Read Desahucio de un proyecto político Online
Authors: Franklin López Buenaño
Y no es
que la ambición del poder sea intrínsecamente mala como tampoco lo es el afán
de lucro. Hay muchos que en realidad sueñan hacer cosas que consideran
importantes para la comunidad. Lamentablemente, también hay otros —y son muy
numerosos— que buscan enriquecerse sin mucho trabajo y en pocos años y, como el
Erario es
arca abierta, el justo peca
.
Hay
cierto tipo de personas —a las que se podría llamar “megalófilos”— que busca el
poder afanosamente. El perfil psicológico de estos individuos puede ser
nocivamente marginal como el de los narcisistas o extremado como el de los
megalómanos. Correa merece ser clasificado entre estos últimos: es maniqueísta
(el que no está conmigo está contra mí), dogmático (la verdad es mi verdad) o
sabelotodo (tengo un PhD). Es curioso que los megalófilos también tengan
personalidades muy carismáticas, sean grandilocuentes, logren mimetizarse con
el público, digan lo que quienes les escuchan quieren oír y muevan a las masas.
Velasco Ibarra era excepcional en este aspecto. Fidel Castro y Hugo Chávez,
entre otros, exhiben este tipo de personalidad.
La personalidad conflictiva de Correa
Como
dije en el “Prefacio”, este libro no es una crítica al presidente como persona.
Su actitud conflictiva tiene cierta importancia sólo porque es un ejemplo para
otros. Para el caso, reproduzco la carta de un lector a la redacción del diario
El Universo:
«Cuando se actúa diferente a lo que se dice,
se cae en terreno fangoso, se pierde la humildad. Presidente, deje la
confrontación, recuerde que los pueblos emulan a sus líderes, se nutren de sus
ideas. Aprenda a golpear a sus detractores sin tocarlos, sin mencionarlos,
porque lo que más duele a los que tratan de dañar honras de funcionarios y
administraciones es ser ignorados. Hay que predicar con el ejemplo del equilibrio
y la madurez emocional que nos lleve a la rectificación en pensamiento y
actitudes, que sirvan de serios referentes a la sociedad, y más a nuestros
seguidores».
José
Enrique del Pezo Borbor, La Libertad, Santa Elena.
Tampoco
viene mucho al caso su conflicto con la prensa. Cada sábado y cuando puede,
ataca a los medios de comunicación. Quizás el presidente tenga la razón. Pero
nuevamente lo importante es que sus ataques son un reflejo de la propuesta Ley
de Comunicación o como la llaman algunos “ley mordaza”. El ataque a la libertad
de expresión es parte constitutiva del despotismo que se origina en el poco
aprecio que se tiene hacia los derechos a la propiedad privada.
La redistribución al final no funciona
Si en
países de escaso desarrollo se quita a los ricos para dar a los pobres, sólo se
consigue eliminar el bienestar de algunos pero sin cambiar en lo esencial: la
situación de las mayorías. Y la razón es muy sencilla: repartir los bienes de
quienes poseen y gozan de una situación económica holgada no alcanza para
mejorar de un modo efectivo las condiciones de vida de los más pobres. Es
decir, lo que hay es un cambio mínimo, casi imperceptible. El dinero nunca es
suficiente como parece, puesto que la masa de pobres es enorme.
Cuando
el Estado termina por controlar toda la vida económica de un país, como en
Cuba, los resultados son espantosos: miseria por doquier, desidia en el
trabajo, corrupción de los funcionarios que se hacen todopoderosos y que acaban
por utilizar en beneficio propio todo el enorme poder que tienen. Cuba es una
dictadura en la que la salud es un producto de exportación, la educación se
reduce al adoctrinamiento y el pueblo —al que se dice beneficiar— arriesga su
vida entre los tiburones para escapar de lo que se presenta a los incautos como
un paraíso socialista.
Pocos
niegan que las funciones básicas de un Estado son: defender la nación de
enemigos externos, dar seguridad jurídica a los ciudadanos y proporcionar un
marco legal para que cada individuo ejercite sus derechos sin violar los
derechos de los demás. Estas son las funciones de un Estado
propio
.
En los
dos últimos siglos, se fueron añadiendo funciones como la educación, la salud,
la previsión social y, desafortunadamente, también la redistribución de riqueza
o ingreso, una función
impropia. *
Es
esta última función la que, a pesar de los esfuerzos realizados, tanto en
países industrializados y, peor, en los de menos desarrollo, el fracaso ha sido
notable.
