Misty se limita a ir bebiendo la cerveza que lleva en la mano dentro de una bolsa marrón y a dejarlo que hable.
El pelo del hombre, la forma en que le clarea por encima de las sienes y la forma en que el viento frío le enrojece el cuero cabelludo, todo junto da la impresión de que tenga cuernos de diablo. Tiene cuernos de diablo y la cara toda roja y los ojos entrecerrados y rodeados de arrugas. Arrugamiento dinámico. Rítides laterales cantales.
El perro dobla el cuello hacia un lado por encima de la paletilla, en un intento de apartarse de ella. El aftershave del hombre huele a clavo. Enganchadas a su cinturón, por debajo del borde de su chaqueta, se ven unas esposas cromadas.
Solamente para que conste en acta, el parte meteorológico de hoy anuncia agitación creciente con posibilidad de colapso físico y emocional.
El hombre aguanta con la mano la correa de su perro y dice:
—¿Está segura de que se encuentra bien?
Y Misty le dice:
—Confíe en mí, no estoy muerta. —Dice—: Tal vez mi piel esté muerta.
Síndrome de Stendhal. Epinefrina. Grafología. El coma de los datos. De la educación.
El hombre asiente mirando su cerveza en la bolsa de papel marrón y dice:
—¿Sabe que está prohibido beber en sitios públicos?
Y Misty le dice:
—¿Qué pasa? ¿Es que es usted poli?
Y él dice:
—Pues mire, resulta que sí, soy policía.
El tipo abre su cartera y le enseña una insignia. Sobre la insignia plateada hay grabada una inscripción: «Clark Stilton, detective. Equipo operativo para delitos extremistas del condado de Seaview».
Tabbi y Misty están caminando por el bosque. Por los terrenos agrestes del cabo de Waytansea. Lo que hay aquí son alisos, generaciones enteras de árboles que crecen, se desploman y vuelven a brotar sobre sus propios muertos. Los animales, tal vez los ciervos, han creado un sendero que serpentea por entre los montones de árboles intrincados y los bordes de las rocas tan grandes como obras arquitectónicas y recubiertas de gruesas capas de musgo. Por encima de todo esto, las hojas de los alisos confluyen en un cielo cambiante de color verde reluciente.
Aquí y allá, la luz del sol se filtra en haces tan grandes como lámparas de araña. El lugar no es más que una versión todavía más caótica del vestíbulo del hotel Waytansea. Tabbi lleva un solo pendiente antiguo, una filigrana de oro y una neblina de cristales rojos brillantes de estrás alrededor de un corazón rojo esmaltado. Lo lleva cogido a su jersey rosa, como si fuera un broche, pero es el mismo pendiente que el amigo rubio de Peter se arrancó de la oreja. Will Tupper, el del ferry.
Tu amigo.
Tiene guardadas las alhajas en una caja de zapatos debajo de la cama y se las pone en las ocasiones especiales. Los rubíes de cristal descascarillado que lleva sujetos al hombro resplandecen bajo la luz verde brillante que les cae sobre las cabezas. Los cristales sucios de estrás reflejan el rosa de la sudadera de Tabbi.
Tu mujer y tu hija pasan por encima de un tronco podrido e infestado de hormigas y van rodeando heléchos que rozan la cintura de Misty y la cara de Tabbi. Avanzan en silencio, buscando pájaros con la mirada y con la vista, pero no hay nada. No hay pájaros. No hay ranas. No hay ningún ruido procedente del océano, no se oye el susurro y el romper de las olas por ningún lado.
Se abren paso por entre un matorral de tallos verdes, algo con unas hojas amarillas y blandas que se están pudriendo por la base. Hay que vigilar a cada paso porque el terreno es resbaladizo y está encharcado. Misty no tiene ni idea de cuánto tiempo lleva caminando, observando el suelo con atención, sosteniendo ramas para que no golpeen a Tabbi, pero cuando levanta la vista, ve a un hombre allí de pie.
Solamente para que conste en acta, los músculos
levator labii
de Misty, sus músculos de los gruñidos, sus músculos del «lucha o escapa», sufren un espasmo colectivo. Todos esos músculos componen el paisaje del gruñido y se congelan, la boca se le tensa y los dientes le quedan al descubierto.
Misty agarra a Tabbi por la parte de atrás de la camiseta. Tabbi continúa mirando el suelo y caminando hacia delante y Misty tira de ella hacia atrás.
Y la chica resbala y tira de su madre hacia el suelo y dice:
—¡Mamá!
Tabbi queda tumbada en el suelo mojado, entre las hojas y el musgo y los escarabajos. Misty está inclinada junto a ella y los helechos trazan sus arcos por encima de las dos.
El hombre está a unos diez pasos de ellas, mirando en dirección contraria. No se gira. A través de la cortina de helechos, parece medir dos metros, moreno y corpulento, con hojas marrones en el pelo y salpicaduras de barro en las piernas.
No se gira ni tampoco se mueve. Debe de haberlas oído y está allí, escuchando.
Solamente para que conste en acta, está desnudo. Su culo desnudo queda delante de ellas.
