El grupo se retiró a descansar, sabedores de que, por delante de ellos, todavía se abría un túnel que parecía no tener fin.
El nuevo día amaneció sin grandes sorpresas para Hans y Alha. El Magnánimo había preparado tres habitaciones para sus huéspedes. Una para Alha y Hans, otra para Khanam, y otra para su hija. Aquello les había permitido descansar de una manera que hacía mucho tiempo que no recordaban. El nuevo amanecer les brindaba la posibilidad de relajarse, mientras Tanarum recibía nuevamente los implantes grodianos. El científico se había dirigido de nuevo hacia el templo. Esperaba poder tener algún momento de conversación con la inteligencia artificial que gobernaba el Imperio Grodey. Nahia, por su parte, sentía curiosidad por ver las sorpresas que podía albergar aquella enorme ciudad. Alha, sin embargo, estaba entregada en cuerpo y alma a intentar animar a su esposo, que parecía estar sumido en una depresión desde el descubrimiento de que Ilstram tenía nuevos emperadores.
La pareja había paseado por las calles durante un par de horas. Se habían encontrado con multitud de grodianos, que, al igual que el día anterior, miraban con gran sorpresa a aquellos extraños visitantes. Al no encontrar un lugar donde poder sentarse, siguieron avanzando mientras ella se limitaba a escuchar a su esposo:
—¿Crees que soy un cobarde por no querer recuperar mi lugar como emperador? —le preguntó.
—No creo que seas un cobarde, cariño. —Dijo ella—. Pero creo que te debes a tu pueblo, no puedes aprovechar esta situación para quitarte de en medio.
—Siempre he anhelado poder ser uno más, una persona anónima. Ahora estoy justo en esa posición.
—Pero estás ahí porque te han obligado, no porque tú quisieras —le reprochó su mujer.—. Si hubiese dependido de ti, ¿hubieras renunciado a ser emperador? No lo has hecho en treinta años.
—Yo no elegí serlo, se me crió y educó así. Por culpa de los emperadores como mi padre, perdí a todos mis amigos en aquella batalla. Por culpa de la política, la economía, las guerras… perdí lo único que tenía en mi juventud.
—Pero ahora tienes otras cosas, ¿verdad? —le rodeó dulcemente con sus brazos sobre sus hombros. A lo que él respondió rodeándola con sus brazos por la cintura.
—Sí, claro. Te tengo a ti, y a nuestro hijo, que nacerá pronto. Eso es lo único que me preocupa.
—¿Nuestro hijo?
—Sí, tu embarazo. Deberías estar en Ilstram para poder tener la atención que te haga falta.
—No podemos volver, al menos no como personas normales.
—¿Por qué tengo que seguir el legado de mi padre? —dijo Hans.—. Si ahora estamos aquí es porque no lo hice. Fui demasiado ciego como para ver que el mariscal estaba jugando a dos bandas.
—Aunque tú no lo creas, cariño, el pueblo te aprecia por quién eres.
—También hay muchos que no me aprecian y preferirían que hubiese alguien más afín a la manera de pensar de mi padre. Ya escuchaste ayer a El Magnánimo, no ha habido rebeliones.
—Porque se nos ha declarado desaparecidos y la versión oficial nos considera muertos, no lo olvides. ¿Cómo reaccionarían si supieran que estás vivo? —le preguntó ella.
Él guardó silencio durante unos segundos:
—No sé qué debería hacer. Aunque quisiéramos regresar, no tenemos una fuerza de combate que nos vaya a ayudar. Los imperios colindantes no nos prestarían su ayuda por miedo a entrar en un conflicto directo con el Imperio Tarshtan. Y —dijo mirando al cielo del planeta en el que se encontraban— dudo mucho que los habitantes de este mundo vayan a prestarnos su ayuda. Además… ¿en qué situación quedaría yo? Volvería a ser ese emperador que está ahí a pesar de preferir estar en otro sitio.
—Estarías cumpliendo tu función como emperador. ¿Prefieres que Ilstram termine siendo parte del Imperio Tarshtan?
Su esposo guardó silencio durante unos instantes:
—En eso tienes razón… sé que no he tenido muchos momentos de lucidez desde ayer. Pero me he preguntado varias veces, ¿por qué permitirían que hubiese un emperador humano? ¿No tendría más sentido que fuese un narzham o un olveriano?
—No lo sé… —respondió Alha dubitativa.
Volvió a hacerse el silencio entre ambos, mientras continuaban caminando calle abajo. Se encontraban en una amplia avenida que recorría la ciudad en toda su longitud. Podían ver las populares naves de transporte urbano grodianas, que ellos mismos habían exportado a otros imperios, así como androides que se encargaban de regular la vida de sus habitantes y artilugios de lo más variopinto. No sólo usaban aquellos monóculos con los que parecían analizar a otros seres vivos, si no que hasta sus vestimentas, generalmente uniformes de una única pieza, tenían componentes cibernéticos que ayudaban a regular su temperatura corporal y funciones vitales. Aquellas creaciones se habían metido en sus vidas hasta ser parte de ellos mismos:
—Este mundo es tan diferente… —dijo la esposa de Hans.
—Todos los mundos lo son. Todos los imperios, con el paso de los siglos, han desarrollado su propia identidad… Su propia cultura.
—¿Y no te preocupa que se vaya a perder la cultura de Ilstram? Eres el único que tiene la capacidad de evitar que la identidad de nuestro mundo se pierda…
—Sólo soy un hombre, Alha. No he sido más que otro emperador. Después de mí hay otro, y otros le sucederán a él.
—Tarde o temprano, si no les detenemos. El Imperio Tarshtan y ese Gruschal conquistarán nuestro reino. Cuando eso pase, se perderá toda la identidad que durante milenios tus ancestros han luchado por proteger y desarrollar. ¿Eso tampoco te importa?
—Claro que sí… Sé que soy afortunado por pertenecer a esa familia. Hay cientos de miles de millones de humanos en el Universo. Sólo un puñado son personas con poder e influencia. Yo estoy en esa minoría.
Alha le miró pensativa, sabía que la batalla en la que perdió a sus amigos le había marcado para siempre. Quizá, aquél era el auténtico problema:
—¿Crees que algún día perdonarás a tu padre?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Hans.
—Le culpas de que todos tus amigos y compañeros muriesen en la batalla. ¿Sigues odiándole?
Se quedó callado, mirando al horizonte. Era innegable que sentía rencor hacia su padre por lo que había hecho. Quizá odio era una palabra demasiado severa, pero sin duda, no guardaba buenos recuerdos de los últimos días con vida de su progenitor:
—Creo que nunca le podré perdonar.
—Cariño… Quizá necesitas liberarte de la sombra de tu padre y asumir tu responsabilidad. Tienes un imperio por el que responder. Un trono que te han usurpado. No puedes limitarte a sentarte aquí y esperar a que pasen los días. ¿Qué futuro quieres darle a nuestro hijo? ¿Uno en el que nos dedicamos a huir de planeta en planeta intentando que los tarshtanos no nos maten? Sabes que ya están al corriente de que hemos escapado. Si no volvemos a Ilstram y arreglamos las cosas, nos espera una vida de fugitivos. —Le dijo ella con voz firme.
Su marido la miró fijamente a los ojos. Sin quererlo, su mujer le estaba recordando por qué la quería tanto. Desde siempre había tenido una personalidad muy fuerte, y había sido su pilar de apoyo en incontables ocasiones, tal y como estaba haciendo en aquel preciso instante. Sabía que tenía razón, no podía actuar como si nunca hubiese sido emperador de Ilstram y pretender ser uno más. A fin de cuentas, habían sido expulsados de allí por otro imperio y, seguramente, por su propio mariscal, el sirviente más leal que había tenido su padre.
—Tienes razón… —dijo finalmente—. Tenemos que volver a Ilstram, y tenemos que conseguir recuperar el Imperio. Por nuestro futuro, y por nuestro propio bien, no sólo el tuyo y el mio. También el de Khanam y Nahia, que se han visto metidos en todo esto sin ser culpables de nada.
—¿Estás seguro?
—No ha cambiado mi opinión. Sigo pensando que preferiría ser uno más. Pero es verdad, no puedo dar la espalda al legado de mis antepasados, a nuestro hijo, ni dejar en la estacada a nuestros amigos. No sería justo para vosotros.
Pasaron unos instantes, hasta que finalmente, reanudaron la conversación:
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Alha.
—No lo sé. Si queremos entrar en Antaria vamos a necesitar un ejército, pero no tenemos ninguno, ni hay nadie que nos vaya a ayudar. Oficialmente Ilstram tiene nuevos emperadores…
—¿Y El Magnánimo?
—Los grodianos no han participado en una guerra desde hace muchos años. Su ejército está compuesto de grandes pilotos espaciales, pero igual que el resto de imperios, no tienen ningún motivo para atacar.
—En realidad, sí lo tienen… —dijo la chica.
—¿Cuál?
—La tecnología de salto cuántico —le dijo mirando a su marido fijamente—. ¿Recuerdas lo que dijo Tanarum? Vendió esa tecnología a un mercader. Y Khanam y tú sospechabais que los tarshtanos podían haberla terminado y estar usándola.
—¿La tecnología que había terminado tu hermano Aruán?
—Sí… Tiene sentido que sea esa misma. Tanarum la vende, un mercader se la da a los tarshtanos que se dedican a robar investigaciones de otros imperios, y mi hermano que, por lo que sabemos es parte de ellos, se pone con esa investigación y la terminan…
—Y consiguen una ventaja sobre los grodianos, porque su desarrollo se quedó estancado hace algún tiempo…
—¿No crees que El Magnánimo querría recuperar esa tecnología si se le ofrece la posiblidad?
—¿E ir a la guerra con el Imperio Tarshtan? —dijo Hans—. Porque eso es lo que tendríamos que hacer después de recuperar Ilstram si queremos tener alguna oportunidad de conseguirla.