*
Es impropia porque los recursos del Estado son ajenos, no son de los
gobernantes, son de los ciudadanos.
Como
afirma Sabino (op. cit.): «…es por ahora el caso más general en la región, las
democracias redistributivas generan un ambiente muy poco favorable para su
consolidación debido a dos consecuencias de suma importancia: el aumento de la
corrupción y el abandono de las funciones esenciales del Estado. […] El
discurso político prevaleciente —la actitud que, podríamos decir, es la
políticamente correcta en estos tiempos— enfatiza las funciones sociales del
Estado pero recela de su actividad como proveedor de seguridad, paz y justicia.
Erróneamente se concibe que, aumentando los presupuestos de la educación, se
obtenga un rápido desarrollo económico pero se deja de lado el hecho de que sin
seguridad ciudadana, sin policía eficiente e incorrupta, sin jueces probos e
imparciales, sin garantía a la vida, a la propiedad, a la libertad, no hay
manera de lograr el progreso, especialmente de aquellos que menos tienen».
En la
medida en la que un Gobierno enfatiza las funciones
impropias
, se reduce el papel
propio
del Estado. Las exigencias de los ciudadanos para lograr beneficios
impropios
del Estado hacen, por un lado,
que el Estado crezca, se vuelva obeso, lento, ineficiente, ponga las finanzas
públicas en tensión, mientras que, por otro lado, se torna débil y presa fácil
de los grupos de interés.
La
educación, por ejemplo, cae presa de los sindicatos públicos. En el Ecuador,
está dominada por el Movimiento Popular Democrático (MPD), de corte marxista.
La educación pública, desde la de escuela hasta la superior, es un verdadero
desastre.
La
calidad de los servicios públicos, sobre todo la de la salud, es pésima: las
empresas estatales son focos de corrupción, los subsidios al gas y al
combustible favorecen más a los que más tienen y no se los puede derogar porque
no hay políticos, con suficientes agallas, que proponga eliminarlos. Es más, si
alguno lo hace, es muy probable que no gane las elecciones.
Para
poder financiar los gastos sociales, se aumentan los impuestos, se reduce el
gasto en obras que no son visibles, se aumenta la deuda pública y, cuando hay
discreción para manejar la moneda, se la envilece y se aumenta la inflación.
Inflación que, sin duda alguna, es el peor daño que se puede hacer a los pobres
y a la clase media.
En los
Estados en los que no existe disciplina fiscal, el Presupuesto no alcanza para
satisfacer las exigencias “sociales”. Las economías se estancan, la
institucionalidad se debilita, crece la delincuencia, escasea la seguridad
jurídica y se pone en peligro la paz social.
Cuando
el Gobierno es “dador” de dinero o prebendas, proliferan los que se acercan al
poder para disfrutar del latrocinio (porque el dinero del Fisco es ajeno). La
corrupción se encumbra a práctica habitual, y lo extremadamente grave es que se
borra la distinción entre los intereses privados y los intereses públicos. El
resultado es un
capitalismo de compinches
.
Como
las funciones propias de un Estado como la defensa de derechos, la probidad e
idoneidad de la función judicial son desplazadas, la frustración crece y crece
y los Gobiernos democráticos tambalean.
Además,
se pervierten las virtudes cívicas. El
quemeimportismo
sustituye a la acción comunitaria debilitando la sociedad civil. Las leyes de
protección a los empleados los convierten en individuos desaplicados,
inconstantes e irresponsables. Cunde la
incredibilidad
en los políticos y se depositan las esperanzas en los “
outsiders
”. El cinismo y el nihilismo se extienden a todos los
estratos de la población. En otras palabras, se exacerban los valores
culturales perniciosos mientras que se subvierten la confianza, la honestidad,
el respeto a la Ley y a la autoridad y a las virtudes democráticas.
Más razones para el fracaso del
proyecto polític
o
Cuando
cayó el Muro de Berlín, muchos llegaron a creer en
el fin de la Historia
y que la ideología socialista desaparecería
del mapa de las ideas y de la práctica. Pero no fue así. Sostiene Omar Ospina
(2009): “El entierro definitivo del socialismo no llegará antes de otros
destierros necesarios como son del hambre, de la injusticia, de la miseria, de
la discriminación y del autor incuestionable de todo ellos: el capitalismo…”.
En consecuencia, la desaparición del capitalismo eliminaría también todos esos
problemas sociales. Para Ospina, parece no existir la
naturaleza humana
: habría que cambiar al hombre por un hombre
“nuevo”. ¡Vana ilusión!
