Su cabeza le decía que sí, que sería un buen soldado de Ilstram y daría su vida por sus congéneres, pero su corazón le decía que lo que tenía que hacer era abrazar a aquella mujer con la que quería compartir sus momentos más íntimos y olvidarse de todo lo demás. Olvidarse de aquella misteriosa figura que les había observado en Nelder desde aquel árbol. Olvidarse de la desaparición del anterior emperador, de su antigua vida como minero, y en definitiva, de muchas otras cosas. Su vida había sufrido un golpe de efecto, y las cosas estaban bien así; no quería ni necesitaba más cambios. Sus misiones hasta el momento, como soldado raso de Ilstram, se habían limitado en su mayor parte a escoltar naves comerciales para asegurarse de que no eran asaltadas por piratas espaciales y que llegaban a buen puerto. Aún recordaba, con cierta sorna, una persecución por las calles de Antaria tras un ladronzuelo que había robado algo de poco valor a una mujer. Eran, sin duda, los días más felices de Ahrz, sólo empañados por poder evocar a Narval sólo como un recuerdo, y no como un amigo que había demostrado una lealtad y un valor que ni él mismo estaba seguro de poder llegar a igualar…
—¡Despierta! —gritó Khanam—. ¡Vamos, Hans tienes que despertar!
—Vamos despierta, no nos falles ahora —susurró Nahia.
Alha permanecía apoyada en la pared, todavía estaba recuperándose e intentando asimilar lo que le había contado su amiga. Se encontraban en una gran sala circular, en la que había varias camas. En una de ellas se encontraba su esposo, en estado de inconsciencia. Según las palabras del científico, había estado en esa situación durante al menos varias semanas. Al igual que ella, que contemplaba ahora la cama en la que durante un período indefinido de tiempo había estado en aquel mismo estado. Por más que lo intentaba, la ahora tranquila mujer no lograba recordar nada después del ataque de los mercenarios en la puerta de la casa de sus padres en Kharnassos.
Sólo recordaba que el grupo había terminado capturado y encerrado en una nave, y que su marido había sido brutalmente noqueado por un narzham. Después, se acercaron a Khanam y, sin ningún tacto, aquel salvaje le propinó otro golpe igualmente potente, dejándolo fuera de combate por segunda vez. Con los dos hombres fuera del camino. Las dos mujeres, terriblemente nerviosas, quedaron a merced de aquel grupo de hombres, narzhams, olverianos y lomarianos que parecían dispuestos a cualquier cosa.
Especialmente preocupante era el hecho de que ya hubieran dicho que ellas dos serían su recompensa. En opinión de Alha, aquello sólo podía significar que abusarían de ellas sexualmente. Sus temores resultaron ser ciertos. Los dos hombres se abalanzaron sobre ella. Pudo notar como las manos de aquellos desgraciados acariciaban sus pechos por debajo de su toga, y como poco a poco, pese a los esfuerzos de las dos mujeres por resistirse, aquella panda de indeseables las iba despojando de toda su ropa. Iban a agredirlas sexualmente, y no parecía que hubiese nadie allí dispuesto a pararles. Los olverianos miraban divertidos. Nahia, ya totalmente desnuda, guardaba silencio arrodillada sobre si misma y cubriendo sus partes íntimas con sus manos como buenamente podía. Junto a ella, un hombre recorría con sus manos su cuerpo desnudo, mientras le susurraba algo al oído que Alha no llegó a oír.
De repente, uno de los narzham tuvo una idea retorcida que hizo que las dos mujeres se estremecieran. En lugar de forzarlas, primero, querían obligarlas a mantener relaciones sexuales entre ellas. Las empujaron una contra otra, y las ordenaron besarse. Las dos mujeres estaban aterrorizadas. Hans y Khanam estaban completamente inconscientes; yacían en el suelo y no parecía que fuesen a sacarlas de aquella comprometida situación. Nahia se negó y se alejó de su amiga, pero un potente tortazo de uno de los hombres la hizo pensárselo mejor. Las volvieron a ordenar que se besaran. Alha acercó tímidamente sus labios a los de la hija del científico. Los labios de las dos mujeres se rozaron fugazmente, y se separaron de nuevo. Esperando que aquello satisficiera a sus captores. Esta vez, el golpe se lo llevaron las dos chicas. Aquel hombre, sin duda el que más se estaba divirtiendo, les gritó que tendrían que ser mucho más convincentes si querían salir vivas de allí. Querían ver acción entre aquellas dos hembras, y estaban dispuestos a conseguir lo que buscaban o terminar con sus vidas allí mismo.
Ante la negativa de la emperatriz, y viendo que el narzham se acercaba con intenciones muy oscuras a su figura completamente desnuda, Nahia la rodeó con sus brazos, casi abalanzándose sobre ella, y la besó con todas sus fuerzas. La emperatriz no reaccionó al principio, pero no le costó hilar lo que estaba sucediendo. La hija de Khanam debía haber imaginado que aquel narzham iba a dejarla inconsciente, si no matarla directamente, de un potente golpe. Ya había noqueado a dos hombres relativamente fuertes, así que no tendría dificultades para terminar con su vida. Sin pensar en lo que estaba haciendo, abrazó igualmente a Nahia y compartieron un largo beso tumbadas en el frío suelo de la nave. Aquellos salvajes las espoleaban con sus gritos, querían más, querían que fuesen mucho más explícitas, querían verlas mantener relaciones sexuales.
