenc
ias, c
omités, comisio
nes, auto
ridades o como se
les quiera llamar, posiciones que hay que llenar y que sirven, en la mayoría de
los casos, para pagar
favores políticos
y de campaña, con el consecuente aumento del compadra
zgo y la corrupció
n.