Porque
hay una constante en la naturaleza humana:
su comportamiento depende de los incentivos
.
Los incentivos son más útiles que las exhortaciones morales para cambiar el
comportamiento.
Es que
no somos ni ángeles ni demonios. Si los incentivos son buenos, los resultados
son beneficiosos; si son perversos, el resultado es perverso. Y el problema del
combate a la pobreza radica en que las políticas que se proponen ignoran, en su
mayor parte, el papel de los incentivos. Es decir, los encargados de llevar a
cabo las políticas de redistribución son al final de cuentas los beneficiarios
de esas políticas. Por ello, el refrán: “Los que parten y reparten se llevan la
mejor parte”. Cuando analizamos el papel de los incentivos, se comprende por
qué las políticas redistributivas fracasan.
Todo
tipo de leyes, reglas o reglamentos tiene dos propósitos: reducir la
incertidumbre y regular el comportamiento humano. Hay reglas formales, es
decir, registradas en algún libro, y reglas informales que son parte de la
cultura de un pueblo. Estudiemos dos casos para demostrar que no es por falta
de voluntad política el fracaso de la redistribución: es porque los incentivos
bajo los que operan los funcionarios de sector público conducen al fracaso. El
defecto más importante es que no son dueños de los fondos que utilizan. Como
dice el refrán: “Lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta”.
La relación entre agente y principal
El
principal es el dueño de un recurso; el agente es el que lo administra.
Mientras más cercano está el principal del agente, más fácil son su control y
su supervisión. Pero si no está muy cerca, debe haber mecanismos para que el
agente rinda cuentas de su actuación. Si no existen estos mecanismos, lo lógico
es que los agentes se aprovechen.
El
problema del agente/principal y de los mecanismos de rendición de cuentas son
más agudos en el sector público que en el sector privado. En primer lugar, el
principal no es el gerente ni los administradores ni el gobernante de turno.
Supuestamente, son los ciudadanos, los miembros de la sociedad. Pero los
principales tienen poca autoridad sobre los agentes y, si no existen mecanismos
idóneos para la rendición de cuentas, los que administran los fondos públicos
se aprovechan. No son los dueños, pero actúan como si lo fueran. Sus intereses
no están en hacer que la empresa estatal rinda o sea eficiente, sino en
satisfacer sus propios intereses y conveniencias.
Una
contraloría o una comisión anticorrupción, conceptualmente, podría cumplir con
este papel
siempre y cuando existiera una separación clara de poderes
. La
descentralización geopolítica tiene como objetivo primario acercar el pueblo a
los gobernantes para que cumplan mejor su función, que es
servir a los ciudadanos,
no servirse de los fondos que son del
pueblo.
Mientras
más discreción tenga el gobernante o el empleado público para utilizar los
fondos en beneficio propio, más extensos son la corrupción, el peculado y la
malversación de fondos. Es que “lo que no nos cuesta, hagámoslo fiesta”. Otro
problema del sector público asociado con el del agente/principal es la búsqueda
de rentas.
La búsqueda de rentas o el porqué de las oligarquías
Si un
grupo tuviera poder suficiente para extraer de cien mil personas diez dólares a
cada una y repartir el millón recaudado a cien mil dólares por cabeza,
inmediatamente habría muchos a los que les encantaría ser parte del grupo. Para
los que pagan, la cantidad sería tan pequeña que, en realidad, ninguno de los
afectados se sentiría incentivado para impedir el reparto. Por el contrario,
los destinatarios de los fondos tendrían enormes incentivos para que se haga el
reparto. Si a esto agregamos los incentivos de los administradores de los
fondos para manejar el dinero (sueldos y prebendas) y la posibilidad del “10%”,
los que salen ganando son los “intermediarios”, y a penas las sobras llegarían
a los destinatarios.
Una vez
iniciado el proceso, el esquema toma vida propia. A los diez del grupo
original, se unirán “otros necesitados” o se formarán otros grupos con el mismo
propósito: repartirse la plata ajena. Si los “contribuyentes” no son cien mil,
sino millones, y si en lugar de diez dólares se aumentan a cientos y, si es
posible, a miles de dólares (la carga se coloca sobre los que más tienen) el
“reparto” se facilita. La conclusión es clara: mientras más énfasis se ponga en
repartir, más propensa se vuelve la sociedad a generar
grupos de poder
.