En cierto modo, se dio cuenta de que estaba delante de una excepción. Dos de aquellos seres cuya neutralidad había sido corrompida. Defendían la vida y hasta cierto punto el bien, aunque ellos no lo llegasen a entender así. No detestaban la semilla del caos, pero sí el concepto que tenía Tor'ganil de que la destrucción debía llegar a todos los lugares a los que había llegado la vida.
Eran la encarnación del bien y el mal. Para el veterano científico, todo aquello significaba dejar a un lado los conceptos de la ciencia y basarse en creencias casi religiosas para poder justificar sus acciones.
Nahia por su parte parecía no tener ninguna de aquellas dudas. También podía deberse a que su estancia había sido más tranquila que la de su padre. A la mujer se la había enseñado la belleza de las muchas especies que pueblan y poblaron el Universo, algunas de las que no había oído hablar jamás. También se la intentó ayudar a comprender el principio de neutralidad que regía las vidas de los Daeralmán. Le habían dicho que todo aquello le ayudaría cuando llegase el momento de tomar su elección. Al margen de aquello, le habían enseñado lo mismo que a su padre, aunque sin entrar en detalles sobre los peligros concretos de Tor'ganil o la necesidad de encontrar la manera de destruirle. La joven había resultado, sin saberlo, un pilar fundamental para que su padre no cayese en la más profunda de las locuras ante todo aquello.
Y allí estaban, acompañados por dos Ur'daeralmán, a punto de llegar a Antaria…
Hans se sentía extremadamente nervioso. Su flota se encontraba ya en los confines del sistema solar de Antaria. Llegar al planeta era cuestión de horas. No pudo evitar que un escalofrío recorriese su cuerpo al pensar en tener que dirigir a todas aquellas naves ante un más que probable ataque de su propio imperio. Lo que más le preocupaba era el no saber cómo podría llegar a evitar un derramamiento de sangre absurdo en ambos bandos. Tras varios días de elucubraciones sobre lo que se podrían encontrar en las inmediaciones, sabía de buena tinta que el mariscal no daría marcha atrás en su plan y prepararía una defensa formidable para rechazar a su enemigo. Aunque no lo quiso reconocer abiertamente ante su mujer y Tanarum, sabía que no era el mejor de los estrategas. A diferencia de su padre, siempre su padre.
—¿Crees que lo conseguiremos? —le preguntó Alha mientras ambos miraban a través de una enorme ventana en el compartimento de la nave en el que se hallaban.
—Espero que sí. Pero sabes qué nos encontraremos al llegar al planeta…
—No nos van a recibir con los brazos abiertos —le dijo su mujer—. El mariscal no lo permitirá.
—Ya, pero los emperadores ahora son Miyana y Magdrot. A ella no la conozco, pero no parece el tipo de mujer que mandaría abrir fuego contra un ejército atacante sin preguntar antes…
—¿Qué tipo de mujer lo haría? —preguntó Alha irónica.
Hans la miró extrañado durante unos segundos, y se dio cuenta del poco sentido que tenía lo que había dicho:
—Tienes razón, en realidad no sé qué haría.
Tanarum se acercó a la pareja, que no se sobresaltó. Ya estaban acostumbrados a las idas y venidas del pequeño grodiano, que había aprendido en aquellos días qué momentos eran apropiados para irrumpir y en qué momentos le convenía desaparecer. Había demostrado un gran tacto y una gran facilidad para entender a aquellos humanos:
—Pronto podremos divisar la flota que hayan preparado para hacernos frente. Como me dijiste que tenéis un detector en la luna del planeta —dijo mirando a Hans— ellos ya sabrán que estamos aquí y cuántos somos. ¿Quieres seguir adelante con el mismo plan? ¿No hacer nada a menos que ellos ataquen?
—Sí… Quizá si ven que no venimos con ánimo de enfrentamiento podamos evitar la batalla. —Le dijo.
—Con el debido respeto, sigo pensando que es una locura. —Le dijo Tanarum.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó—. ¿Que comencemos a destruir las naves de mi imperio y demos motivos a los habitantes de Ilstram para odiarnos? Es un plan genial —dijo irónicamente— si no nos matan los militares, lo harán los familiares de sus víctimas. Menudo avance.
—Pero Tanarum quizá tenga razón —dijo Alha—. Si el mariscal está detrás del mando de esta flota, seguro que ya tendrán pensado la mejor forma de atacar y causarnos el mayor número de bajas posible para mermar nuestra capacidad. ¿No?
—Eso es a lo que me refiero —añadió el grodiano.
Hans guardó silencio durante unos segundos. Era en aquel tipo de situaciones en las que podía sentir sobre sí mismo todo el peso de la responsabilidad de ser emperador de Ilstram. Tenía que tomar decisiones que no quería o de las que no estaba completamente seguro. Sin embargo, y a pesar de la decepción que se llevarían su consejero y su esposa, aquella elección ya la había hecho muchos días atrás, cuando todavía estaban en Naarad.
—No atacaremos a menos que lo hagan primero. Si eso llega a suceder… tendremos que defendernos, está claro.
—Así sea —respondió su consejero en tono solemne.
En realidad, no estaba enfadado con Hans, aunque no le costaba ver los evidentes problemas de una táctica que parecía a todas luces suicida salvo para él. El grodiano era lo suficientemente inteligente para entender que en el interior de aquel humano había otras preocupaciones y motivos irracionales ante los que no podía responder más que él mismo. Tenía que superar sus fantasmas del pasado para poder tomar las decisiones adecuadas, y sólo podía esperar que los venciese antes de que fuese demasiado tarde y todos terminasen muriendo delante de aquella fría roca que se dibujaba en el horizonte.
Tanarum estaba retirándose de la sala, cuando de repente escuchó un quejido. Se giró sobre sus pasos, y pudo ver a una dolorida Alha:
—¿Cariño? —preguntó Hans.
Su esposa le miró preocupada, llevándose la mano al vientre. La mujer estaba llegando a las fases finales de su embarazo:
—Es el bebé. De repente he sentido un pequeño dolor, ya se me ha pasado, pero ha sido intenso. Supongo que es la primera señal…
—¿La primera señal de qué? —preguntó su esposo inocentemente.
—De su nacimiento, querido —le respondió su adorable esposa.
Tanarum se acercó a Alha, examinándola con aquel monóculo que le ofrecía tanta información a los grodianos:
—Parece que los dos os encontráis bien, tú y el bebé. Pero, ¿quizá deberías guardar reposo? —dijo mirándola.
—Hans me necesita —respondió ella.—. No puedo irme a descansar.
—Cariño, Tanarum tiene razón, necesitas descansar. Lo último que necesitamos es que por culpa de todo esto nuestro hijo nazca en una nave antes de llegar a Antaria.
—Yo le ayudaré —dijo su consejero mirando a la mujer— si me lo permites, claro.
—Sí…
El ex-emperador acompañó a su esposa al pequeño compartimento que hacía las veces de habitación de ambos y la ayudó a acostarse en la cama que habían preparado allí para descansar durante el largo viaje desde Naarad.
Apenas habían pasado un par de horas, cuando Tanarum volvió a acercarse de nuevo a Hans. Había llegado el momento:
—¿Qué tal se encuentra Alha? —preguntó el consejero al ver a la mujer dormida.
—Parece que está mejor, aunque se ha quejado un par de veces más. —Dijo él.
—Ya vemos a la flota de vuestro planeta a lo lejos…
Los dos salieron hacia el centro de mando de la nave grodiana. Hans se acercó a la instrumentación que había en el centro de la sala: un pequeño panel iluminado con una ingente cantidad de texto que rápidamente comprendió que no alcanzaba a leer en su totalidad.
—Hans, aquí —le dijo él desde el pequeño ventanal que había a un lado.—. Ahí los tienes.
A lo lejos, apenas como diminutos puntos en el espacio y con Antaria detrás, se dibujaban cientos de naves de Ilstram.
—¿Cuántos son? —preguntó a su consejero.
—Muchos, quizá dos millares. Nos igualan en número, o hasta nos superan ligeramente. No llego a reconocer todas vuestras naves, pero juraría que por lo menos hay destructores, naves de batalla, cruceros de combate…
—Para que haya tantas naves han tenido que traerlas desde Ghadea y Kharnassos…
—O fabricarlas. Recuerda que hace meses que abandonasteis este lugar —le dijo Tanarum.
—Aun así, no podrían fabricar tantas en tan poco tiempo. Han tenido que traerlas desde las colonias para ayudar en la defensa.
—Sé que quieres seguir adelante con tu plan de no atacar a menos que ellos nos ataquen, pero si quieres que te diga la verdad… Para ser un comité de bienvenida, los humanos tenéis unas maneras muy extrañas de acoger a vuestros invitados —dijo irónicamente.
Hans suspiró profundamente. La sombra alargada de su padre se dibujaba sobre él cada vez de una manera más aplastante. Sin ninguna duda, su progenitor ya hubiera dado multitud de órdenes sobre cómo colocar a toda la flota para poder hacer una defensa efectiva. Meditó durante unos minutos en silencio, bajo la atenta mirada de Tanarum. En el fondo, sabía que tenía razón, estaba claro que iban a defenderse con uñas y dientes en cuanto estuviesen a rango de fuego.
Al ex-emperador le recorrió un escalofrío, un sudor frío que le hizo sentir mal. Qué fácil era, se dijo, dar órdenes que podían traer consecuencias negativas cuando se trataba de seres de otras especies. Pero ahora, estaba a punto de cruzar esa línea que se juró a sí mismo que jamás cruzaría:
—Di a los demás que abran fuego en cuanto les tengamos a alcance. —Dijo con tono serio.
Tanarum le observó contemplativo. Para el diminuto grodiano no era difícil imaginar por lo que debía estar pasando su compañero. Se alejó en silencio, listo para transmitir aquella orden.
Y en la soledad del lugar en el que se encontraba, Hans lloró. No eran lágrimas de impotencia, ni de rabia, si no de pena. Treinta años atrás, una batalla que, seguramente habría sido muy parecida a la que iba a tener lugar ahora en Antaria, terminó con la vida de sus amigos y compañeros, entre muchos otros habitantes de Ilstram. Y ahora, allí estaba él, siendo, contra su propia voluntad, el causante de un nuevo baño de sangre que no podría parar. ¿Cómo podía justificarse aquello? A fin de cuentas, él hubiera sido feliz viviendo como uno más en el planeta. No buscaba aquello, no quería seguir los pasos de su padre y repetir los errores que él cometió. No quería convertirse en un hombre carente de sentimientos para el que el resto de personas que le rodean se convierten en meros números que administrar. Pero al mismo tiempo, sabía que tenía que pasar por aquel mal trago inminente. Era necesario para poder llegar a Antaria, para asegurarse de que su querida esposa podía dar luz a su hijo en el lugar adecuado y con la atención que sólo su propio Imperio podría darle. Podrían haber ido a otro imperio humano, sí, y seguramente hubiera recibido un trato adecuado. Pero, dado que todos los emperadores humanos eran relativamente conocidos en el resto de mundos de la especie, no hubiera sido difícil que sus perseguidores les hubieran encontrado y les hubieran dado muerte:
—¿Qué estoy haciendo? Soy un monstruo… —se dijo para sí mismo en voz alta.
Ahrz estaba tan nervioso que apenas podía mantener sus manos firmes. Se encontraba al mando de una nave de batalla, los destructores eran para soldados mucho más experimentados que él, y, aunque por un lado le emocionaba la idea de por fin poder defender al Imperio, le aterraba que pasase lo mismo que había vivido en Nelder. Allí estaban él y miles de soldados más, listos para defender a los emperadores y al Imperio de Ilstram con sus propias vidas si era necesario:
—Contacto con el enemigo inminente. —Oyó la voz de su coronel por el interfaz—. A todas las naves, disparad en cuanto les tengáis a alcance. No esperéis ninguna otra orden, abrid fuego contra ellos en cuanto podáis. Si les damos la ventaja de atacar primero podrían hacernos mucho daño.
Sintió cómo le daba un vuelco el corazón. Ambos ejércitos estaban muy cerca, casi lo suficiente para poder llegar a atacar. Por suerte para el antariano, no estaba en la primera línea de fuego, si no que había sido asignado a la retaguardia, a proporcionar fuego de cobertura y ayudar a garantizar que los destructores podían hacer el máximo daño posible mientras las naves rápidas de combate hacían incursiones en la flota enemiga intentando destruir objetivos importantes. En todas direcciones podía ver un mar de naves blancas, las de Antaria, y en frente, las naves con tonos rojizos del Imperio Grodey.
Durante unos segundos, pensó en su amigo Narval, se prometió a sí mismo que honraría su memoria y el haberle dado la oportunidad de seguir viviendo. Después, se lanzó a la lucha mientras veía por delante suyo cómo las naves comenzaban a intercambiar los primeros disparos. Poco le importó quién fue el primero, no sabría decir si fue una nave aliada o una enemiga la que comenzó aquel conflicto. Ante él, ahora se abría un infierno de explosiones y disparos de plasma entre los dos gigantescos ejércitos. Con las manos temblorosas, fijó su objetivo en una nave grodiana que ya había traspasado la primera línea de fuego, y disparó…
La ráfaga de plasma impactó de lleno en la nave, quedando seriamente dañada. A Ahrz le tembló todo el cuerpo, no era la primera vez que disparaba un arma, ni era la primera vez que mataba a otro ser vivo; ya había experimentado aquella sensación en Nelder. Pero aquello era algo distinto, aquí no había posibilidad de escapar, sólo valía la victoria. La derrota no era una opción para salir con vida. Se preparó para accionar otra vez el armamento de su nave, pero antes de que pudiera siquiera lanzarlo, vio como la nave grodiana explotaba en mil pedazos bajo varias decenas de ráfagas de plasma de las otras naves que le acompañaban. Al poco tiempo, pudo ver como otra nave traspasaba la línea de fuego, y otra más lo hacía en la distancia. Del mismo modo, sus compañeros también estaban superando la línea de fuego grodiana y encontrándose un destino similar. Por aquello, dio gracias por haber sido asignado a la retaguardia. A medida que la batalla transcurría, ambos ejércitos iban mezclándose. Cada vez se diluía más la homogeneidad de cada ejército, y cada vez aparecían más batallas individuales. Su coronel había dejado de transmitir órdenes desde el comienzo de la batalla, seguramente porque estaba luchando como los demás.
—¿Qué ordenes tienes para las naves, Hans? —le preguntó Tanarum.—. Si no haces algo, quién sale vivo de aquí será una cuestión de suerte.