—La vida da muchas vueltas… —dijo ella—. Fíjate en mi hermano Aruán. Estuvo durante años enfrentado a mi, odiándome porque pensaba que mis padres me prestaban más atención que a él. Ahora resulta que sabemos que ha ayudado a terminar de desarrollar la tecnología de salto cuántico, y está con nuestro enemigo.
—Estoy de acuerdo. —Respondió él—. Quién nos iba a decir que íbamos a llegar a esta situación cuando decidimos ir a Ghadea aquel día…
El estado de salud del mariscal Ghrast se había debilitado considerablemente durante los últimos días. Cada vez pasaba más tiempo encerrado en su habitación y menos departiendo con los emperadores. Para colmo de males, se decía para sí mismo, su padrastro, el dictador Gruschal, ya le había informado sobre la salida de una cantidad considerable de naves desde la capital del Imperio Grodey. Era de prever que su destino sería Antaria y que entre ellos se encontraría como mínimo Hans:
—Su muerte es esencial para evitar contratiempos —le había dicho Gruschal.
Pero pese a todo, el fatigado anciano no podía evitar darse cuenta de la cruda realidad a la que se enfrentaba. Sus días estaban llegando a su fin, de aquello era consciente. Y aunque había conseguido culminar sus planes con éxito, ahora se cernía sobre ellos una sombra que esperaba poder llegar a atajar antes de abandonar para siempre aquel mundo. Tenía que alertar a los emperadores sin desvelar la identidad real de su enemigo. Por suerte para él, la presencia masiva de naves grodianas le permitía disfrazar aquello como un evidente ataque de aquel reino como represalia por haber conquistado Nelder y el resto de planetas del ahora extinto Imperio de Lomaria.
Se había levantado aquella mañana, cuando, según sus cálculos, no debían quedar más de siete días para la llegada de la flota, y se dirigió a buscar al matrimonio que él había colocado como nuevos gobernadores de Ilstram. Les encontró en el enorme comedor del palacio, desayunando y charlando animadamente sobre temas que en aquel momento al decrépito hombre le parecieron absolutamente banales.
—Mariscal, tiene mal aspecto hoy —le dijo Magdrot.—. ¿Se encuentra bien?
—Son los achaques de la edad —respondió con voz fatigada. Su pulso le traicionaba y le resultaba harto complicado esconder las dificultades que tenía para poder cargar el peso sobre su bastón.—. Estoy algo mejor de lo que mi fachada aparenta.
—¿No debería guardar reposo? —le preguntó la emperatriz.—. Con este tiempo tan lluvioso puede enfermar.
El anciano agradeció la amabilidad de Miyana, pero intentando mantener su mente despejada, fue directamente al grano:
—He venido para preguntaros si estáis al tanto de los movimientos del Imperio Grodey.
La pareja se miró extrañada, y el emperador preguntó a Ghrast:
—¿Qué movimientos?
—Han enviado un ejército. Creemos que su destino es Antaria. Quieren castigarnos por haber conquistado el Imperio de Lomaria.
—¿No se dirigirán a otro lugar? —preguntó Miyana.
—Los grodianos llevan muchos años sin entrar en guerra con ningún otro imperio. Pero el nuestro, por culpa de Hans, nunca llegó a tener lazos comerciales con ellos. Somos unos completos desconocidos para aquel mundo. No hace falta un gran ejercicio de imaginación para ver que no tendrían problemas en ajusticiarnos y ponernos en nuestro sitio por lo que hemos hecho. A fin de cuentas, por destruir nuestro ejército no pierden nada.
—¿Cuántas naves se aproximan? —preguntó Magdrot.
—Todavía no lo sabemos, pero como poco centenares. Todavía tardarán una semana en llegar. Debería haber tiempo más que suficiente para movilizar a todo el ejército y defendernos.
—¿Y si es una maniobra de distracción para liberar Nelder? —preguntó la emperatriz.
—Su rumbo sería distinto. —Dijo Ghrast.
—Además, los lomarianos han sido desprovistos de armas y obligados a trabajar, dado que no han querido incorporarse a Ilstram de una manera civilizada. No les podrían ayudar desde tierra. Desde luego no como lo hicieron cuando se les intentó conquistar por primera vez. —Añadió el antiguo coronel.
—¿Prepararéis al ejército?
—Sí, prepararemos una defensa del Imperio. A la primera señal de fuego enemigo, atacaremos. —Dijo el emperador.
—Yo no les daría esa ventaja a los grodianos —dijo el mariscal, sabedor de que, probablemente, su enemigo no buscaría un enfrentamiento directo—. Si pueden disparar primero, y sabiendo la tecnología que tienen, podrían devastarnos. Deberíamos ser nosotros los que llevemos el mando de la batalla.
—Tendremos tiempo para preparar todo lo que sea necesario, mariscal, pero ahora, debería retirarse y reposar. No nos será de ayuda si se encuentra así cuando lleguen —dijo Miyana con un tono muy amable.
El anciano, dándose por satisfecho, se despidió cordialmente y se dirigió de nuevo a su habitación. La chica tenía razón, cada vez se sentía más pesado. Necesitó realizar un gran esfuerzo para llegar de nuevo a su cama. Después de varias horas allí postrado, y consciente de que nadie le intentaría molestar, activó el pequeño intercomunicador para ver si conseguía ponerse en contacto con su padrastro en Darnae.
Al cabo de unos minutos, apareció la familiar y paternal figura de su progenitor adoptivo:
—He informado a los emperadores del ataque grodiano. Parece que se han creído que deberían abrir fuego ellos mismos en vez de esperar a que ataque primero el enemigo. Con algo de suerte, no volveremos a saber nada más de ese dichoso Hans de una vez por todas.
—Has hecho bien, hijo. —Le contestó su padrastro.—. ¿Cómo te encuentras?
—Muy fatigado, tengo la sensación de que no me queda mucho tiempo.
—Seguro que estás equivocado. —Dijo Gruschal.
—Ojalá, pero no lo tengo nada claro —replicó el mariscal.
Tras aquella breve conversación cerró de nuevo el intercomunicador. Y se dispuso a descansar. Por su parte, el dictador Gruschal en Darnae era consciente de que a su hijastro le quedaba muy poco tiempo de vida.
—Sólo espero que viva lo suficiente para repeler el ataque de Naarad. Si no es así… tendré que ir yo mismo a Antaria y zanjar este asunto con mis propias manos. —Se dijo para sí mismo.—. De un modo u otro, la Humanidad se doblegará ante mí…
Y con paso pesado, el anciano dictador se dirigió a sus aposentos. Era hora de delinear el plan maestro con el que asesinar a los emperadores de Ilstram a la muerte de Ghrast. Ya ni siquiera le importaba la precaución con la que había actuado durante tantos años. Estaba tan cerca de conseguir su objetivo, de dejar atrás toda aquella farsa, que le costaba pensar con claridad. Quería tener el honor de asesinar a aquellos dos míseros humanos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que experimentó aquel perverso placer. Cuando sesgó la vida de un infeliz lomariano que se había cruzado en su camino.
—Pronto llegará el día… —dijo enigmáticamente.
El amanecer de aquel nuevo día había sido, cuando menos, extraño. Aunque Ahrz ya se dirigía al cuartel general de Antaria, no podía controlar sus nervios. Se había convocado a todos los soldados del planeta para presentarse de inmediato. No les habían dado más detalles, pero era consciente de que tenía que ser algo lo suficientemente grave como para movilizar a todo el regimiento del planeta. Generalmente, sólo se requería a unos pocos para la mayoría de tareas rutinarias o para resolver pequeños conflictos entre los habitantes de la ciudad. Llegó al inmenso edificio, situado en las afueras. Era una gigantesca construcción de color negro, así se absorbía la mayor cantidad posible de rayos solares del sistema binario que iluminaba al planeta, para hacer más sencillo mantener una temperatura agradable en su interior durante los días de mayor frío.
A su llegada, recibió órdenes de dirigirse al vestíbulo de inmediato. Sin dudarlo ni un instante, y haciendo gala del entrenamiento que había recibido en Modea, Ahrz se encaminó a la enorme sala. Allí se encontraban ya varios centenares de soldados, y seguramente faltaba alguno más. Tras varios minutos de charla con sus compañeros, en los que lo único que sacó en claro era la confusión reinante entre todos, apareció el mando del ejército. Aunque Ahrz no logró ver al anciano mariscal entre el grupo, pudo ver a su comandante y varios altos cargos más. Tras unos segundos de pausa, y ante la gran sorpresa general, apareció también el emperador Nurandón.
—¿Qué está pasando aquí? —se preguntó para sí mismo.
La multitud era un clamor. No era la primera vez que Magdrot acudía al centro de mando, pero sí desde que fuera nombrado emperador por el mariscal. Alzó sus manos, pidiendo silencio, y tras unos segundos, dijo:
—¡Soldados! Se acercan días oscuros para nuestro Imperio. El Imperio Grodey ha enviado a su flota para atacarnos. Quieren castigarnos por haber conquistado el Imperio de Lomaria. —Dijo en tono agresivo.
Contempló durante unos segundos a los hombres y mujeres que le miraban expectantes:
—Yo os digo —prosiguió— que vamos a defender lo que es nuestro, con uñas y dientes. Hace ocho meses, pude ver el miedo en muchos de vosotros, cuando aquellas naves atacaron nuestro querido planeta. Algunos de vosotros perdisteis a vuestros seres queridos, a vuestros hermanos, padres, madres, o amigos. —Tomó aire para poder continuar. Había pasado varios días preparando aquel discurso, y esperaba conseguir el efecto deseado—. Hace cinco meses, sufrimos una pérdida irreparable en Nelder, cuando los lomarianos nos tendieron una trampa y acabaron con muchos de nuestros reclutas.
Ahrz no pudo evitar recordar, de nuevo, a su amigo Narval, que había dado la vida para que él y sus compañeros pudieran escapar de aquella trampa mortal. Era consciente de que gracias a su sacrificio ahora tenía la oportunidad de estar allí presente, y gracias a él, podía haber iniciado una vida con su amada Adrius. Después de un breve ensimismamiento, volvió a prestar atención al emperador:
—Esta vez, no vamos a esperar a que nos golpeen primero. Esta vez, nosotros seremos los que abramos fuego. —Gritó Magdrot.—. Vamos a enviarle un mensaje muy claro al resto del Universo. Estamos aquí y no vamos a rendirnos fácilmente. ¡Lucharemos por lo que es nuestro!
El emperador pudo contemplar con gran satisfacción cómo sus soldados reaccionaron con vítores. Levantó sus manos de nuevo, pidiendo silencio, y continuó:
—Dentro de tres días, las naves grodianas llegarán aquí. ¡Preparaos para luchar y defender a los nuestros! No les daremos la oportunidad de llevar la iniciativa. ¡Por el Imperio!
—¡Por el Imperio! —respondieron los hombres y mujeres a los pies de Magdrot.
El emperador se retiró, silencioso, tenía que volver al Palacio cuanto antes. Ya habían preparado el plan de ataque durante los días anteriores con la ayuda de Ghrast, pero aquella jornada había comenzado de una manera preocupante. El anciano mariscal tenía muchas dificultades para poder respirar. Los médicos que acudieron por petición de Miyana les dijeron que no le quedaba mucho tiempo de vida. El hombre que les había nombrado emperadores podía fallecer en cualquier momento. Por respeto al que, primero había sido su superior dentro de la cadena de mando, después su elector como emperador de Ilstram, y ahora su consejero, tenía que estar a su lado hasta el último momento.
El viaje de vuelta al palacio apenas duró unos minutos. Entró por la puerta frontal, tras cruzar rápido los jardines del palacio en el que ya se podía ver a los niños jugando a pesar de la fina lluvia que caía en la ciudad. La relación de los habitantes de Antaria con sus nuevos emperadores no era muy diferente a la que habían tenido con sus antecesores. Tras la sorpresa inicial durante los primeros días, en los que sus ciudadanos les paraban constantemente para saludarles o hacerles alguna petición cuando pasaban por los jardines, ahora podían caminar como uno más, llegando a despertar, en el peor de los casos, alguna mirada curiosa.
Dejó que la guardia de palacio cerrase las puertas tras de sí, y fue a la búsqueda de Dirhel. No la encontró por ningún lado, por lo que, suponiendo que las cosas habían empeorado, subió a la tercera planta del palacio. Al fondo podía ver el balcón de mármol en el que tantas veces había estado desde que comenzase a rondar aquel lugar con Hans, su antecesor. A su izquierda se abría un enorme pasillo, plagado de cuadros y adornos que conducía a las habitaciones del personal del palacio. A su derecha se encontraba otro pasillo idéntico, en el que además de sus aposentos, se encontraba también la habitación del mariscal. La puerta estaba abierta. Se dirigió allí a paso rápido. Al entrar en la sala, pudo ver a Dirhel que miraba angustiada la decrépita figura del anciano. Al darse cuenta de la presencia del emperador, la mujer se acercó discretamente, y le susurró al oído:
—Los médicos dicen que es inminente, su fallecimiento puede ocurrir en cualquier momento. —Le dijo con voz solemne.—. Me da tanta pena. Siempre le he tenido cierto respeto, y, saber que su vida se apaga, que un ser humano muere, me pone tremendamente triste —dijo la sirvienta.
El emperador sujetó cariñosamente el brazo de la mujer, intentando reconfortarla, y le dijo:
—Es ley de vida, Dirhel. No tiene que estar aquí si no quiere. Gracias por su ayuda.
—Si no le importa, emperador, preferiría quedarme aquí con ustedes. —Magdrot asintió con la cabeza y se adentró en la habitación. Miyana estaba sentada en una silla al lado de la cama del mariscal. Aunque su vientre ya delataba su avanzado estado de embarazo y lo inminente del nacimiento de su hijo, había querido estar allí para poder despedirse del hombre que la hizo creer en sí misma y en última instancia la nombró emperatriz de Ilstram.
La pareja se miró con tristeza, el ex-coronel apretó las manos de su esposa entre las suyas, mientras Miyana hablaba:
—Hace horas que apenas dice nada.
—Parece muy fatigado. ¿Está sintiendo dolor? —preguntó Magdrot.
—Los médicos le han dado un sedante —dijo su mujer—. Parece que le ha hecho efecto, pero también enmascara su auténtica situación… Quizá para nuestra suerte. No soporto ver sufrir a otro ser humano.
—Empe…rador… —dijo el mariscal con una voz sumamente dificultosa.—. ¿Cómo… ha… ido?
Magdrot hizo un gesto con su mano, pidiendo a Dirhel y a los tres médicos que permanecían en la sala que la abandonasen durante unos momentos. Cuando el último salió de la sala y cerró la puerta, prosiguió: