Magdrot permanecía contemplativo. El invierno recrudecía por momentos, y aunque eso no detenía las actividades de los habitantes de Antaria, hacía que permanecer mucho tiempo quieto en las calles fuese poco menos que una tarea de titanes. Se sobresaltó ligeramente, cuando notó unas manos que tapaban sus ojos. Estuvo a punto de reaccionar violentamente, siguiendo su entrenamiento militar, por el que era capaz de romper los brazos de cualquier oponente que intentase acercársele de la misma manera que aquella persona lo había hecho.
Sin embargo, la dulce voz de Miyana le hizo reaccionar de una manera muy diferente.
—¿Quién soy? —dijo ella.
Él acarició sus suaves manos, sorprendido por la grata bienvenida de la mujer que tanto había atrapado su atención:
—Eres un regalo caído del cielo…
Se giró sonriente, la rodeó con sus brazos, y la empujó hacia sí. No se sorprendió al encontrarla tan receptiva, puesto que estaban intimando cada vez más. Dejándose llevar, la atrajo contra su pecho. Ella le miró sonriente, y, sin darle tiempo de reacción al coronel, susurró:
—Por fin te has decidido.
Acto seguido, sus labios se fundieron en un largo beso. Se estremeció cada centímetro de sus cuerpos; mientras compartían aquel momento mágico. Aquel primer beso, aquella muestra de cariño que se expresaban mutuamente después de haber pasado largo tiempo acompañados únicamente por la soledad. Tras unos segundos que ninguno de los dos parecía querer que terminasen, él separó sus labios, y le contestó:
—No sabía si tu sentías lo mismo por mí, Miyana.
—Un poco más, y hubiera tenido que emitir un anuncio en los medios de comunicación para que lo supieras. Ya no sabía qué más hacer… cariño. —Dijo ella.
Se miraron tiernamente, él volvió a apretarla contra sí mismo, y le susurro al oído:
—Te quiero.
En la distancia, desde el interior del palacio, casualmente, Dirhel, la leal sirvienta, había presenciado la escena. Sonrió para sus adentros y se dirigió a la alcoba del emperador. Aunque llevaba meses vacía, no dejaba de acudir allí para evitar que el polvo terminase cubriéndolo todo. En su camino hacia la estancia se encontró con el decrépito mariscal. Ahora era el emperador de facto de Ilstram, que, al percibir su sonrisa, le preguntó:
—¿Algo ha alegrado a la señora? —dijo educadamente.
A ella nunca le había causado desagrado aquel hombre, pero prefería mantener las distancias con él, sabedora de que el joven Hans no le profesaba una profunda admiración, aun siendo consciente de que era un genial estratega militar:
—He visto a los señores en el balcón compartiendo un momento muy bonito —dijo ella.
—¿Los señores? —preguntó él curioso.
—Sí, el coronel y la señorita Miyana.
—Ah, claro. Cómo no había caído. —Dijo él, fingiendo incredulidad.
Era algo que estaba esperando que se produjese en cualquier momento, puesto que había compartido muchas conversaciones con los dos, durante aquellos dos meses en los que, de alguna manera u otra, terminaba preguntando por la otra persona para poder estudiar sus reacciones. Era evidente que se atraían mutuamente, y eso le permitía poder ejecutar la siguiente fase de su plan de forma natural:
—Gracias, Dirhel, le ha dado a este anciano una de las noticias más alegres que ha oído en los últimos tiempos —respondió a la sirvienta.
—Ciertamente lo es, mariscal —dijo ella, para después continuar con sus quehaceres.
—Es el momento de prepararlo todo para el ascenso de los nuevos emperadores de Ilstram —se dijo para sí mismo el anciano Ghrast, mientras se dirigía al balcón de mármol.
Tal y como había dicho Dirhel, allí se encontraba la pareja, todavía abrazada, mirando hacia el horizonte. Al llegar al marco de la puerta, saludó sin intentar sobresaltarles:
—Una tarde envidiable para compartirla con un ser querido, ¿verdad?
—Ah, mariscal, es usted —dijo un Magdrot ligeramente sobresaltado.
Por inercia, la pareja se separó, como si se tratase de dos niños que habían sido cazados haciendo algo que no deberían.
—Oh, tranquilos, se veía venir. No esperéis que vaya a actuar como si no supiera que estabais hechos el uno para el otro —replicó el anciano sonriente, intentando que se sintiesen más relajados.
Se acercó a ellos, y contempló por un momento aquel paisaje que le resultaba tan familiar.