—Ya estamos en guerra con ellos, cariño. Aunque no lo hayan dicho oficialmente. Por lo menos lo están con nosotros cuatro.
Su esposo meditó durante unos segundos. Sabía que en el peor de los casos, no tenían nada que perder. Decidió que quizá valía la pena visitar de nuevo a aquella inteligencia artificial que dictaba los designios del mundo en el que se encontraban.
Según los cálculos de Nahia, debía ser mediodía en Naarad. Había dedicado toda la mañana a explorar la ciudad, primero acompañada por su padre y luego por su propia cuenta. Los grodianos eran suficientemente educados como para no tener que preocuparse por su seguridad. La habían mirado con extrañeza, y hasta uno de aquellos diminutos seres había halagado la belleza de «aquella humana». El paseo estaba lleno de constantes descubrimientos sobre a las costumbres de los habitantes de aquel mundo, que si bien todo el Universo conocía por fuera como grandes comerciantes, pocos habían tenido el privilegio de ver por dentro. No había olvidado que era una de las pocas personas en poder pasear por allí como una más. En su travesía por aquellas calles, había descubierto que el pueblo del Imperio Grodey se basaba enormemente en el comercio.
La tecnología estaba íntimamente ligada a sus vidas. Aquellos monóculos les servían para analizar a otros seres vivos, incluidos aquellos de su especie. A sus vestidos automáticos había que añadirle un pequeño guante de apariencia metálica, que servía para una amplia variedad de cosas. Desde medir la calidad del producto que iban a adquirir, hasta permitir el control de sus naves de transporte. Asimismo, al igual que los humanos y los narzham, usaban calzado. En su caso, también servía para mejorar sus limitadas capacidades físicas y aumentar todavía más su agilidad. Pero había una característica por encima de todas que destacaba en aquellos seres: su capacidad para hablar a velocidades endiabladamente rápidas. Algo que, pensó ella, no debía ser común a todos los grodianos ya que el centinela y Tanarum hablaban de una manera mucho más pausada.
—Demasiadas cosas que hacer. Muy poco tiempo, muy poco tiempo —dijo un diminuto grodiano que se dirigía con paso rápido hacia Nahia.
Aunque la joven lo intentó, no consiguió apartarse de su camino a tiempo, provocando que ambos cayeran de bruces al suelo:
—¿Quién eres? ¿Humana? Vaya ser más raro. Muy raro. Nunca he visto uno así, nunca. —Continuó.
—¿No piensas disculparte? —preguntó Nahia curiosa.
—No hay tiempo que perder. No hay tiempo que perder. Comprar y trabajar. Y atender a El Magnánimo. Comprar y trabajar.
—¿Me has oído? —preguntó de nuevo.
—Claro que sí. Sí la he oído eh… humana.
—¿Y bien?
—Lamento la caída, oh, claro que la lamento —siguió hablando aquel individuo, de una manera muy rápida.—. Pero no hay tiempo que perder, pronto tendré que trabajar. Trabajar sin parar.
—¿Qué estabas comprando?
—Los grodianos compramos muchas cosas, muchas cosas. Algunas útiles, otras no. Pero todas interesantes, todas interesantes.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Nahia.
—Claro, claro, la humana no lo puede entender. No es uno de los nuestros, no es de los nuestros —siguió el grodiano, mientras se ajustaba el monóculo y miraba a su alrededor como si buscase algo.
Levantó la mirada buscando los ojos de la joven, y prosiguió:
—Los grodianos somos muy investigadores, somos curiosos. Los grodianos tenemos que explorar, tenemos que explorar siempre. Aquí compramos, compramos cosas en las que trabajar y explorar. Si un día descubrimos algo, el Magnánimo nos recompensará. Sí, lo hará.
—¿Descubrir algo como qué?
—Nadie lo sabe, nadie. La ciencia no tiene límites, ninguno. Puede que descubramos un nuevo método de transporte, o una forma de alargar la vida grodiana, o una inteligencia artificial mejorada. Los grodianos somos muy ingeniosos, sí, muy ingeniosos.
—¿Y tú has descubierto algo?
—Yo no, yo no. —Levantó de nuevo su cabeza para mirarle, y Nahia pudo percibir en aquellos ojos el brillo característico de alguien que sentía un enorme orgullo por los suyos—. Pero mis antepasados, mis antepasados ayudaron a desarrollar los sistemas de transporte que utilizamos en el planeta. Y también las bases lunares, sí, las bases lunares también fueron de mis antepasados.
—Entonces, ¿descubrir algo es lo mejor que os puede pasar? —dijo la hija del científico.
—Sí, sí, es lo mejor, lo mejor. Demostramos que somos brillantes, brillantes y positivos. Que nuestra sociedad avanza gracias a los grodianos de una familia en particular.
—¿Ninguno prefiere luchar en el ejército? ¿Tenéis alguno?
—Sólo los fracasados van al ejército, sólo los no aptos para los descubrimientos.
La chica se le quedó mirando, como si aquel ser le hubiera hecho una confesión inimaginable.