—¿Te preocupa algo, cariño? —preguntó él.
—No puedo esperar más —dijo ella—. Tengo que contaros algo. Estoy embarazada. Quería esperar a que Hans estuviera aquí para poder contároslo.
Sus padres no pudieron reprimir ni su alegría ni su sorpresa. Durante varios minutos, Alha recibió todo tipo de elogios por parte de ambos. Pero, consciente de que el tiempo apremiaba, tuvo que interrumpir la alegría que ella misma había desatado:
—Hay otra cosa —continuó— tenéis que preparar el equipaje lo más rápido posible. —Miró su reloj—. En poco menos de una hora, llegará una flota enemiga a Kharnassos, y Hans estará aquí para evacuarnos. Tenemos que estar listos para subirnos a la nave en cuanto lleguen. Pronto sonará la alarma para la población civil. No hay tiempo que perder. —Terminó, mirando a sus padres.
Lunea y Genso no sabían cómo reaccionar, miraban serios a su hija, intentando procesar lo que su pequeña les acababa de contar. Sin ningún tipo de aviso previo, ahora sabían que tenían que abandonar su hogar por su propia seguridad. No iban a poner en tela de juicio la decisión del Emperador. Entendían perfectamente que ellos estaban, sin duda alguna, recibiendo un trato especial por ser los padres de su mujer. Rápidamente, comenzaron a preparar el equipaje. Por encima de todo, tenía que ser básico, recogieron sólo lo imprescindible: algunos enseres personales, y varios álbumes familiares, que Lunea había recibido de sus ancestros, y en el que ella misma con el paso del tiempo había ido añadiendo imágenes de sus vidas.
Ya había transcurrido más de media hora. Alha comenzaba a impacientarse. Si sus cálculos eran correctos, en sólo treinta minutos más, la flota ya sería visible desde superficie. En ese momento, pudo oír en la lejanía de Trikala una potentísima alarma. Había comenzado. El emperador había dado orden de avisar a la población civil y asegurarse así de que se dirigían a los numerosos refugios subterráneos que se habían construido en todos los núcleos urbanos. Todo estaba listo, y ahora lo único que quedaba, era escapar de allí antes de que el grupo pudiese verse en peligro.
Hans y Khanam se encontraban todavía en el centro de mando. Sólo quedaban ellos dos, los científicos, obedientes, habían abandonado las instalaciones hacía ya largo rato; después de haber reorientado las defensas terrestres. El padre de Nahia estaba terminando de programar la inteligencia artificial. Los cañones sólo se activarían si detectaban cualquier tipo de ataque por parte de las naves. La flota enemiga estaba a punto de entrar en la atmósfera del planeta, por lo que ambos tendrían que marcharse rápidamente a Trikala, recoger a Nahia, Alha, los padres de ésta, y poner rumbo a Antaria.
—Se nos acaba el tiempo, Khanam —dijo Hans.—. Si esperamos un poco más, llegaremos demasiado tarde.
—Casi he acabado —contestó el científico.—. Esta inteligencia artificial es bastante antigua, pero creo que conseguirá cumplir con su trabajo.
Sus dedos se movían frenéticamente en el panel, introduciendo comandos que probablemente sólo él comprendía. Una vez finalizado, los dos hombres se dirigieron apresuradamente a la nave de transporte que esperaba justo a las afueras del centro de mando, ubicado en medio de la ciudad, en la parte más alta de un grupo de edificios gubernamentales. Al salir, Khanam se detuvo a medio camino entre la nave y el centro. El emperador se detuvo a su lado, mirándole curioso. El científico le miró, y le preguntó:
—¿No lo oyes?
—¿El qué? —preguntó Hans.
—Ese… no sé como describirlo. Ese sonido constante, está en el entorno.
—La alarma ha dejado de sonar, tardará unos minutos en sonar otra vez. ¿Te refieres a eso?
—No, presta atención —insistió Khanam—. No consigo comprender qué es.
Tenía razón, ahora se daba cuenta. Había un sonido agudo, constante, en el ambiente. No tardó en darse cuenta de lo que pasaba. Se acercó a la barandilla cercana, e invitó a su compañero a acercarse:
—Ya sé qué sonido oyes. Es el del terror, Khanam. Es el sonido de la gente que grita ahí abajo. Los que están intentando ponerse a salvo… Y los que han perdido el control. Fíjate.
—Es horrible —dijo el científico.
A los pies de ambos hombres, allá abajo, podían ver una auténtica marea humana corriendo por las calles. Había gente en todos lados. Algunos extrañamente, pensó Khanam, se habían parado y estaban apoyados en las paredes de los edificios colindantes. Otros se movían sin ningún tipo de orden. Quizá presas del pánico, o quizá porque no encontraban a sus seres queridos.
De repente, una tremenda explosión, a pocos metros delante de ellos hacía que la parte superior de uno de los edificios se precipitase sobre las personas que se encontraban allí debajo.
—¡Nos atacan! —gritó Khanam.
A aquella explosión, le sucedió una ráfaga rápida de disparos de cañones desde superficie. Estaba claro, había comenzado el ataque. Los dos hombres subieron al transporte, que salió velozmente hacia Trikala. Tras ellos, podían ver como las defensas funcionaban a pleno rendimiento. Algunas naves continuaban atacando la superficie de Xanthi, pero la mayoría permanecían por encima del alcance de las defensas terrestres.
Llegaron al hogar de los padres de Alha en medio de una gran confusión. Los atacantes se habían dividido y algunos se habían dirigido a Trikala. Podían ver como la ciudad cercana estaba siendo atacada por varias naves de batalla. Hans y Khanam bajaron de su transporte, se reunieron rápidamente con Nahia, Alha, Lunea y Genso:
—No hay tiempo que perder —dijo el emperador.—. Subamos a la nave, y marchémonos antes de que sea tarde.
Fueron el propio Hans y Genso los que se encargaron de subir el equipaje a la nave de carga. Una vez hecho esto, el emperador entró en el edificio de nuevo, para apresurar al grupo a embarcar lo más rápido posible.
Sin embargo, fuera, el padre de Alha dio la voz de alarma:
—¡Corred!, Hay que subir ya, ¡vienen hacia aquí!
Nada más salir de la casa. Hans pudo contemplar como delante de ellos dos naves de batalla se posaban en tierra. Quien quiera que fuese iba directamente a por el grupo. No había tiempo que perder. Apenas reparó en los dos atléticos olverianos y los dos narzham que se habían bajado de una de las naves. Rápidamente, emprendieron una frenética carrera por alcanzar la nave. Lunea fue ayudada por Genso y subió de un ágil salto. Le siguieron Khanam y Hans. Y justo detrás de ellos, Alha y Nahia. Sin embargo, ellas no lograron subir. Una rápida ráfaga de disparos sobre la nave las hizo frenar en seco. Los narzham habían abierto fuego, y parecían dispuestos a cualquier cosa. Sin dudarlo un momento, padre y marido saltaron otra vez a la superficie, intentando ayudar a sus respectivos seres queridos a embarcar en aquella nave que comenzaba a separarse lentamente del suelo. Si tardaban más, corrían un serio riesgo de ser derribados.
—¡Deteneos! —gritó uno de los olverianos al grupo.—. Si dais un paso más, derribamos la nave.
—¿Qué queréis de nosotros? —gritó Hans.
—Os queremos a vosotros. Si intentáis escapar, moriréis. —Contestó uno de los narzham.—. No vais a salir de este planeta. Destruiremos vuestra nave si es necesario.
—Mis padres… —musitó Alha.
Consciente de la situación, Hans consideró las opciones que tenía ante sí. Aquel extraño grupo les había amenazado con destruir su transporte. Y desde luego, las naves de batalla podían hacerlo sobradamente. Si todavía no lo habían hecho, es porque quizá aquellos alienígenas decían la verdad:
—No les queréis a ellos, me queréis a mi —dijo el emperador.—. Dejad que los demás se marchen.
—No. Los cuatro vendréis con nosotros —replicó el otro olveriano.
—¿Por qué? No son lo que buscáis.
—El científico nos será muy útil —replicó un narzham.—. Y esas dos monadas —emitió un sonido casi más propio de un animal— serán nuestro premio.
—¡No oses poner una mano encima de mi hija! —gritó Khanam, dirigiéndose enfurecido hacia el grupo de alienígenas.
—Ahora, ¡corred! —gritó el emperador a las dos chicas.
Las dos corrieron de nuevo hacia la nave de carga. Pero, nuevamente, una ráfaga de disparos todavía más severa que la anterior, les cerró el paso.
—Hans, ¡los van a matar! —le dijo su esposa— ¡diles que se marchen!
—¡Hazlo! —gritó Nahia desde el suelo, tras haber tropezado con Alha como consecuencia de intentar evitar la súbita ráfaga de proyectiles lanzados contra ellas y la nave.
Hans hizo un gesto con su mano, indicando al piloto que debía partir. Conocía sus instrucciones: llevar a su pasaje sano y seguro a Antaria. Genso se asomó a la compuerta de la nave que se comenzaba a separar rápidamente de la superficie del planeta:
—¡Alha! ¡Hans! —gritó desde la nave.—. ¡No podéis hacer esto! ¡Os van a matar!
—¡Estaremos bien! —gritó su hija desde superficie.—. ¡Cuida de mamá! ¡Conseguiremos llegar a Antaria de una manera u otra!
Pero aquellas fueron las últimas palabras que Genso pudo oír de su hija. Había demasiada distancia con la superficie como para poder mantener ningún tipo de comunicación. Sin embargo, sí pudo ver como un narzham noqueaba de un tremendo golpe a un Khanam completamente fuera de sí.
En superficie, Alha y Nahia estaban completamente desconcertadas, incapaces de reaccionar. La hija del científico veía impotente como su padre había quedado inconsciente como consecuencia del ataque del narzham. El emperador y las dos mujeres se replegaron, formando un triángulo:
—Si alguna de las dos tiene una idea brillante, ahora es el momento de compartirla con los demás —dijo Hans—. No puedo hacer nada.
Tras el grupo alenígena, Hans pudo ver cómo bajaban dos humanos de la nave, dos grodianos, y dos lomarianos. Sus indumentarias dejaron claro de qué se trataban.
—Mercenarios… Tenía que haberlo imaginado —dijo el emperador.— ¿quién os paga? —vociferó dirigiéndose al cada vez más numeroso grupo.
—Es irrelevante. Tenemos órdenes claras, nuestro jefe ha sido claro, debemos capturaros… —y mientras el narzham empujaba suavemente el cuerpo inconsciente de Khanam hacia un lado, añadió— con vida. Parece que sois demasiado valiosos para morir.
Tras estas palabras, aquellos asaltantes se dirigieron a por sus presas. Alha y Nahia apenas pudieron oponer resistencia. Fueron amordazadas y esposadas, conducidas por los dos olverianos, que recogieron en el camino a Khanam. El veterano científico comenzaba a recuperar la consciencia:
—Mi cabeza… —fue lo único que pudo decir antes de que fuese amordazado igualmente, y conducido junto a las dos mujeres al interior de una de las naves de batalla.
—¿A dónde nos lleváis? —gritó Hans, que, inconscientemente, se iba arrinconando contra la pared de la casa de sus suegros.—. ¿Qué queréis de mí? ¿Por qué no habéis dejado que se fuesen?
—Eso ya no es importante… emperador. —Fueron las últimas palabras que escuchó Hans antes de que fuese noqueado de un potentísimo golpe por parte del mismo narzham que había dejado inconsciente al padre de Nahia momentos antes.
Magdrot se encontraba en el balcón de mármol del palacio de Antaria. Miraba con preocupación al horizonte. Habían transcurrido ya casi dos meses desde los sucesos de Kharnassos. Los emperadores habían desaparecido sin dejar rastro alguno tras de sí. El mariscal había aprovechado el improvisado vacío de poder para hacerse cargo de las riendas del Imperio de manera temporal mientras se designaba, con la aprobación del Ejército, a los nuevos emperadores de Ilstram. Aunque reconocía que sentía una gran simpatía hacia el anciano, no podía evitar pensar que algo no cuadraba en toda aquella situación. Por otro lado, estaba Miyana. Había conocido a la mujer en su primera visita a palacio, e inmediatamente se sintió prendado de ella. Era una mujer atractiva, inteligente, y, aunque iba a ser madre de un hijo que no era suyo, no le importaba. Era consciente de que se estaba enamorando, y sólo esperaba que ella sintiese lo mismo. No era algo sencillo, claro está. Él era un coronel de Ilstram, y ella una civil que además había quedado viuda hacía tan sólo unos meses. Su embarazo empezaba a entrar en una fase delicada, y necesitaría el apoyo de un hombre a su lado. Sólo esperaba, que ella estuviese desarrollando unos sentimientos similares por él. Algo que no era difícil puesto que cada día compartían más tiempo juntos. El coronel creía, por primera vez, entender el auténtico significado de dar su vida por alguien. Estaba dispuesto a morir por aquella mujer si era necesario. La quería cada vez con más ganas, y no estaba dispuesto a dejarla sufrir.
Sin embargo, Magdrot, quizá cegado por sus sentimientos hacia Miyana, no había reparado en que era el propio mariscal el que estaba orquestando que la pareja pudiese tener cada vez más tiempo juntos. Formaban parte de su gran plan maestro para conseguir colocar a un emperador en Ilstram que hiciera que el reino retomase la senda de Donan. El padre de Hans, que propició uno de los mayores desarrollos bélicos que se recordaba en la historia del Imperio, fue un símbolo de admiración entre veteranos de guerra, como el mariscal Ghrast. Y este último, plenamente consciente de eso, había encontrado poca oposición dentro del ejército cuando se supo de la desaparición del actual gobernante. Por supuesto, organizó flotas de búsqueda para encontrarle, y ordenó rastrear cada recoveco del Imperio. Seguía, al pie de la letra, las directrices de su padrasto, el tiránico dictador de Tarshtan, que le proporcionaba consejo sobre las decisiones a tomar para no dejar rastro de su pista. Los emperadores habían sido encerrados, junto a otros dos humanos, en una nave prisión en las fronteras del universo civilizado.
Las instrucciones eran claras, debían ser mantenidos allí durante cinco años. Una vez transcurrido ese período, cuando, sin duda alguna, nadie les recordaría ya, serían ejecutados. Hacerlo antes, según las palabras de Gruschal, podía incitar una revolución en Ilstram que podía desembocar en una guerra civil. Aunque esa idea le parecía terriblemente atractiva, se dejó guiar por su superior sentido de la lógica. Además, durante ese tiempo, podían intentar convencer al científico para que se incorporase a su grupo de investigadores. No podría salir de Darnae, y no volvería a ver a su hija, pero por lo menos, podría vivir. Sin embargo, el terco humano, se había resistido hasta el momento.
—En algún momento, su espíritu se derrumbará, y terminará siendo uno de los nuestros —pensaba para sí mismo Gruschal.