Durante aquellos dos últimos meses, Antaria, y por extensión, todo el imperio de Ilstram, había estado en compás de espera. El emperador en funciones, que no era otro que el mariscal Ghrast, no podía tomar ninguna decisión salvo la de proclamar a los nuevos emperadores. El viejo militar se sentía tremendamente estúpido por haber estado urdiendo un plan para suplantar las escrituras de Hans, desconocedor de que las leyes de Ilstram estipulaban que el cargo pasaba automáticamente al militar de mayor rango del ejército en caso de fallecimiento del emperador sin que este dejase descendencia directa. La fecha límite para la proclamación de los nuevos emperadores se acercaba rauda, y, aunque sus planes marchaban bien, Ghrast sentía que quizá era demasiado precipitado. Pero no podía dar marcha atrás. Conseguir que Miyana y Magdrot se fijasen el uno en el otro le había llevado mucho más tiempo de lo previsto. Por suerte para él, ambos le veían con ojos mucho más positivos, en parte, gracias a su trabajo en segundo plano. A fin de cuentas, el coronel jamás había oído una mala palabra del anciano, y para Miyana había pasado mucho tiempo desde la última vez en que tuvieron algún tipo de encontronazo:
—Pronto se acercará el día de la proclamación —dijo el mariscal en voz alta. Esperando propiciar una conversación con los que, bajo su designio, serían los futuros emperadores de Ilstram.
—¿Ya sabe quienes serán los elegidos? —preguntó Miyana inocentemente.
—Desde luego, hace tiempo que lo sé. Pero temo que las personas a las que he elegido todavía no estén preparadas para hacerse cargo de lo mismo.
—Estoy segura de que hay ciudadanos en Ilstram con una formación y pasado suficientes para poder hacerse cargo de las riendas de nuestro imperio.
—En realidad, no. —Le respondió su nueva pareja.—. No existe algo como una escuela de emperadores —prosiguió Magdrot— esas enseñanzas se han transmitido de generación en generación en la línea de sucesión de los emperadores. Al emperador Brandhal le enseñó su padre, el emperador Borghent; y a éste, a su vez, le enseñó el abuelo del que era nuestro emperador actual, el emperador Darant. Y así, hasta tiempos inmemoriales.
—Esta será la segunda vez en la historia de Ilstram en la que se proclame un nuevo emperador ajeno a la línea de sucesión del gobernante de ese momento. —Añadió el mariscal—. Será una etapa dura, hasta que ambos se acostumbren al gobierno de un reino tan complejo como el nuestro.
—Pero sin duda alguna contarán con su ayuda y todo el apoyo del ejército, ¿verdad? —preguntó Magdrot de nuevo.
Tomando aire, Ghrast les miró a la cara, pronto llegaría el momento de tantear las aguas, pero todavía no podía precipitarse:
—Los nuevos emperadores contarán con todo el apoyo militar que necesiten. Al pueblo… —dijo mirando a la ciudad allá abajo— tendrán que ganárselo, me temo.
Ahrz cayó de bruces contra el suelo. Había sido golpeado de manera severa por el recluta Brians. Se llevó los dedos a los labios, y pudo notar la sangre que brotaba de su boca. Se había despistado, y su rival no había tenido ningún tipo de compasión. Reaccionó rápido, dado que su rival, dispuesto a llevar al máximo su ventaja, estuvo a punto de aplastar su cabeza contra el frío suelo metálico del centro de entrenamiento de Ilstram, en el planeta Modea. Todo en aquel lugar estaba pensado para llevar al ser humano moderno al límite. Las temperaturas exteriores eran agobiantemente frías. Hasta el punto de poder inducir una congelación muy severa, si no la muerte, a aquellos que osasen aventurarse fuera sin la debida protección térmica. Por las difíciles condiciones para la vida civil, el planeta, decimosegundo y último de su sistema solar, había sido acondicionado para la formación militar. Estaba envuelto en una tormenta de nieve casi perpetua, y el ambiente en interior de las instalaciones militares, en las áreas de entrenamiento, no era menos acogedor. Las temperaturas se mantenían intencionadamente altas, por encima de los cuarenta grados. El calor asfixiante provocaba que los soldados mantuvieran un estado de forma mucho más fuerte de lo que ellos mismos llegaban a percibir. También hacía que sus reflejos se desarrollasen por encima de lo normal debido a la dificultad de pensar con claridad bajo condiciones tan severas, mientras intentaban evitar que sus rivales les derrotasen.
Ahrz ya sabía de antemano que el entrenamiento para acceder al ejército de Ilstram era muy duro. Pero, cuando varios meses atrás, en la ahora idílica Antaria, se lo comunicó a su ex-jefe, estaba decidido a llegar hasta el final con todas sus consecuencias. Después de presentarse en el centro de reclutamiento de la ciudad, fue enviado junto a otros tantos reclutas de todo el Imperio a Modea. Allí, durante un mes, se había dedicado por completo a la formación física. Había ganado mucha musculatura, agilidad, y sobretodo, perspicacia. A su formación física le siguieron los entrenamientos, durante otros treinta días, en diversas artes cuerpo a cuerpo, combate armado, y simulación de pilotaje, que Ahrz intentó exprimir al máximo. Su pasión eran las naves de combate, pero primero, tenía que pasar por los mismos entrenamientos que el resto de sus compañeros. Rodó rápidamente, evitando el pisotón de Brians que le habría noqueado. Aunque no se luchaba a muerte, los combates sólo se detenían cuando uno de los dos oponentes perdía la consciencia, se rendía, lo cual se castigaba con una dura travesía por el frío páramo exterior; o si había un riesgo manifiesto de provocar la muerte del otro recluta. Además, para enfatizar el dolor que los soldados podrían llegar a experimentar, sólo se les permitía cubrir la parte inferior de su cuerpo con unos pantalones largos.