Pero en aquel momento, entró un tercer narzham. Parecía ser el líder del grupo, porque los mercenarios guardaron silencio mirándole expectantes. Las dos mujeres seguían abrazadas en el suelo, pero ya sin besarse. Era como si de aquella manera, en aquella pose, pudieran protegerse mutuamente. Permanecían igualmente expectantes, preguntándose si finalmente, aquel desconocido era un amigo, o un enemigo que haría que su pesadilla fuese todavía peor.
—¿Qué es esto?
—Estas hembras —dijo el olveriano— son nuestra recompensa. Hemos capturado a los dos hombres, ellas se quedaran con nosotros para divertirnos, justo como estaban haciendo. —Dijo girándose hacia las dos.
—¿Vuestra recompensa? —vociferó el líder.—. ¡Las humanas son parte del trato! Si queréis hembras buscadlas vosotros mismos. ¡La mercancía no se toca!
Se hizo un silencio muy tenso en la sala, se podía percibir en el aire una tensión creciente entre aquel narzham y el grupo de mercenarios. De repente, uno de ellos, otro narzham, se lanzó a por su lider.
—¡Tú no serás quien nos diga lo que podemos hacer con ellas! ¡Son nuestras!
Aquellas fueron las últimas palabras que Alha y Nahia oyeron salir de la boca de aquel desgraciado. Su líder le había roto el cuello con un movimiento seco, casi sin inmutarse. Mirando al resto del grupo, les desafíó abiertamente.
—¿Alguien más quiere morir? Para mi será mejor, me quedaré con vuestros botines.
Miró a las dos humanas, y no pudo reprimir una mirada de lujuria y deseo. Eran atractivas y deseables, sí, y verlas allí desnudas, indefensas, sacaban de él su lado más salvaje; eso lo podían ver las dos mujeres en sus ojos. Pero, mostrando un gran control de la situación, ordenó que se las diese ropa y se las dejase inconscientes como a los dos hombres. Dirigiéndose a ellas, dijo:
—No os dolerá, al menos no tanto como lo que os querían hacer. Cuando despertéis, ya no estaréis aquí. Me aseguraré de que no os tocan.
Las dos mujeres recibieron ropa. No era lo más cómodo del universo, pero aquellos dos monos marrones, seguramente confeccionados para mercenarias humanas, cumplían perfectamente con la función que las dos mujeres buscaban. Pudieron tapar sus cuerpos desnudos, y, para decepción de Alha, pudo ver como lo ajustado de aquella vestimenta hacía que sus figuras quedasen resaltadas. Podía ver en Nahia que era una chica terriblemente atractiva, y que aquellos hombres, especialmente los humanos, la estaban devorando con la mirada, al igual que a ella. A partir de ahí, los recuerdos de la emperatriz se volvían muy difusos, recordaba que alguien se acercó a ellas, y les inyectó una sustancia en el brazo, que, sin ninguna duda, tenía que ser lo que las había hecho caer inconscientes.
Al principio, la mujer de Hans no había reparado en aquel detalle, pero ahora se había dado cuenta, de que tanto Nahia como ella seguían llevando la misma ropa. Incorporándose se acercó a Khanam y su hija, los dos estaban delante de la cama en la que Hans seguía inconsciente. El hombre estaba intentando reanimarle, pero no parecía tener mucho éxito:
—Cuando le hicieron entrar en animación suspendida, se aseguraron de que lo hacían a conciencia. Su suspensión es mucho más cuidadosa y severa que la que teníamos nosotros. Podría explotar este lugar en mil pedazos, y él no se enteraría —dijo.
—¿Puedes despertarle? —preguntó Alha.
—Sí, pero hay que tener cuidado con cómo hacerlo. Si se hiciera mal, podría morir. Necesito un poco de tiempo.
—No tenemos tiempo, papá —dijo Nahia.—. No tardarán en darse cuenta de lo que ha pasado. Cuando vengan aquí nos encerrarán a todos otra vez.
—¿Encerrarnos? —preguntó la emperatriz, todavía desubicada.
Nahia se giró, y levantó la vista:
—Estamos en una cárcel, Alha. Creemos que nos trajeron a todos aquí después de capturarnos en Kharnassos. Aún no sabemos cuánto tiempo ha pasado, pero mi padre calcula que han debido ser tres meses, quizá un poco más. Y bueno, tu barriga parece darle la razón. ¿De cuánto tiempo estabas?
Alha se miró el vientre. Ahora era evidente que estaba embarazada, y aquello corroboraba las sospechas de Khanam. Habían pasado varios meses, pero no suficientes como para que ella hubiese dado a luz.
—Hacía sólo unas semanas que me lo habían comunicado. Así que, quizá en aquel momento estaba de un mes, quizá un poco más. —Siguió.
—Alha, ayúdame — dijo Khanam—. Sujeta la mano de tu marido. Sé que te parecerá absurdo, pero háblale. Si oye una voz familiar como la tuya, mientras le reanimo, es posible que tengamos más éxito. No sé quién nos ha encerrado aquí pero reconozco esta medicina, es olveriana.
—¿Entonces puedes despertarle? —preguntó su hija.
—Sí, pero veremos cuánto tarda en recuperarse por completo.
—¿Le quedaran secuelas? —preguntó su mujer.
—No —dijo Khanam, que procedió a guardar silencio mientras Alha acariciaba la mano de Hans y le decía cosas al oído. En realidad, según le había dicho el científico, no importaba lo que dijese, sólo que él pudiese oír su voz.
Nahia, visiblemente nerviosa, se acercó hacia la puerta del laboratorio. Tanarum no debía estar muy lejos. Era, por lo poco que había llegado a entender, un fugitivo grodiano con una historia rocambolesca a más no poder. Había sido capturado por los suyos dentro de los confines del Imperio Grodey. Intentando escapar, se hizo con una nave de su imperio, sólo para terminar siendo capturado nuevamente por un grupo de mercenarios del espacio. Los grodianos eran seres de estatura increíblemente reducida, apenas sí podían llegar a la cadera de un humano. Su característica piel roja, y las dos pequeñas antenas que sobresalían de su cabeza, que hacían las veces de oídos, les hacían fácilmente identificables. Su raza no tenía ningún tipo de fuerza física y se hubieran extinguido miles de años atrás, de no ser porque sus científicos eran, sin comparación posible, los mejores. Tenían la tecnología más avanzada de todo el universo conocido, tanto benevolente como maligna. Se rumoreaba que ni siquiera los imperios más sanguinarios se atrevían a atacarles porque, varios miles de años atrás, habían perfeccionado una nave destructora equipada con un arma especial. Un arma capaz de desestabilizar el núcleo de cualquier planeta, o estrella, hasta el punto de destruirlo. Nadie sabía a ciencia cierta cuántas podía tener el imperio Grodey, por lo que intentar robar uno solo de aquellos artilugios podía ser un suicidio efectivo. Aquellos pequeños seres no dudarían en usar todo su poder tecnológico para defenderse de cualquier atacante. Ya lo habían hecho en el pasado, acabando con un ejército de varios miles de narzhams que habían decidido que era el momento de conquistar a aquellos diminutos seres y apoderarse de sus avances científicos. Por aquel motivo, todos los imperios conocidos optaban o por no cruzarse en su camino en absoluto, o tenerles como aliados comerciales, puesto que sus tecnologías eran altamente apreciadas en todo lo ancho y largo del universo.
En su huida tras conseguir escapar de su celda, Tanarum había tropezado con aquella sala en la que todavía permanecían las cuatro personas. Khanam y Nahia también habían sido puestos en un estado de suspensión animada. Aquel diminuto ser fue el que despertó a Khanam, que, gracias a su pericia científica, reanimó rápidamente a su pequeña. Él y su nuevo acompañante acordaron que, mientras reanimaban a los demás, esperaría en la puerta para asegurarse de que los vigilantes no les capturaban de nuevo. Tarde o temprano se darían cuenta de que todos habían escapado.
La chica contempló el oscuro pasillo, pero no vio a su inesperado aliado, lo que la llevó a pensar que todo seguía en orden. Se dirigió de nuevo hacia la cama en la que Hans seguía tumbado. Según su padre, tenía que estar a punto de despertar, pudo ver las primeras señales en las manos del emperador, que comenzaban a reaccionar al tacto de su mujer.
Al principio, todo era borroso. No lograba ubicarse. Se incorporó sobre sí mismo, y vio a Alha. Junto a ella, Khanam y Nahia. Todos le miraban expectantes:
—¿Te encuentras bien? —le dijo el científico.
—Sí… eso creo. —Miró a su alrededor, todavía desorientado y afectado.—. ¿Dónde estamos?
Alha se abalanzó sobre él, rodeándolo con sus brazos y besándolo efusivamente. Unos instantes después, se separó ligeramente de su marido. El científico y su hija les miraban sonrientes.
—Parece que alguien se alegra más que los demás de que estés despierto otra vez —dijo el anciano socarronamente.—. Aún no estoy muy seguro de dónde estamos, parece que es una cárcel. Y no tengo ni idea de en qué lugar del universo. Pero tienes que saber una cosa Hans, quien quiera que ordenó hacer esto, quería quitarnos de en medio durante mucho tiempo. Los cuatro estábamos en suspensión animada, pero la tuya, era mucho más fuerte que la nuestra. Alguien quería sacarte de en medio durante un tiempo.
—Tampoco sabemos cuánto ha pasado desde que nos capturaron en Kharnassos —añadió Nahia.
El grupo se miró fijamente. No había ventanas en aquella sala. Estaban perdidos en medio del espacio en una cárcel, y nadie parecía saber muy bien por qué estaban allí. Lo único que parecía claro era que sus captores tenían un interés especial en su gobernante: