—Pronto la oscuridad eterna lo bañará todo… —dijo para sí mismo, mientras regresaba a sus aposentos.
La condición física del mariscal Ghrast había empeorado notablemente durante los últimos meses. Su bastón ya no le abandonaba en ningún momento, caminaba con gran dificultad, muy encorvado. El decrépito anciano era consciente de que sus días llegaban a su fin. Pero, después de tantos años, había logrado alcanzar la paz interior que tanto había anhelado. Había conseguido realizar su sueño. En Ilstram gobernaban ahora Namadiel y Nurandón. Y, gracias a sus consejos, se habían convertido en dignos sucesores de Donan, el emperador al que tan lealmente había servido.
Su dificultoso paso le llevó hasta el balcón de mármol. Allí, como siempre, estaba Magdrot, contemplando la ciudad a sus pies. La noche había caído sobre Antaria varias horas atrás, pero el ir y venir de luces dejaba entrever que la actividad en la ciudad aun no había parado. Había llegado el verano al planeta. Era la única época del año en el que, durante unas semanas, la nieve abandonaba la gran ciudad y era reemplazada por la lluvia. Aquella era la ventaja de que sus fundadores hubiesen decidido construir el asentamiento en el ecuador del astro.
Magdrot oyó los pesados pasos del mariscal. Aunque ya no podía participar en combate alguno, y cualquier otro hombre de su edad estaría disfrutando de una vida de retiro, el anciano seguía al pie del cañón, ofreciendo sus consejos y su ayuda a los emperadores.
—Nelder ha caído —dijo el emperador.—. En estos momentos sus soldados están siendo apresados o exterminados. Sus habitantes juran lealtad al imperio de Ilstram. El Imperio de Lomaria desaparecerá oficialmente. Con esta conquista —se giró mirando al anciano— vengaremos a todos aquellos reclutas que murieron allí.
—Es una noticia fantástica. —Sonrió el anciano.—. La llegada de la Emperatriz Namadiel al poder expande los dominios de Ilstram como nunca antes se había hecho… Por cierto, ¿dónde está?
—Se encuentra en sus aposentos, recibiendo visita de los médicos que supervisan su embarazo.
—Ah, claro, cómo se me podía haber olvidado. Pronto dará a luz. —Y, por primera vez, el anciano Ghrast sintió pena.
Sabía que, muy probablemente, no llegaría a ver el nacimiento de aquel ser vivo. A pesar de los roces que podía haber tenido con Miyana, aquella mujer había demostrado tener un gran corazón, templanza, e ingenio a la hora de utilizar el poder que les había sido otorgado. Se alegraba genuinamente de que fuese a ser madre. La había visto madurar, y había podido ver de primera mano como anhelaba cuidar del vástago de su primer esposo, que había fallecido en el ataque civil a Antaria. Fue una de las muchas bajas necesarias que tuvieron que asumir él y Gruschal para poner en movimiento el plan que les había llevado al éxito.
—¿Ya ha decidido cómo se llamará? —preguntó de nuevo.
—Sí —respondió Magdrot—. Desde que supo que sería chico, decidió llamarle Mijuhn.
—Bonito nombre, sin duda. —Replicó solemnemente el viejo mariscal.—. Sin embargo, venía para hablar contigo de otros asuntos menos alegres.
—¿De qué se trata?
—Sin duda sabrás que hay otros imperios que no dudarán en responder ante esta maniobra de nuestro reino. El ejército debería estar preparado para responder ante cualquier ataque por parte de otros mundos.
—El Imperio de Lomaria ha sufrido muchas pérdidas durante los años. —Dijo el emperador—. Nosotros hemos conquistado su capital y sus tres últimos planetas. Pero otros imperios también han conquistado otros territorios menores. Sólo estamos cogiendo nuestro trozo del pastel.
—Quizá alguien desee también ese mismo trozo de pastel.
—Puede que sí. Si es así, el ejército estará preparado para actuar. La mayoría de nuestra flota militar se encuentra repartida por Antaria y las colonias principales. Las naves de transporte están llevando las primeras estructuras a Nelder para establecer la red comercial con Modea y el resto de colonias lo más rápido posible.
—¿Y los lomarianos? —preguntó Ghrast.
—Pasaran a formar parte de nuestro mundo. Si mis cálculos son correctos, se convertirán en la tercera especie más numerosa de Ilstram.
Dando por concluida la conversación, Magdrot se giró de nuevo para contemplar el paisaje. Mientras las primeras gotas de lluvia comenzaban a caer en la ciudad.
Miyana se encontraba en su habitación. El equipo médico y Dirhel se habían retirado unos minutos antes. Por suerte, todo estaba yendo bien, y Mijuhn se encontraba en buen estado. A pesar de que ahora era la emperatriz Namadiel, y que el pueblo se interesaba por su estado de salud, había evitado mencionar nada de las extrañas visiones que plagaban su mente cada vez con más frecuencia. La última había sido particularmente perturbadora. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Por qué tenía esas visiones? Rememoró cada instante de la última visión que tuvo como si estuviese sucediendo otra vez.
Estaban en las calles de Antaria. Ante ella, su hijo, Mijuhn, que debía tener nueve años, arrancaba un pequeño matojo de hierbas que había crecido a la sombra de uno de los gigantescos edificios de la gran urbe.
—Pronto llegará… —dijo enigmáticamente el pequeño.
Su madre se encontraba cerca de él, tan sólo unos pasos más atrás. Le miró inquisitivamente:
—¿Qué llegará pronto, Mijuhn?
—La oscuridad… No podremos evitarlo, aunque lo intentaremos. No seremos capaces de evitar que nos cubra por completo. Y tendremos que buscar un nuevo hogar.
—¿De qué estás hablando, cariño? —preguntó su madre nuevamente.
—Queda poco tiempo. Si Hans y los demás no encuentran lo que buscan. No podremos impedirlo. —Dijo el pequeño.
—Tenemos que confiar en ellos. Ya hace años que se fueron. Ojalá estén bien.
—¿Has hablado con la Emperatriz?
—No cariño. Hace varios días que no la veo. ¿No has estado tú con Narún? —preguntó ella.
—Sí. Pero no me cuenta nada de lo que pasa en el palacio. Sólo nos dedicamos a jugar.
—¿Qué es lo que no podremos impedir?
—La destrucción de Antaria… —respondió él enigmáticamente.
La mujer no sabía de dónde procedían aquellas visiones. La asaltaban sin previo aviso, y se iban del mismo modo en que habían llegado. Sabía que no eran sueños. Pero, ¿estaba alucinando? Los médicos se habrían dado cuenta de algo anormal, se decía ella. Y sin embargo, todo en su cuerpo y en su hijo era absolutamente normal. No había nada externo que la pudiera estar afectando, al contrario, su nuevo esposo estaba resultando ser un gran apoyo anímico en los momentos difíciles, y le había demostrado estar tan ilusionado como ella por ver crecer a su futuro hijo.
Ser emperatriz no estaba resultando tan inabordable como había pensado en un principio. El anuncio ante el pueblo fue recibido al principio con escepticismo, puesto que Miyana, bajo el nombre de Emperatriz Namadiel se convertía en la primera mujer en la historia de Ilstram en asumir el mando del reino, dejando al hombre relegado al papel de consorte, en contra de la tradición.
Aunque su esposo estaba mucho más interesado en el desarrollo militar del Imperio, ella había intentando mantener algunos de los desarrollos sociales que su antecesor, el emperador Brandhal, estableció para su pueblo. Ya habían transcurrido varios meses desde su ascenso al poder. Al principio necesitaron apoyarse en muchas de sus decisiones en la experiencia del mariscal Ghrast. Pero poco a poco, la mujer sentía que estaba comenzando a entender las muchas dificultades de liderar un mundo tan vasto como aquel. Y dentro de poco, tendría que compaginar ser madre con sus labores de emperatriz.
Se acercó a la pequeña ventana que había en su habitación, en la que las gotas de lluvia golpeaban incesantemente. Y, como había hecho otras veces, se llevó la mano al vientre, preguntándose si sería capaz de enfrentarse a lo que el futuro le tenía reservado.
Khanam y Nahia estaban sentados en una pequeña sala en la gigantesca nave nodriza de los Ur'daeralmán. Padre e hija habían estado charlando largo rato sobre lo que habían ido aprendiendo acerca de sus extravagantes anfitriones. Ante ellos había una enorme ventana, desde la que podían contemplar el universo que se abría ante ellos. La nave estaba acercándose a un sistema solar desconocido. Estaban cerca de la órbita de un planeta en el que los tonos azul verdoso eran dominantes sobre todo lo demás. La atmósfera se caracterizaba por el característico tono blanco de las nubes que se podían ver en la gran mayoría de planetas habitados del Universo.
—¿Qué planeta es este? —preguntó Nahia.
—Todavía no tiene un nombre —dijo Khanam.—. Los Ur'daeralmán han venido a depositar la semilla de la vida aquí. Después vendrán los Tor'daeralmán a depositar la del caos.
—¿Entonces veremos cómo se crea la vida? —dijo ella inocente.
Su padre la miró amablemente, y respondió:
—No lo veremos ninguno de nosotros. Quizá incluso ninguno de los que están en esta nave lo lleguen a ver. La vida es un proceso lento. Pero, si todo va bien, un día aquí surgirán nuevas especies y formas de vida, aumentando la riqueza del Universo.
Su hija le miró fijamente, había notado esa variación en el tono de su padre. Era la voz de alguien al que le dominaba el escepticismo:
—¿Cuántos días llevamos aquí? —preguntó ella de nuevo.
—He perdido la cuenta. Es difícil saberlo al estar constantemente en el espacio.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó su hija.
—No lo sé. —Dijo con voz seria—. He visto muchas cosas en mi vida. Pero nunca había visto tantas cosas inexplicables y tan difíciles de aceptar como ésta. La ciencia… Nahia, la ciencia no puede ni empezar a explicar muchas cosas de lo que estos seres pueden hacer. ¡Y lo peor de todo es que les conocíamos!
—Pero sólo de nuestras leyendas —dijo la chica.
—Ahora todas esas historias son verdad… Pueden manipular la energía de maneras que no puedo entender. En comparación a lo que ellos consiguen hacer, nuestros inventos no son más que juguetes para niños. He dedicado toda mi vida a comprender el Universo. Creí firmemente que la ciencia era el camino. Ahora me doy cuenta de que estaba equivocado. Tanto esfuerzo… para nada.
—No digas eso. —Le reprendió su hija.—. Has participado en muchas investigaciones que han sido muy importantes para nuestra especie. Todo lo que has hecho en tu vida ha tenido mucho mérito. Quizá nuestro error, como especie, ha sido pensar que podíamos entender algo tan vasto como el Universo. Gracias a tu trabajo, y al de tus compañeros, tenemos una vida mejor que la que tuvieron nuestros antepasados.
—Quizá tengas razón, hija. Pero no puedo evitar sentir que ya no soy yo el que gobierna mi vida. Al mismo tiempo que siento que ellos sí lo pueden hacer si lo desean.
—Gracias a sus antepasados estamos aquí. En cierto modo… nos crearon.
—No es del todo cierto —dijo Khanam— me lo explicó Ur'daar. La vida de cada planeta es la que ese mismo planeta ha desarrollado. Ellos sólo ponen esa combinación primordial que permite que la vida aparezca. Nosotros somos el producto de La Tierra. Nos creó aquel planeta, y desde allí nos hemos expandido a otros mundos. Somos nosotros mismos. Ellos no han intervenido para darnos forma. Ni a nosotros ni al resto de especies. Es decir, tenemos nuestra propia identidad. Somos hijos del Planeta Azul.
—Entonces, ¿por qué no intentar ayudarles y aprovechar esta oportunidad para descubrir todas esas cosas que no puedes comprender? Estar aquí debería animarte, y no al contrario. A fin de cuentas, ahora mismo delante de ti tienes un montón de preguntas a las que dar respuesta.
Khanam miró cariñosamente a su pequeña. Era una mujer hecha y derecha, increíblemente bella, que había heredado los rasgos de su madre. No sólo los físicos, también los emocionales.
Durante unos minutos, se dejó mecer por los recuerdos de tiempos ya muy lejanos. Por los recuerdos de su propia juventud. Cuando su querida mujer le animaba a perseguir su sueño de convertirse en científico de Ilstram. Y ella, divertida ante el pesimismo de su pareja, casi le obligó a intentarlo. A partir de allí comenzó su larga carrera en el campo de la ciencia y su ascensión hasta convertirse en uno de los mejores científicos humanos que el Universo había visto en muchos años.
Estaba completamente ensimismado en sus recuerdos, cuando, de repente, Ur'daar y Ur'nodel le hicieron volver en sí:
—Queremos mostraros algo, a los dos —dijo el primero.
—¿El qué? —preguntó Nahia.
—Un combate entre los de nuestra especie. Quizá así puedas ver algún punto débil que nosotros no percibimos —le dijo Ur'daar a Khanam.
Los dos humanos asintieron levemente y siguieron a sus anfitriones de nuevo a la sala en la que habían estado durante los últimos días. Estaba completamente vacía. Ambos portaban sus armas. Se colocaron en mitad de la sala. Ur'daar blandía su bastón, de frente a su rival, con las dos manos. Mientras que su oponente blandía dos pequeñas varas, una en cada mano, en posición lateral.
—¿Preparado? —preguntó Ur'daar.
—Cuando quieras —respondió su compañero.
Los dos se apartaron ligeramente, y, sin previo aviso, se abalanzaron contra su rival. Ur'nodel tomó la iniciativa con una rápida sucesión de golpes con ambas manos que Ur'daar repelió hábilmente mientras sostenía su bastón con una sola mano. Aprovechó que su mano izquierda estaba libre para manipular la energía alrededor de su rival y lanzarle por los aires hacia un extremo de la sala. Antes de que Ur'nodel llegase a tocar la pared, pudo ver sobre él a su rival. Se enderezó rápidamente, para poder apoyar sus pies contra el muro, al tiempo que usaba sus manos para repeler los golpes que su enemigo intentaba propinarle. Tras un intercambio de golpes, el guardián de Nahia utilizó sus habilidades para enviar a su rival por los aires. Sin embargo, a diferencia de Ur'daar, mantuvo el control de la energía. Y con un gesto de sus manos, le dejó sostenido en el aire, completamente inmóvil. Sus armas se habían desvanecido para permitirle concentrarse por completo en el control de su enemigo. Ur'daar, por su parte, hizo desaparecer su bastón. Unos segundos después, el arma apareció de nuevo en la espalda de su rival, y por medio de su poder, lo utilizó para golpearle en las piernas rápidamente hasta desequilibrarlo, librándose así del control que Ur'nodel estaba ejerciendo sobre él. Rápidamente, el bastón desapareció y volvió a las manos del guardián de Khanam. Sin darle descanso a su oponente, se abalanzó de nuevo sobre él, intercambiando una rápida racha de golpes que los dos humanos apenas podían seguir. Sin embargo, sí podían ver como el guardián de Nahia repelía cada ataque de su oponente. Siguieron así durante varios minutos, intercambiando golpes físicos y de energía. De pronto, una rápida sucesión de golpes de Ur'nodel consiguió permitirle lanzar a su rival contra la pared. Sin darle tiempo a reaccionar, se abalanzó sobre él, poniendo los dos bastones a la altura de su cuello. Ur'daar sonrió… y se desvaneció. Apareció por detrás de Ur'nodel, empujándole con fuerza contra la pared. Las armas de este último se desvanecieron y aparecieron a los lados del guardián de Khanam. Sin embargo, Ur'daar demostró su mayor experiencia en combate al detener ambas armas con una de sus manos.