Tras andar durante varios minutos, recorriendo las calles de la ciudad, finalmente, llegaron a uno de los hangares. Jacob se detuvo delante de una gigantesca nave, que, ni remotamente, se asemejaba a nada que hubieran visto antes. No era humano, no era grodiano, y a los ojos de Khanam, aquello no encajaba en el diseño de ninguna especie conocida.
—Hans, ¿ves lo mismo que yo?
—Claro que lo ve. —Retumbó una voz en sus cabezas.—. Pronto lo entenderéis.
—Esa voz… —dijo Alha.—. Es la misma que oí cuando estábamos con El Magnánimo.
—¿La hemos oído todos? —preguntó Khanam.
—Sí, la habéis oído —respondió Jacob. Y, sin mover sus labios, prosiguió—. He sido yo. Así es como os he buscado durante los últimos meses.
Aquella voz retumbaba en sus cabezas, sin embargo, no era molesta, si no más bien lo contrario, les producía una sensación agradable.
Subieron a la nave. Su interior era muy espacioso, y eran muy pocas las máquinas visibles. Quizá había más, pensó el padre de Nahia. Pero desde luego, él no era capaz de identificarlas.
—¿Hablas en nuestras cabezas? —dijo Nahia— ¿cómo lo haces?
—Lo descubrirás pronto, tú y tu padre.
—No eres humano. —Replicó el científico.
—Esa es la respuesta más obvia —dijo Jacob—. Tienes razón, no soy humano. Sé que sólo conocéis el nombre de los míos de leyendas y estudios prohibidos. Ésta no es mi auténtica forma. Pero mis intenciones son puras.
—Entonces, ¿qué eres? —preguntó Hans.
Aquella extraña figura se alejó unos pasos del grupo, y les dijo cálidamente, de nuevo en sus cabezas:
—No temáis por lo que vais a ver.
Las cuatro personas miraban expectantes. De repente, la figura de aquel hombre comenzó a brillar con un intenso color dorado. Aquella luz, aquella energía, iba cubriendo toda la sala en la que se encontraban. Se sentían bañados en aquella fuerza vital que les producía una agradable sensación. Nahia extendió sus manos, maravillada ante el espectáculo que estaba presenciando.
—¿Qué está pasando? —dijo extasiada.
De pronto, aquella potente luz dorada que había ocultado por completo a Jacob, comenzó a replegarse sobre si misma, dando forma a una silueta de aspecto humanoide, de una estatura similar a la de Khanam y Hans, inferior a la que había tenido el hombre ante el que habían estado unos momentos antes. Al grupo le resultaba muy difícil definir aquella figura. Era, sin duda alguna, similar a la de todas las especies que poblaban el Universo, pero a diferencia de todos los seres vivos, su cuerpo parecía estar hecho de energía, la misma que les había transmitido aquella cálida sensación de bienestar.
En su cabeza pudieron ver dos pequeños orbes de color azul claro. Eran sus ojos, sin duda. Aquel ser no parecía tener oídos, o nariz, aunque sí podían ver una especie de boca del mismo color azul claro que sus ojos. Aquella cabeza ovalada estaba coronada por una cinta blanca, igualmente lumínica, con un largo lazo que se mantenía constantemente en el aire como si estuviese siendo golpeado por una corriente que ellos no podían sentir. Sus manos eran muy similares a las de los humanos. Pero la figura de aquel extraño ser era mucho más estilizada. A excepción de la cinta blanca en su cabeza, el resto de su cuerpo era totalmente dorado. Desprendía un leve brillo que no resultaba cegador. No daba sensación de poseer fuerza física alguna, y sin embargo sentían que estaban ante alguien que debía poseer un poder tremendo. Tras unos segundos, levantó su brazo derecho por encima de su cabeza. De la nada se materializó un largo bastón amarillo, hecho enteramente de energía. Bajó su brazo derecho, apoyando aquel arma en el suelo.
—Pero qué… —dijo Khanam.
—Soy Ur'daar —dijo aquella figura en una agradable voz, casi melódica.—. Vuestra especie denomina a los míos Ur'daeralmán.
—¿Me estás tomando el pelo? —dijo Hans—. He oído hablar de esas leyendas, de esa… mitología. Pensaba que eran historias inventadas por mentes demasiado frágiles para aceptar que la ciencia explica todo en nuestro mundo.
—Eso no debería haber cambiado. Pero algunos se han descarriado y están interfiriendo en los designios del Universo.
—¿Quieres decir que hay más como tú? —preguntó Alha.
—En comparación a vosotros somos pocos. Pero sí, no estoy solo.
—Si las leyendas son ciertas, vuestro poder es inconmensurable —dijo Khanam.—. Vivís miles de años, y nadie sabe hasta dónde llegan vuestras capacidades.
—Ya conocéis una de las habilidades de los míos.
—Telepatía… —dijo el científico—. La habilidad de comunicarse a través de la mente. ¿Qué dispositivo utilizas para conseguirlo?
—Ninguno. No hay ciencia detrás de muchas de las cosas que podemos hacer. Por eso debéis venir conmigo.
—¿Los cuatro? —pregunto el ex-emperador.
—No, Hans, tú y Alha tenéis que seguir adelante con lo que ya habéis comenzado. Debéis llegar a Ilstram antes de que sea demasiado tarde. Si él llega antes que vosotros al poder, será muy difícil evitar que cumpla su plan.
—¿Cómo sabes nuestros nombres? —preguntó Alha.
—Los he visto en vuestras mentes.
—¿De qué plan hablas? —preguntó el científico.
—La esclavización de la especie humana. El sometimiento y dominación de una de las mayores poblaciones del Universo.
—¿No podéis hacer eso con esa telepatía vuestra? —preguntó Nahia.
Aquel ser la miró, y esbozó lo que interpretó como una sonrisa:
—Nuestras habilidades no son ilimitadas. No podemos manipular vuestras mentes.
—¿Por qué nos necesitas a nosotros? ¿Por qué no te reúnes con los tuyos y le detenéis? —preguntó Hans.
—No todos comparten mi filosofía. Hace mucho tiempo, nuestra especie era neutral. Se nos ordenó no interferir en lo que sucediera, nosotros sólo lo poníamos en movimiento.
—Creo que hace rato que me he perdido —dijo la ex-emperatriz.
Ur'daar la miró fijamente a los ojos, como si la estuviera analizando:
—Originariamente, —dijo— durante miles de millones de años, mi especie se denominaba Daeralmán. No recordamos exactamente qué o quién, quizá los desarrollamos nosotros mismos. Pero, recibimos dos dones a los que llamamos la semilla de la vida, y la semilla del caos. Nuestra tarea era colocar esas semillas en los planetas que considerásemos adecuados y dejar que el tiempo siguiese su curso. Con el paso de los años, en algunos de esos planetas apareció la vida, y con ella el caos. No éramos jueces en lo que sucedía. Si la semilla no creaba vida en un planeta, simplemente avanzábamos al siguiente.
—¿Y el caos? —preguntó Nahia.
—Del mismo modo, no siempre florecía el caos. En otros casos, lo hacía y los habitantes de aquel planeta se exterminaban mutuamente, o una especie dominaba a todas las demás. Eso es lo que pasó en vuestro planeta natal, por ejemplo.
—¿Estás hablando de la Tierra? —preguntó Alha.
—Sí —replicó el guerrero.—. También estuvimos allí. Aunque, como en el resto de planetas, no participamos en lo que sucedió. Con el paso de los años, vuestra especie, la Humanidad, fue la dominante sobre todas las demás. Y de ahí, os expandisteis al resto del Universo.
—¿Fue lo mismo para otras? —preguntó Nahia de nuevo.
—No. En algunos planetas floreció la vida, pero desapareció porque se destruyeron mutuamente. En otros, las especies convivieron en armonía. En cualquier caso, no se nos había encargado participar en lo que sucediese.
—Pero… —añadió Hans.
—La unión fue breve. Nuestros antepasados se dividieron en dos grupos. Los que creían que sólo se debía sembrar la semilla de la vida. Y los que creían que había que llevar de nuevo la semilla del caos a los planetas en los que no había surtido efecto. De ahí surgieron los míos, los defensores de la semilla de la vida. Los Ur'daeralmán.
—¿Y los defensores de la semilla del caos? —preguntó Nahia.
—Se llamaron a sí mismos Tor'daeralmán. Con el tiempo evolucionamos de maneras diferentes. Algunos de nosotros perdimos nuestra neutralidad. Pasamos a defender aquello en lo que creíamos. Algunos de los Ur'daeralmán, como yo, defendíamos la vida. No violaremos nuestro cometido, ni intentaremos recrearla allá donde no ha surgido. Pero sí la protegeremos siempre que sea posible. Del mismo modo —prosiguió— algunos de los Tor'daeralmán perdieron su neutralidad en favor del caos. Si el caos no funcionaba, lo llevarían ellos mismos de su propia mano. Su crueldad no tiene límites. El más peligroso de ellos, Tor'ganil, ha extinguido especies y destruido planetas enteros. Él fue el causante de la casi extinción de los lomarianos. Y de otras especies que ni siquiera habéis llegado a conocer.
—Eso no es cierto —dijo Khanam finalmente, visiblemente afectado por todo lo que estaba presenciando y escuchando.—. Los lomarianos se destruyeron a sí mismos. Realizaron un experimento fallido que terminó con su reproductividad, y tuvieron la mala suerte de que les afectase un cataclismo cósmico que destruyó sus planetas. No esperes que me crea esa historia.
—Es la verdad. —Dijo Ur'daar—. Por eso necesito que tú y tu hija vengáis conmigo. Hay mucho que tengo que enseñarte. Muchas de las cosas que verás no las comprenderás, pero el tiempo apremia. Después de todo, seguirá siendo tu decisión el aceptar o no lo que veas.
—¿Por qué mi hija? —preguntó el científico.
—Ella te ayudará en los momentos difíciles. Y lo que verá, le ayudará con lo que está por venir.
—¿Y si no acepto?
—Entonces me iré sólo. Intentaré detener a Tor'ganil sin vuestra ayuda. Mis probabilidades de éxito serán menores, pero no dejaré de intentarlo.
—¿Qué gano yo de todo esto? —preguntó Khanam.—. Me estás pidiendo que te siga a no sé dónde, porque según tú, soy el único que puede ayudarte a detenerle.
—Aprenderás muchas cosas que no habrías podido descubrir de ningún otro modo. Además, el tiempo que estéis conmigo, estaréis a salvo de vuestros enemigos. No tendrás que preocuparte por la seguridad de Nahia. A vosotros —dijo mirando a Hans y Alha— no puedo daros esa garantía. Es necesario que os dirijáis a Antaria cuanto antes: no dejéis que Gruschal se haga con el poder. La situación actual de Ilstram es temporal. He visto a dónde lleva ese camino, y no os gustaría verlo.
El alienígena miró al grupo, comprendiendo que tenía que darles unos instantes para decidir qué hacer:
—No tenemos mucho tiempo, pero esperaré si necesitáis unos minutos para tomar una decisión.
—Yo quiero ir —dijo Nahia.
—¿Hija? —preguntó Khanam extrañado.
—¿Qué? No podemos ayudar a Hans a recuperar Ilstram, no somos soldados. Pero, quizá a él sí le podemos ayudar. No me digas que no te pica la curiosidad. —Le dijo a su padre.
—Durante años he dedicado mi vida a la ciencia. Gracias a ella hemos explicado todo lo que sucede en el Universo. Todo. No sé si estoy preparado para entender lo que él nos quiera mostrar.
—¿La ciencia explica la telepatía? —preguntó Nahia.
Su padre guardó silencio durante unos segundos:
—No. No la explica. Porque tampoco conocíamos una especie que tuviera ese don. Pero estoy seguro de que si la pudiésemos analizar, seríamos capaces de explicarla. Igual que todo lo que puedan hacer.
—¿Incluso esa semilla de la vida y el caos? —replicó nuevamente su hija.
Khanam volvió a guardar silencio. En el fondo, tenía la duda de que quizá no fuese capaz de explicarlo todo. Aquello le hacía sentir muy incómodo. ¿Y si realmente la ciencia no era la respuesta para todo? Había dedicado toda su vida a ella, y pensar que no había cumplido con su objetivo, que realmente no entendían el Universo como ellos creían, era algo que le resultaba muy desalentador.
Hans y Alha se sabían invitados de excepción a lo que allí estaban presenciando. Los dos habían visto la transformación de Jacob en Ur'daar con la misma sorpresa y maravilla que habían experimentado Nahia y Khanam. Estaban ante un ser que parecía, por sus comentarios, mucho más antiguo que cualquier cosa que ellos pudieran imaginar. De una sabiduría infinita. Si podían contar con un aliado tan poderoso a su lado, recuperar el trono y devolver todo a su lugar debería ser una tarea fácil.
—¿Y bien? —preguntó el Ur'daeralmán de nuevo.—. ¿Habéis tomado alguna decisión?
El ex-emperador se dirigió a Khanam:
—Creo que deberías ir con él. Tu hija tiene razón. Ahora mismo no me podrías ayudar. Tienes la oportunidad de aprender cosas que tus colegas científicos no pueden siquiera imaginar. No pierdes nada por escuchar lo que tenga que decirte, y luego actuar como tú consideres apropiado.
—¿Estaréis bien? —preguntó.
—Alha y yo volveremos con El Magnánimo. Si todo va bien, tendremos un ejército con el que volver a Ilstram. Intentaremos entrar de nuevo en Antaria. Si lo conseguimos, estaremos allí esperando a que regreséis. —Y mirando a Ur'daar, añadió—. Pero con eso, ¿detendremos a Tor'ganil?
—Sí. Al menos por un tiempo. No parará hasta ser destruido, o hasta que consiga lo que busca.
—¿Por qué no le matas tú? —preguntó Khanam.
—Aunque somos expertos en combate físico. Es extremadamente raro que un Daeralmán consiga doblegar a otro y absorber su fuerza vital, su energía. Sin embargo, podrías llegar a entender mi especie hasta el punto de encontrar una manera de destruirle de una vez por todas. No implicaría a las especies que nuestros antepasados crearon si no fuese necesario.
El científico miró de nuevo al grupo. Parecía que, a excepción de él, todos habían aceptado colaborar con aquel extraño ser hecho de energía. Por lo que, para bien o para mal, su decisión era sencilla:
—Iremos contigo. Cuando hayamos acabado, ¿cómo regresaremos a Antaria?
—Os llevaré yo mismo. —Miró de nuevo a su alrededor, y después, se acercó a Alha—. Antes de irnos, tengo que pedirte perdón. Siento mucho que ante ti, por culpa mía, se abra un camino muy difícil. Pero tienes que saber esto Alha. Llegado el momento, tu hijo necesitará todo tu apoyo. Si estás ahí, no le pasará nada malo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—Sólo te estoy contando una posibilidad. No te alarmes. Puede que nada llegue a suceder. Pero si llega ese momento, sabrás como reaccionar. —Y suavemente, puso una mano sobre el rostro de la mujer. El toque de aquella mano dorada resultó cálido y agradable para Alha. Se sentía más reconfortada que nunca.
El grupo se despidió rápidamente. Ur'daar, Khanam y Nahia iban a partir con rumbo a la nave nodriza, en la que se alojaban otros Ur'daeralmán como él. Por su parte, Hans y Alha se reunirían de nuevo con Tanarum a la espera de la decisión de El Magnánimo.