Aunque Ahrz no era de complexión especialmente fuerte, su altura, cercana a los dos metros, le permitía mantener una presencia física imponente, que le daba cierta ventaja sobre sus rivales más impresionables. Su carácter valiente, y en ocasiones podría decirse que temerario, se encargaba de hacer el resto. Pero de poco le servía todo aquello ante el recluta Brians. Según sus propias palabras, era la tercera vez que estaba destinado en Modea, y estaba dispuesto, de una vez por todas, a conseguir ingresar en el cuerpo militar de Ilstram. Miró a los ojos al intrépido antariano, pero no prestó atención al rápido movimiento de piernas que hizo Ahrz, trabándole y enviándole igualmente al suelo:
—¡Ahrz Torien! ¡Levántese! —gritaba su instructor desde un lado de la sala.
Como un resorte, se levantó y se abalanzó de nuevo sobre Brians. Pero el recluta de Ghadea no había sido menos rápido. De nuevo de pie, hizo gala de su superioridad física tras detener con sus brazos varios golpes directos de Ahrz. Después le propinó un fuerte golpe con ambas manos en el cuello, atontándolo, seguido de una fuerte patada en el vientre que mandó al antiguo minero por los aires. Dolorido, el antariano se levantó rápidamente y se retiró hacia una pared. Era evidente que no iba a conseguir superar a su rival a base de golpes. Necesitaba algo que le diera una ventaja. Echó un vistazo rápido a la sala, pero no pudo encontrar nada que le satisficiera en un primer vistazo. Sin embargo, en una nueva inspección rápida, pudo ver como del techo colgaba una cuerda, que generalmente utilizaban para intentar escalar hasta arriba. Provocó abiertamente a Brians, para distraerle:
—Vamos recluta, me aseguraré de que tengas que estar aquí una vez más. —Le gritaba.—. No tienes nada que hacer conmigo.
—¿De qué hablas? Te llevo ventaja —le respondió él con sorna.—. Tu boca ha dejado de sangrar, pero no por mucho tiempo.
—Estoy deseando que me lo demuestres.
Puso sus brazos en forma de jarra mientras se reía abiertamente. Estaba intentando provocar a Brians bajo la atenta mirada del instructor de ambos, que permanecía callado en la distancia:
—Vamos, es hora de terminar lo que hemos empezado. No te preocupes, estar aquí cuatro veces no puede ser tan malo. —Añadió.
Enfurecido, el recluta de Ghadea echó a correr dispuesto a acabar con la vida de aquel pobre infeliz. Estaba completamente fuera de sí. Se lanzó en una carrera frenética, buscando la cabeza de Ahrz con sus puños. Éste, a su vez, echo a correr hacia la pared a su izquierda. Tomó impulso, saltó contra el muro, apoyándose en un pequeño soporte horizontal de madera, y de ahí saltó a la cuerda cercana. Se sujetó con todas sus fuerzas, y aprovechando su propia inercia, estiró ambas piernas hacia delante mientras la propia cuerda le obligaba a girar hacia un sorprendido Brians. El golpe fue tan violento que el de Ghadea salió despedido contra la pared, rompiendo a su vez el soporte de madera que Ahrz había utilizado y sangrando profusamente por su costado derecho. Con su contrincante todavía desubicado, el antariano no dudó en agacharse y utilizar aquel palo que se había desprendido del soporte horizontal para golpearle con todas sus fuerzas. Levantó su brazo derecho mientras su rival le miraba con cara aterrorizada. Y en la distancia, oyó lo que esperaba:
—¡Ya es suficiente! ¡Retírese recluta Torien! —le gritó su instructor.
Miró a Brians, soltó aquella arma, y se fue de la sala como si nada hubiera pasado.
Estaba contento. Aquella era una de las últimas pruebas antes de poder formalizar su ingreso al ejército. Por delante sólo quedaban una misión de reconocimiento terrestre en terreno enemigo, en un destino todavía por desvelar, y una simulación de combate espacial. Si superaba ambas pruebas, podría pasar a formar parte de las filas de la fuerza militar de Ilstram.
Dado que todavía se sentía dolorido, se acercó a la enfermería. Allí se encontró con el recluta Narval, un hombre de Idrilith, una de las colonias de Ilstram más alejadas de Antaria, con el que había granjeado cierta amistad.
—Vaya, parece que te han dado una buena tunda —le dijo al verle.
—Pues si vieras cómo ha quedado Brians —le respondió Ahrz.—. He estado cerca de perder. Y lo siento por él, porque no parece mal tipo, pero si utilizase su cabeza la mitad de bien que utiliza sus puños…
—Sería un soldado excelente, lo sé. No es la primera vez que oigo al instructor hacer ese comentario. —Le comentó su amigo— todavía recuerdo la última vez que me enfrenté a él —añadió, mientras se llevaba una mano a su hombro izquierdo— el muy animal me dislocó el hombro en una sesión de entrenamiento.