Tabbi dice:
—Suéltame, mamá. Hay bichos.
Y Misty la chista para que calle.
El hombre espera, paralizado, con una mano a la altura de la cintura como si estuviera palpando el aire en busca de movimientos. No hay ningún pájaro cantando.
Misty está agachada, acuclillada con las palmas de las manos en el suelo fangoso, lista para agarrar a Tabbi y echar a correr.
Luego Tabbi pasa a su lado y Misty dice:
—¡No!
Misty estira el brazo deprisa y agarra el aire que su hija ha dejado atrás.
Pasa un segundo o tal vez dos antes de que Tabbi llegue a donde está el hombre y le ponga la mano en su mano abierta.
Durante esos dos segundos, Misty descubre que es una birria de madre.
Peter, te casaste con una cobarde. Misty sigue allí, en cuclillas. En todo caso, ha retrocedido un poco, lista para salir corriendo en dirección contraria. Lo que no te enseñan en la facultad de bellas artes es el combate cuerpo a cuerpo.
Y Tabbi se da media vuelta, sonriente, y dice:
—Mamá, no seas tan mongui. —Coge la única mano extendida del hombre con sus manos y flexiona los brazos para levantar los pies del suelo. Dice—: No es más que Apolo.
Cerca del hombre, casi oculto bajo las hojas caídas, hay un cadáver. Un torso blanquecino con venas azules. Un brazo blanco cortado.
Y Misty sigue allí en cuclillas.
Tabbi se deja caer del brazo del hombre y va hasta donde Misty está mirando. Aparta las hojas de una cara blanca y muerta y dice:
—Esta es Diana.
Mira a Misty allí en cuclillas y pone los ojos en blanco.
—Son estatuas, mamá.
Estatuas.
Tabbi regresa para cogerle la mano a Misty. Levanta el brazo de su madre, la hace ponerse de pie y le dice:
—¿Sabes de qué te hablo? Estatuas. Tú eres artista.
Tabbi tira de su madre. El hombre de pie es de bronce oscuro, sucio de liquen y deslustrado. Un hombre desnudo con los pies atornillados a un pedestal enterrado entre los matorrales del lado del camino. Sus ojos tienen iris y pupilas profundos, unos iris romanos grabados en el bronce. Las proporciones de sus brazos y piernas son perfectas en relación con el torso. La media dorada de la composición. Se han aplicado todas las reglas del arte y la proporción.
La fórmula griega en virtud de la cual nos gusta lo que nos gusta. Más de ese coma de facultad de bellas artes.
La mujer del suelo está hecha de mármol blanco y roto. La mano rosada de Tabbi aparta las hojas y la hierba de los muslos blancos y alargados y revela que los coquetos pliegues de la entrepierna pálida de mármol confluyen en una hoja labrada. Los dedos y los brazos lisos, los codos sin una sola arruga. El pelo labrado de mármol le cuelga en forma de rizos blancos esculpidos.
Tabbi señala con su mano rosada un pedestal vacío que hay al otro lado del sendero respecto a la estatua de bronce y dice:
—Diana se cayó mucho tiempo antes de que yo la conociera.
El músculo de la pantorrilla del hombre de bronce está frío, pero cada uno de sus tendones está esculpido con todo detalle y todos sus músculos son fuertes. Misty pasa la mano por la fría pierna de metal y dice:
—¿Has estado aquí antes?
—Apolo no tiene picha —dice Tabbi—. Ya he mirado.
Y Misty le aparta bruscamente la mano de la hoja que la estatua tiene esculpida sobre la entrepierna de bronce. Dice:
—¿Quién te trajo aquí?
—La abuelita —dice Tabbi—. La abuelita me trae aquí todo el tiempo.
Tabbi se encorva para frotarse la mejilla contra la mejilla lisa de mármol de Diana.
La estatua de bronce, la de Apolo, debe de ser una reproducción del siglo XIX. O quizá de finales del XVIII. No puede ser auténtica, no puede ser una pieza griega o romana de verdad. Estaría en un museo.
—¿Por qué están aquí estas estatuas? —dice Misty—. ¿No te lo dijo tu abuela?
Tabbi se encoge de hombros. Estira el brazo hacia Misty y dice:
—Hay más. —Dice—: Te las enseño.
Hay más.
Tabbi la lleva por los bosques que rodean el cabo y encuentran un reloj de sol en el suelo entre los matojos, cubierto de una capa oscura de verdín. Encuentran una fuente tan ancha como una piscina, pero llena de ramas y bellotas derribadas por el viento.
Pasan por delante de una gruta cavada en la ladera de una colina, una boca oscura flanqueada de pilares cubiertos de musgo y cerrada por una cancela de hierro con cadenas. La piedra ha sido tallada en forma de arco que se eleva hasta una dovela en el medio. Elegante como el edificio de un banco pequeño. La fachada mohosa de un edificio gubernamental enterrado. Abarrotado de ángeles labrados que sostienen guirnaldas de manzanas, peras y uvas de piedra. Coronas de flores de piedra. Todo tremendamente sucio, agrietado y resquebrajado por las raíces de los árboles.
En medio de todo hay plantas que no deberían estar aquí. Una rosa trepadora asfixia a un roble: trepa quince metros y acaba floreciendo en la copa del árbol. Hay hojas amarillas de tulipán marchitas por el calor estival. Una pared altísima de palos y hojas resulta ser un matorral enorme de lilas.
Los tulipanes y las lilas no son plantas autóctonas.
Nada de todo esto tendría que estar aquí.
En el prado que ocupa el centro del cabo encuentran a Grace Wilmot sentada sobre una manta extendida en la hierba. A su alrededor florecen los acianos azules y rosados y las margaritas blancas. La cesta de mimbre del picnic está abierta y encima de la misma revolotean las moscas.
Grace se pone de rodillas, con un vaso de vino tinto en la mano, y dice:
—Has vuelto, Misty. Ven, coge esto.
Misty coge el vino y bebe un poco.
—Tabbi me ha enseñado las estatuas —dice Misty—. ¿Qué había aquí antes?
Grace se pone de pie y dice:
—Tabbi, recoge tus cosas. Es hora de irnos.
Tabbi recoge su jersey de encima de la manta.
Y Misty dice:
—Pero si acabamos de llegar.
Grace le da una bandeja con un sandwich encima y dice: —Te vas a quedar a comer. Vas a tener el día entero para tu arte. El sandwich es de ensalada de pollo y está caliente de llevar rato bajo el sol. Las moscas se han posado en él, pero no huele mal. Así que Misty le da un mordisco.
Grace señala a Tabbi con la barbilla y dice:
—Ha sido idea de Tabbi.
Misty mastica y traga. Dice:
—Es una idea muy amable, pero no he traído mis cosas.
Y Tabbi va a la cesta del picnic y dice:
—La abuelita sí. Las hemos traído para darte una sorpresa. Misty da un trago de vino. Cada vez que alguien bienintencionado te obligue a demostrar que no tienes talento y te resfriegue por la cara el hecho de que eres un fracaso en el único sueño que has tenido nunca, tómate otra copa. Ese es el juego Alcohólico de Misty Wilmot.
—Tabbi y yo nos vamos de misión —dice Grace.
Y Tabbi dice:
—Nos vamos de mercadillos. La ensalada de pollo tiene un sabor raro. Misty mastica, traga y dice:
—Este sandwich tiene un sabor extraño.
—Es el cilantro —dice Grace. Y dice—: Tabbi y yo tenemos que encontrar una bandeja de dieciséis pulgadas con diseño de Espiga de Trigo en placa de Lenox. —Cierra los ojos, niega con la cabeza y dice—: ¿Por qué nadie se interesa por su vajilla hasta que dejan de fabricar su modelo?
Tabbi dice:
—Y la abuelita me va a comprar mi regalo de cumpleaños. Lo que yo quiera.
Ahora Misty se va a quedar aquí tirada en el cabo de Waytansea con dos botellas de vino tinto y una ensalada de pollo. No ha tocado sus pinturas, sus acuarelas, sus pinceles ni su papel desde que su hija era un bebé. Los acrílicos y los óleos deben de estar duros. Las acuarelas secas y agrietadas. Los pinceles acartonados. Todo estará estropeado.
Incluyendo a Misty.
Grace Wilmot levanta una mano y dice:
—Tabbi, ven conmigo. Dejemos que tu madre disfrute la tarde.
Tabbi coge la mano de su abuela y las dos empiezan a cruzar el prado hacia el camino de tierra donde han dejado el coche aparcado.
El sol es cálido. El prado es lo bastante alto como para que uno pueda mirar hacia abajo y ver cómo las olas susurran y rompen contra las rocas. Al otro lado de la costa se ve el pueblo. El hotel es una mancha de madera blanca. Casi se ven las ventanas en saliente de las buhardillas. Desde aquí, la isla tiene un aspecto agradable y portee tu. No parece atiborrada de turistas ni llena de vallas publicitarias. Tiene el aspecto que debió de tener antes de que llegaran los veraneantes ricos. Antes de que llegara Misty. Se entiende por qué la gente nacida aquí no quiere marcharse nunca. Se entiende por qué Peter tenía tantos deseos de protegerla.
—Mamá. —La llama Tabbi.
Tabbi se ha separado de su abuela y corre hacia Misty. Agarrándose la sudadera rosa con las dos manos. Sonriente y jadeando, llega al sitio donde Misty está sentada sobre la manta. Con el pendiente dorado de filigrana en las manos, dice:
—No te muevas.
Misty no se mueve. Se convierte en estatua.
Tabbi se inclina para ponerle el pendiente en el lóbulo a su madre y dice:
—Casi se me olvida hasta que me lo ha recordado la abuelita. La abuelita dice que te va a hacer falta esto.
Tiene las rodillas de los vaqueros llenas de barro y manchadas de verde de cuando a Misty le ha entrado el pánico y la ha tirado al suelo. De cuando Misty ha intentado salvarla.