—Los soldados ya han sido puestos al corriente. Estaremos preparados para defendernos del ataque de los grodianos. Hemos traído a todos los soldados de Antaria, Ghadea, Kharnassos, y algunos de los reclutas en mejor forma de Modea. Seguramente el pueblo no tardará en ser consciente de que algo está pasando. Algo que nadie les ha contado.
—Es mejor… que… sea así —dijo Ghrast.
—Mariscal, no debería hacer esfuerzos —dijo Miyana.
—Es… Ahora… Por fin… lo entiendo —respondió el anciano.—. Este es mi lecho de muerte… Lo veo claro. Sé que… pronto llegará el momento de decir… adiós.
Guardó silencio, pensando por un segundo en lo que había logrado en su vida. Aunque ahora se veía allí, siendo un anciano que ya podía sentir el frío abrazo de la muerte, rememoró algunas de sus mejores hazañas.
Recordó días pasados, cuando, todavía joven, vivía en Darnae bajo el ala protectora de su padrastro. Allí creció y se formó como militar. Tras muchos años de servicio en Antaria con el emperador Borghent en los que participó en numerosas batallas, habían llegado las décadas oscuras del emperador Brandhal, o de Hans, como en realidad se llamaba. Y en aquellos últimos años, se había propuesto devolver a Antaria, a Ilstram, la grandeza que había visto el Imperio de la mano de su antecesor. Fue en aquel momento, cuando, con la ayuda de su padrastro, puso en marcha un plan que terminaría con el derrocamiento de Hans y Alha, su encarcelación, y que iba a continuar con su posterior asesinato varios años después cuando el pueblo ya no les recordase, evitando así cualquier posible sublevación. Aunque aquella parte no había llegado a cumplirse. Se sintió satisfecho. Ante él estaban las dos personas a las que había designado como nuevos emperadores de Ilstram. Dos personas a las que había intentado enseñar la magnificencia de Donan. El anciano sonrió, se sentía feliz porque su plan había llegado a buen puerto. Sólo faltaba un último empujón. Ahora que el cobarde había decidido salir de las sombras y se dirigía hacia Antaria con el Imperio Grodey, era el momento de darle muerte y enterrar de una vez por todas aquella posibilidad desestabilizadora. Ilstram ya estaba en el buen camino, no podían consentir que aquel nefasto hombre volviese a gobernar.
El viejo mariscal pudo sentir como su cuerpo luchaba cada vez más por mantenerse con vida. Iba a morir, y a pesar de toda aquella satisfacción por lo que había hecho en su larga vida, iba a fallecer con un remordimiento, con la pena de no ver la culminación a su magnifico plan en esa batalla que tendría lugar en sólo tres días. Se dejó abrazar por aquel frío manto que le haría abandonar el mundo, y antes de exhalar su último suspiro, miró una última vez a Miyana y Magdrot. Ella estaba llorando desconsolada, él mantenía aquella frialdad propia de quien, como Ghrast, ha sido formado en la marcialidad del ejército.
Reuniendo las pocas fuerzas que le quedaban, dijo:
—No… le… dejéis… entrar… en el planeta. No… le… dejéis…
—¡Mariscal! —gritó Miyana.
Los médicos y Dirhel entraron de nuevo al oír aquel grito. Pero, lo único que pudieron hacer fue verificar lo que Magdrot ya sabía, Ghrast había muerto.
Después de varios minutos en la sala, fue el propio emperador el que recomendó a todo el mundo descansar mientras los médicos se encargaban de llevarse el cuerpo sin vida del anciano. Miyana y Magdrot se dirigieron a su habitación visiblemente afectados, cuando su mujer le preguntó con extrañeza:
—¿A quién se referiría cuando ha dicho que no le dejásemos entrar?
—Seguramente no eran más que delirios del pobre hombre, cariño mío. Estaba muriéndose. No creo que tenga mucho significado lo que estuviera diciendo.
—A mí me ha parecido más bien un aviso. Pero… ¿quién podría ser?
—No creo que sea nadie. Sólo son delirios. —Dijo él de nuevo.
—Tendremos que preparar su funeral…
—Y anunciar su fallecimiento al pueblo, tienes razón —dijo Magdrot.
Besó en los labios a su esposa, y le dijo:
—Me pongo a ello. Tú quedate aquí y descansa. No querrás que le pase nada a Mijuhn, ¿no?
Su esposa le miró esbozando una ligera sonrisa en medio de las lágrimas:
—Ya sé que no debería moverme mucho, pero, aun así, me gustaría asistir a su funeral mañana. Gracias a él estamos aquí hoy tú y yo. Gracias a él somos los emperadores de Ilstram.
—A mí también me gustaría que estuvieras.
Con aquellas palabras se marchó rumbo al despacho del palacio:
—El mundo tiene que saber que ha muerto un buen hombre —se dijo para sí mismo.
El dictador Gruschal se encontraba en su palacio en Darnae, cuando uno de sus consejeros le dio la noticia que ya se esperaba:
—Emperador… su hijo, Ghrast, ha fallecido. —Dijo solemnemente.
El narzham, sin ni siquiera girarse, le respondió:
—Ya lo sabía, puedes retirarte. —A lo que el consejero reaccionó huyendo de allí como si le hubieran dado otra oportunidad para vivir.
El anciano dictador contemplaba el horizonte de Darnae. Su hijastro había muerto, y ahora tenía vía libre para llevar a cabo la parte final de su gran plan. Después de tantos y tantos años de planificación, estaba muy cerca de llegar a conseguir lo que buscaba. Poco importaba el patético intento del Imperio Grodey por desbaratar sus planes. Acabaría con todo el ejército él solo. Por primera vez, se preguntó si ahora los Ur'daeralmán por fin se dignarían a darle una buena batalla. Con el sometimiento de la raza humana, podría llevar el caos a todos los confines del universo, asegurándose así su victoria absoluta y la destrucción de todo lo vivo. Cumpliendo con lo que a los suyos le había sido encomendado incontables millones de años atrás. Sembrar la semilla del caos allá donde fuesen.
Por primera vez en muchos años, dejaba de pensar como el, en apariencia, gobernante del Imperio Tarshtan, para volver a retomar la identidad que había dejado abandonada durante varios siglos.
Tor'ganil había vuelto:
—Pronto llegará el momento de dejar atrás este torpe cuerpo —dijo con una profunda y aterradora voz.
Y durante sólo unos segundos, pudo contemplar cómo dejaba atrás la forma de aquel narzham que se hacía llamar Gruschal y con la que había ascendido al poder, para dar paso a su auténtica forma.
La de un Tor'daeralmán, una silueta que brillaba con un profundo color negro, atrayendo la energía que se encontraba a su alrededor. A diferencia de los Ur'daeralmán. Sus ojos y su boca eran de color gris. Como vestimenta distintiva portaba una pechera y pantalón corto, junto a unos brazales, a los que su energía le daba color rojo. Se permitió por un momento invocar sus preciadas armas. Extendió sus brazos a sus lados, y ante ellos aparecieron dos espadas. Completamente negras, como él, y, aunque hechas completamente de energía, estaban tan afiladas que podían cortar casi cualquier cosa…
El pérfido ser estaba deleitándose al poder contemplar de nuevo su apariencia. Oyó unos pasos en el pasillo, y durante unos segundos dudó. Se sentía tan lleno de poder, tan triunfante, que contempló la posibilidad de acabar con todos sus consejeros, toda la población del planeta, y el planeta mismo si era necesario. No hubiera sido la primera vez que hacía algo así. Pero, recuperando un poco del buen juicio que había perdido, volvió a adoptar rápidamente la forma del dictador Gruschal.
—Mi señor —dijo el consejero— ¿va a asistir al funeral? Tendrá lugar mañana en Antaria, y deberíamos hacérselo saber a los emperadores para que le puedan acomodar como es debido.
—No asistiré —dijo sin girarse siquiera—. Retírate.
Al día siguiente, terminó de dar forma a su plan. Se desplazaría a Antaria durante la mañana posterior. Sólo él. Una vez allí, acabaría con los emperadores y sembraría el caos en el Imperio. Después de asegurarse de que los humanos que habían escapado de la prisión de Xaltharam también estuvieran muertos, regresaría con su ejército para conquistar el Imperio de Ilstram y convertirse así en su amo y señor. Estaba a punto de nacer la mayor fuerza de destrucción que jamás se hubiera visto, y él estaría al frente.
Ahrz se encontraba muy nervioso. Había pasado la mayor parte de la noche en vela, junto a su pareja, no había podido conciliar el sueño. Siempre que parecía estar a punto de dormirse, recuperaba la lucidez, sobresaltado, rememorando escenas de aquella batalla que libró en Nelder. Recordando a su amigo Narval, y preguntándose qué era lo que le deparaba la batalla que estaba a punto de tener lugar en Antaria. Por algún motivo, y a pesar de haberse alistado en el ejército porque aquella era su auténtica pasión, no podía evitar tener un mal augurio con el inminente ataque grodiano. Para colmo de males, su querida Adrius le había contado sus temores. Temía que le pasase algo durante la batalla y no se volviesen a ver. A lo que él la respondió que ya sabía que aquella era una posibilidad al ser la pareja de un militar. Quedaban sólo dos días para la llegada de aquella gigantesca flota. La siguiente noche ya no la pasaría en la calidez de su casa, si no en las instalaciones del ejército en el planeta. Allí, junto al resto de soldados, recibiría las órdenes sobre el plan de batalla. Completamente desvelado, y intentando no despertar a su mujer, el ex-minero abandonó su cama, se abrigó con una bata, y salió al balcón de su hogar. Comenzaba a despuntar el alba, y todavía quedaban un par de horas hasta alcanzar la luminosidad máxima de Garaia y Hnaws, los dos astros que adornaban el cielo antariano. La megalópolis ya comenzaba a dar las primeras señales de vida. Podía ver como comenzaban a circular las primeras naves de transporte que llevaban a los ciudadanos a sus puestos de trabajo, o simplemente, habitantes paseando por las calles allí abajo. Por un momento, creyó comenzar a darse cuenta de la auténtica dimensión de su nuevo trabajo. Que aquellas personas pudieran seguir adelante con sus vidas, con su rutina, dependía de él y todos los que habían jurado proteger al Imperio de Ilstram con sus vidas si fuese necesario. Sabía, en lo más profundo de si mismo, que no quería ver a nadie pasar por lo que vivió en Nelder, o repetir aquel ataque en su planeta varios meses atrás.
—Ni siquiera ha pasado un año… —se dijo.
Parecía que hubiera pasado una eternidad desde aquel ataque en Antaria, desde aquel día en el que, contemplando cara a cara aquel destructor decidió que era el momento de prestar atención a su corazón y dejar atrás la tradición familiar de sus ancestros. Era el momento de abandonar su trabajo en las minas. Habían pasado tantas cosas en su vida, y su situación era tan diferente ahora, que se sentía como si estuviese pensando en la vida de otra persona.
—¿No has conseguido dormir? —le dijo Adrius acercándose al balcón.
Él se sobresaltó, se giró, y al ver a su pareja la abrazó y la besó tiernamente:
—No. He tenido una noche horrible —respondió él.
—Es normal, pronto tendréis que luchar. Supongo que cualquiera en tú lugar estaría igual. —Dijo ella.
—No te creas, conozco a algunos que serían capaces de dormir aunque el mundo a su alrededor se estuviese cayendo en pedazos… —dijo intentando encontrar un poco del buen humor que le había abandonado desde que les dijeran lo que estaba por llegar.
—¿Qué te preocupa?
—El fracaso, supongo. —Dijo Ahrz—. El no saber ante qué nos enfrentamos en realidad. Dicen que hace muchos años que los grodianos no atacaban a nadie, que tecnológicamente son muy avanzados. ¿Y si en realidad sólo estuviésemos yendo a nuestras muertes?
—No quiero perderte —dijo ella—. Pero creo que debes tener confianza en el buen criterio del emperador. No os mandarían a una batalla sólo para morir, ¿no crees?
—¿Y Nelder? —dijo él, pensativo—. Nos mandaron a conquistar un planeta que el Imperio no necesitaba, sólo para dar un golpe de autoridad. Escapamos de allí con vida gracias a que algunos se sacrificaron por los pocos que sobrevivimos. Si Narval y los demás no lo hubieran hecho, nadie hubiera salido con vida de aquella roca.
—Cuando fuisteis a Nelder como reclutas, el gobernante en funciones era el mariscal. —Respondió Adrius—. Creo que los emperadores actúan de una manera diferente y saben qué podéis hacer frente al enemigo.
—Sólo espero que tengas razón, cariño —dijo Ahrz mientras la abrazaba con todas sus fuerzas, temiendo que aquella fuese una de las últimas ocasiones en que pudiese hacerlo.
Khanam y Nahia seguían a bordo de la nave de transporte que habían preparado Ur'daar y Ur'nodel. Les habían dicho que en sólo dos días más llegarían a Antaria, y que quizá lo harían un poco después de que llegase Hans con su ejército para intentar entrar de nuevo al planeta.
—¿Participaréis en la batalla si llegamos antes? —preguntó Nahia a Ur'daar.
—Si interfiriésemos también estaríamos alterando los posibles futuros. Tenemos que ser muy precavidos.
—¿Qué podría pasar si lo hicieseis? —preguntó el padre de la joven.
—Hay muchas posibilidades de que Tor'ganil se saliese con la suya.
—El dictador Gruschal… —dijo Nahia reflexiva.—. ¿Nadie sabe que en realidad es Tor'ganil?
—Su pueblo no lo sabe —respondió Ur'nodel—. Creen que es un narzham más, extremadamente longevo, pero un igual a fin de cuentas.
—¿Y vosotros por qué no lo desveláis? —preguntó de nuevo.
—¿Cómo lo podríamos hacer? —respondió Ur'daar—. Intenta imaginar la reacción de vuestras especies si descubriesen que de repente hay un Tor'daeralmán gobernando un imperio, con habilidades que van más allá de lo que podéis siquiera imaginar.
—Además al hacerlo le estaríamos dando la posibilidad de no tener que actuar bajo otra forma y poder utilizar sus habilidades. Quiere sembrar el caos allá donde no ha triunfado, y en esencia, destruirlo todo. Pero no por ello ha dejado de guiarse por la lógica. —Añadió Ur'nodel.
El grupo guardó silencio. Khanam había pasado unos días bastante duros en la nave intentando entender todo aquello. Ya se había hecho a la idea de que, muy a su pesar, la ciencia humana no lograba explicar todo en el Universo, aunque él pensara que sí. Lo que más le incomodaba, quizá, no era el hecho de que encontrarse a unos seres basados en la energía, o que pudieran hacer cosas que eran muy difíciles de explicar para alguien que se había regido siempre por la ciencia; lo que de verdad le desequilibraba y le hacía sentir fuera de lugar, era saber que esos seres eran los responsables de la vida y de los conflictos. Podía entender lo primero hasta cierto punto. No eran dioses, ni pretendían actuar como tal, ni moldearon la vida a su imagen y semejanza. Pero no alcanzaba a entender lo segundo. Sin esa llamada semilla del caos, ¿no habría conflictos? Y si fuese así, entonces ¿por qué sembrarla en absoluto? La única respuesta que había recibido a aquellas preguntas era que los Daeralmán eran seres de carácter neutral. No se les había ordenado juzgar lo que pasaba alrededor suyo, si no simplemente llevar a cabo aquella tarea.